La Choles y el Sr. Benavidez
Un cuento por David Alberto Muñoz —Dile a la Choles que ya mero llega el patrón Benavidez. —Hasta el nombrecito de patrón tiene el jefe ¿no? —¡Pinche nombre de farmacia! —¡No manches! Pero su buena feria que se carga. —¿Don Paco? La Choles quiere ir a ver al patrón. —¡Pues siempre quiere ver al mero mero! Esa niña es terca, una mula diría mi señora madre. Más bien lo que quiere la nena es enseñarle al patrón. ¡Sí! Quiere enseñarle, ¿ya sabes por qué le dicen la Choles verdad? —¡Ah Don Paco! Todo mundo sabe eso. A la chamaca le gusta enseñar. Y cuando conoció al patrón, y vio cómo le entretenía al señor “jefe”, ver todo eso, pues nada más le enseñaba los chones cada rato que podía, y el mentado señor Benavidez, nada más se carcajeaba de lo lindo de la muchachita, tenía 14 años apenas. Ambos estaban simplemente jugando, coqueteando, pero en buena onda, el jefe Benavidez era su abuelo. La chamaca tiene sus propios problemas. Así lo ha decidido la gente. Y bueno, la han llevado al médico, pero sí han dicho que la Choles tiene un pequeño problema mental. —Lo que pasa es que no la conocen como yo. Es bien buena onda. Don Paco, encargado de seguridad de la fábrica Familia Benavidez, se carcajeó de lo lindo y estiró los brazos viendo hacía los pocos cables que quedaban conectados, colgando del aire. Pensó que tal vez nuevos tiempos se hacían presentes. Y por lo tanto, las nuevas tecnologías ya habían aterrizado. Aquel futuro del cual había leído y especulado, ya estaba con nosotros; como se hablaba de carros que volaran entre nuestros edificios, de poder ver a la persona en vivo en una llamada telefónica. A veces era increíble pensar que todo lo que podemos necesitar esté metido en un teléfono. Una computadora que anda por dónde a mí me gusta andar, y me provee toda la información necesaria, para actuar e influenciar incluso mi vida privada. —Hoy en día ya no es tan sencillo como antes. Si tú tenías el poder, hacías lo que se te daba la gana. Y el abuso siempre ha sido de ambos géneros, es verdad que los varones somos más culpables que las hembras, pero éstas, no se han quedado atrás, al contrario, pueden ser más crueles que nosotros, como lo de la chamaquita, la Choles, y el Benavidito… bueno el Benavidez, para que no se vayan a enojar, ya ven que en México le ponemos diminutivo a todo. Y pues el chamaco era sobrino del jefe. —Don Paco, yo creo los que trabajamos o hemos trabajado en la fabrica en los últimos años, tenemos derecho a saber lo que realmente pasó. Con sus detalles y demás, ya ve usted como es la gente de chismosa. Todo lo demás es un montón de verborrea, de babosadas que la gente le encanta inventar para ganar audiencia y público. Luego luego quieren que se haga una serie de Netflix para contar lo que les pasó. Egoístas. —¿Qué pasó Don Paco? Se han dicho tantas cosas, buenas y malas. Es cierto que aquellos que tenemos años por acá, podemos simplemente especular. Porque estuvo de miedo la cosa. Como de ciencia ficción. ¿No cree usted? El hecho de que se haya ido la luz, la forma tan rara en la que aparecieron el Benavidito, la Choles, y el chamaco aquel que acabábamos de contratar para que nos ayudara con la limpieza general de la fábrica. —¿Julio? —Sí, ese… —Al menos Julio dijo que sí a todo lo que se le pidió. A veces creo que ni él estaba seguro de qué sucedió. Don Paco simplemente afirmó con la cabeza, intentando salir corriendo. No le gustaba hablar de lo sucedido. Todo mundo le ponía de su cosecha. Sin embargo, en aquella ocasión, con rostro recio, simplemente alzó la cabeza y permaneció junto con aquellos. El día terminaba, la fabrica tenía que ser cerrada. Cada uno de los trabajadores lentamente dejaban su puesto de trabajo para salir y descansar de un día normal de trabajos físicos. La Choles, nieta del dueño de la empresa, quién andaba todo el día por la fábrica, decidió quedarse e ir a la oficina del Sr. Nava para ver que se traía el susodicho señor. —¿Qué quieres muchacha? Ya es hora de irse a casa. —¿Quieres ver?—le sugiere coquetamente mientras levanta su falda un poco—Nada más no le digas nada al abuelo. —¡Ah Choles! Mejor vete a la oficina de tu abuelo. La vida no es solamente andar enseñando calzones. Necesitas prepararte, tener una educación, saber qué vas hacer, de qué vas a vivir, aunque tu abuelo tenga toda esta empresa. Tiene que haber una mente detrás de todo. ¿Sí me entiendes? —A lo mejor… sí… a lo mejor no… Con eso de que mi papá falleció… Lo entiendo, pero a la vez no tiene sentido. —Así es, todos en tu familia dicen que fue lo mejor, lo de tu padre. No estoy seguro de por qué, pero, en fin. —¿Crees que soy tonta Don Paco? —¡Ah señorita! Así como me lo pregunta, tengo que decir que no, al contrario, se me hace ser usted una chamaca con bastante inteligencia. —¡Ándele Don Paco! Cuéntenos… Aquí estamos la mayoría de las personas que estuvieron aquella noche, ¿qué chingaos pasó de verdad? —Creo que ya todos hemos inventado nuestra propia historia al respecto. La Choles llegó y nada más andaba enseñándole su ropa interior al patrón, y al mentado Sr. Nava, ¿o no Ricardo? Quién por coincidencia del destino es hermano del dueño de una las empresas, de los Benavidez. Uno de tantos, a cada quién le dieron su porción. Ya ves cómo se trabaja eso de las fabricas y demás por acá. —Cada quién agarró lo que pudo y punto. —Pero de eso no queremos saber. Necesitamos entender ¿qué pasó Don Paco? Usted debió haber estado aquí. Nunca falla, siempre está presente. No sólo es el encargado de seguridad, sino también creo que tiene los mismos años de construcción que la empresa. Además, de ser considerado un amigo íntimo de la familia. —¡Sí cómo no! Miembro íntimo, si no es que la ovejita negra entre todos. Paco se levantó con cierto hastío. Ya tenía más de 30 años de trabajar en aquella fabrica que contenía todo el dinero y el poder de aquella población. Una y otra vez le preguntaban: ¿Qué pasó Don Paco? ¿Quién se metió a la fábrica? ¿O hubo traición y mala onda? ¿Quién mató al Benavidito? Dicen que andaba por acá con malas intenciones. Se ha dicho que el Benavidito llegó con dos armas, cargadas, y que nada más iba cuarto por cuarto disparando a quién estuviere ahí. —A la gente le encanta hablar de las cosas mal hechas por los demás. Es tan difícil que todos aceptemos que quizás, todos fuimos culpables de la muerte del jovencito. Pero para que el humano acepte su propia imperfección, sus errores… eso si se puede llamar milagro. —Pero no fue él, fue la Choles—dijo una voz ausente. Todos los presentes quedaron atrapados en aquella burbuja de tiempo. Don Paco comenzó a narrar con voz de seguridad lo sucedido. —Mira Ricardo, las cosas en la vida pueden ser muy adversas, raras, contrarias a lo que nosotros pensamos o queremos. A veces, no no salimos con la nuestra. Nunca pienses que todo se va acomodar en su lugar y que todo se va arreglar. Esos son mitos, creaciones humanas inventadas por nosotros mismos con la idea de satisfacer nuestros propios deseos y llenar esa rara necesidad que tenemos de pelear los unos con los otros. Aquella noche, la Choles llegó con un carácter mal alterado. Es posible que haya bebido, pero en fin… Todos le conocíamos esa maña, por regla general cuando tomaba se ponía muy de malas, pero en esa ocasión, su enojo era demasiado. Total, para no hacer el cuento largo, cuando llegó el Benavidito con sus niñerías como siempre lo hacía, ésto, hizo que la Choles explotara, dejando brotar el peor coraje que yo le he visto. Simplemente tomó una pluma, y se le lanzó sobre Benavidito descargando todo ese odio que por algún motivo traía por dentro. Todos quedamos paralizados. Sin saber qué hacer. Recuerden, la Choles tenía 14 años. Sus padres fallecieron cuando ella tenía una corta edad. Quedó en el cuidado de su abuelo, y ya ves cómo era el viejo con la chamaca. La adoraba el hombre, y la Choles también lo quería mucho. Pues aquella noche, no descansó hasta que no vio todo el oxígeno fuera del Benavidito. Y no estoy diciendo de que se fue al hospital con el niño, porque para cuando finalmente ya estaban en el lugar y habían analizado todo, simplemente le dijeron a Julio qué decir, a Ricardo, tenga cuidado señor, y a la Choles, ya ni la chingas. Pues la Choles no descansó hasta que un total silencio fue lo que hubo entre el Benavidito y todos los que estábamos ahí. Fue como un asesinato en grupo, pero no material, más bien todos fuimos testigos de lo sucedido. Y le metimos a Julio la mentira de que fue el Benavidito el culpable… Que había llegado de pronto y que fue él mismo quien comenzó a herirse con esa pluma. De acuerdo con los presentes, nadie pudo detener al muchacho de ya más de 18 años de edad, con problemas mentales también. Pues querían llevárselo a un manicomio, a una clínica de enfermos, por no decir de locos, pero ya era demasiado tarde, la Choles ya se había encargado de todo. —¿Pero luego qué pasó? La policía, los agentes que vinieron a investigar, ¿qué pasó Don Paco? Nadie dijo nada. Todo parecerse convertirse en un letargo que invadió cada esquina de la fábrica y al final de cuentas todo permaneció pegado en contra de la pared, pero pegado no en voces, sino en cuerdas de sangre que nunca sangraron y permanecerán hasta el día en que se decida que la verdad salga de dónde esté enterrada. —¡Pues no la estás viendo en tus narices! Ricardo se alteró bastante. —La otra solución es ir y hablar con las autoridades correspondientes al caso, permitir que el mismo proceso de ley nos guie. —¡Ah Ricardo! Ahí vas otra vez… —Es que la Choles sigue ahí. Como si nada hubiera pasado. Eso no está bien. Don Paco suelta una contagiosa carcajada y pretende estar boxeando con alguien. —Escúchame bien por favor Ricardo. Si hablamos, nos estamos poniendo en contra de la fabrica y de los intereses de los mismos trabajadores. —¿Pero? ¿Cómo? —Tú ya has visto lo que los abogados pueden hacer. Pero los trabajadores, estamos hablando de sus familias, del sostén diario. Eso no lo podemos destruir. Es mejor dejar las cosas como están. La Choles está creciendo, ya tiene 16 años, y ya han hablado de ponerla en un lugar especial, de psiquiatría, ¿Ya sabes no? No es que sea tonta la niña, es muy… muy… manipuladora, y la verdad cada vez que llega, nos hace que a todos nos dé un miedo. Aunque a todos nos gusta verla, con esa actitud de prepotencia, bañadita y maquillada simplemente con la idea de que ella es la reina de todo el lugar. Y Ricardo… yo también volteo cuando la chamaca nos quiere enseñar. Soy hombre. Aunque creo que lo puedes imaginar después de haber sido testigo de lo que pasó. —¿Qué pasó Don Paco? —La Choles mató al Benavidito, todos estuvimos presentes. No te hagas. Tomó esa pluma y no dejó de encajarla en el cuerpo de Benavidito. A la hora de la hora, todos permanecimos detrás de esa arma que poseen las hembras y puede destruir muchas cosas: el silencio. Es mejor callar hasta que se descubra algo. Es mejor saber esperar el poder del silencio. --Ayer vino el inspector principal, el que está encargado del caso de Benavidito. —Desearía saber cuál fue el motivo. ¿Alguien le ha preguntado? Don Paco se alejó de la escena. Tomó su lonchera, y salió del lugar… Hoy en día ya no es tan sencillo como antes. Si tú tenías el poder, hacías lo que se te daba la gana. Y el abuso siempre ha sido de ambos géneros, es verdad que los varones somos más culpables que las hembras, pero éstas, no se han quedado atrás, al contrario, pueden ser más crueles que nosotros… —Nunca sabré si la historia es verdadera o no. Pero es la fábrica de mi abuelo, al menos es lo que siempre me han dicho a oscuras, cuando todo ya está cerrado, y yo… yo puedo hacer lo que se me dé la regalada gana. Me llamo Patricia, pero de chica me decía las Choles, porque según ellos me gustaba enseñarle mis calzones a mi abuelo. Están locos, pero mi abuelo es tan lindo, él y yo tenemos una relación a todo dar, si le enseñé o no mis prendas privadas, no me importa, fue un juego inocente, y nada más. Sí… este es el cuento de la Choles y el señor Benavidez. Todo mundo se sigue preguntando: ¿Qué pasó Don Paco? Y todos siguen hundidos en el silencio. © David Alberto Muñoz
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100 botellas
Un cuento Por David Alberto Muñoz Mi tío Lencho, hermano de mi papá, había fallecido la noche anterior, antes de que César, mi primo hermano, saliera para su viaje de mochila a Europa. Me acuerdo que hasta se enojó. ¿Qué culpa tiene mi tío, César? Le dijimos todos, la gente no se muere a propósito, aunque en la familia ya estaba bien sabida la historia de mi prima Ximena, quién según las malas lenguas se suicidó un santo día de la virgencita de Guadalupe, porque ella se llamaba precisamente Ximena Guadalupe, y fue una verdadera vergüenza para toda la familia, así dijeron mis padres, porque el suicidio es pecado delante Dios, de acuerdo con la Biblia. Yo alguna vez leí que el rey Saúl, se había suicidado. ¿Eso quiere decir que el pobre no alcanzó cielo? Total, nos llegó la mentada llamada por medio de mi hermano Octavio Augusto; no sé por qué mi madre se entercó en ponerle así. Ya después me di cuenta que ese era el nombre de un tal general romano; a todos nos caía gordo en la casa, porque yo me llamo Paco Francisco, y sí, ya sé, que a los Francisco les dicen Paco, pero así me pusieron a mí qué quieren que haga. Mi hermana se llama María del Rosario Almudena, Almudena es la virgen patrona de Madrid, y pues María del Rosario significa la guirnalda de rosas escogida por Dios. Creo que mis papás fueron medio melodramáticos al ponerle el nombre a mi hermana. Y a mi hermanito, le pusieron Felipe, que porque dizque mi abuelo fue el abogado defensor de Felipe Ángeles, el general de la revolución. En fin, lo que quiero decir es que el mentado Octavio Augusto siempre nos sonó a todos muy prepotente. Y pues ni modo, era el más grande de todos los hermanos. Pero bueno, fue él quien nos dio la noticia del fallecimiento de mi tío Lencho. A Lencho todo mundo lo quería. Era muy bueno, nunca se casó, pero todos los hijos en la familia éramos como sus hijos. Siempre cuidó de mis abuelos hasta que ellos murieron. Trabajó toda su vida en un taller de llantas, y ya que se jubiló, no sé cómo le hizo, pero tenía siempre buena feria, y a todos, la mera verdad a todos, nos ayudaba y nos daba nuestros buenos regalos. Sobre todo a mí, me ayudó a pagar la escuela, a comprar mi primer carro, y hasta cooperó para mi boda con Rosita, la hija de Don Fernando, el gachupín, dueño de la tiendita en la colonia. A todos nos pudo mucho la muerte de mi tío. Cuando alguien se te muere, te das cuenta del cariño que dejó. Porque todo mundo habla bien de ti, y es más, se siente el dolor cuando das la noticia, a fe que cuando muere alguien que es mala onda, todo mundo nada más dice para quedar bien: —¡Qué Dios lo tenga en su santa gloria! Como al Herbet Mañas, me cae que así se llamaba el dueño de una vecindad en la colonia. Todos le decían el Mañoso. Y según él, su nombre propio significaba “ilustre guerrero”. ¡Ilustre mañoso! Le contestaban todos. Eran bien codo, bien canijo, y a todos nos daba lata, porque nos prestaba dinero, pero con un chingo de interés, y algunos miembros de mi familia, vivían en su pinche vecindad, y pues cuando se murió, en lugar de llorar, a todos, nos dio un chingo de gusto. ¿No sé por qué cuando alguien se muere se vuelve todo un santo? Ese era un verdadero cabrón. Y me puede usted citar si así lo desea. Pero bueno, regresando a la historia de mi tío Lencho. Después del velorio, que estuvo bien chido. Mi papá nos pidió a mis hermanos y a mí, que limpiáramos el cuarto de mi tío. Que todo lo que quisiéramos guardar, lo guardáramos nosotros, porque a él, eso le hubiera gustado. Y todo lo que no sirviera o simplemente no quisiéramos, pues que de plano lo tiráramos a la basura. Y ahí andábamos mis hermanos y yo. —Yo quiero las corbatas de mi tío—decía mi hermanito Felipe. —Yo como mujer, me corresponde sus joyas, aunque no sean de hembra. Él me dijo que las podía vender y comprar lo que quisiera—expresaba mi hermana María del Rosario Almudena. Mi mentado hermano mayor, el tal Cesar Augusto, no quiso nada. Nada más nos dijo: —¡Apúrense por favor! Tiren todo si no lo quieren. Y el Paco Francisco, según él, se estaba quedando con todos los libros del tío Lencho, que en realidad eran una colección del Playboy a toda madre. Pues buscando en el closet de mi tío fue cómo descubrimos el secreto de Eleonor. —No te entiendo. ¿Quién es Eleonor? ¿Puedes explicar bien? Verá usted, Eleonor era una mujer que venía todos los días a estar con mi tío Lencho. En buena onda, nada malo, se sentaban a platicar, a veces jugaban canasta, ajedrez, yo qué sé. La señora se iba ya tarde, y en ciertas ocasiones, amanecía dormida en el sillón que mi tío tenía en su cuarto. No le voy a mentir que la gente y la familia empezó a hablar, a decir cosas ya ve como somos los humanos. —A mí se me hace que el mentado Lencho anda ya con sus cosas dentro de la Eleonor. —No ¿cómo crees? Lo que pasa es que son buenos amigos. ¿a poco tú no tienes amigos? —Yo he llegado a oler alcohol en el cuarto del tío Lencho. —Pero Lencho no toma. Nunca ha tomado. —Pues tampoco Eleonor, ella siempre ha sido una buena mujer. —A mí se me hace que los dos son un par de pecadores. —¡Ya cállense todos con sus chismes! ¡Sean o no sean, eso es asunto de ellos y no de ustedes!—sentenció un día mi madre. Pues como le decía, aquella mañana que limpiábamos el cuarto de mi tío Lencho, descubrimos en su closet como 100 botellas de tequila. Todas estaban vacías. Sacábamos una y al rato aparecía otra, eran un chingo, como cien, o más de cien, no sé la verdad... Pero de pronto nos dio miedo. —¿Miedo de qué? No estoy seguro, en mi casa siempre se ha tomado, pero todo controlado, de verdad, no crea que todo ha sido puro desmadre, cuando a alguien se le han pasado las copas, nada más le dicen, ten cuidado, porque aquí no somos de esos. ¿Pero cien botellas de tequila? Era demasiado. Nos sentimos agobiados, culpables de algo que ni siquiera habíamos hecho nosotros. De pronto Felipe encuentra una carta. Estaba dirigida a toda la familia, la familia Peralta Carbajal, así nos apellidamos. Estaba escrita con letra y puño de mi tío Lencho. Se la llevamos a mi papá sin abrirla. Teníamos miedo, no sé de qué. Él, mi papá, la leyó, y después con rostro de sacerdote le hizo lectura una tarde de domingo cuando toda la familia se juntaba a comer junta. Querida familia: Si están leyendo esta carta, es que ya estoy enterrado seis metros bajo tierra. Y también, creo que ya han de haber encontrado las cien botellas de tequila que estaban en el closet de mi cuarto. Creo que se merecen una explicación. Eleonor, mujer a quién creo todos conocen. Me acompañó en mis últimos momentos ya de viejo. Cuando todos ustedes andaban de arriba para abajo, y no se daban cuenta, de que cuando los seres humanos envejecemos, nos vamos descomponiendo lentamente. La rapidez que teníamos en la juventud desaparece. En ocasiones, como le pasó a Eleonor, nos da una enfermedad, dónde nos olvidamos de todo, y no sabemos ni siquiera quienes somos. Y si tenemos la suerte de mantener nuestra cabeza en su lugar, el dolor más grande no es el dolor del cuerpo, de los huesos o de los músculos que se van desgastando. Es más que nada, el dolor del corazón de ya no ser, lo que éramos antes. Cuando Eleonor y yo nos dimos cuenta de esto. Fue cuando empezamos a beber. No fue de un día para otro, fue poco a poco. Cuando encontrábamos en aquellos tragos de tequila, cierto consuelo. Consuelo que compartíamos el uno con el otro. Porque ya los hijos no tienen tiempo de platicar con uno. Los nietos de vez en cuando jugaban con nosotros, pero cada uno de ustedes eventualmente tenía que irse, y Eleonor y yo nos quedábamos solos. Sin tener a nadie más que aquellas botellas de tequila que ella compraba en la tienda de Don Fernando, quién nos guardó el secreto hasta este momento en el que ustedes están leyendo estas líneas. Eleonor perdió el recuerdo, y lo único que me unió a ella, en mis últimos días, fueron esas cien botellas de tequila. Y sí, quizás abusamos del licor, pero no juzguen, por favor, no nos juzguen a Eleonor y a mí. Porque como dice el dicho, nunca digas, de esta agua no beberé. Por cierto, nunca hubo nada entre nosotros, más que esa intimidad que produce los momentos de soledad en medio de la vejez. Eso es lo que deseaba decirles a todos. No sé si Eleonor esté viva todavía, tal vez no, pero si lo está, les pido su comprensión, algún día, espero, todos ustedes llegarán a viejos, y quizás también necesiten la compañía de esas mentadas 100 botellas. Siempre los quise mucho a todos. El tío Lencho Todos quedamos completamente callados. Mi padre ordenó que lleváramos todas las botellas al panteón. Eleonor murió tres días después de mi tío Lencho. No sé dónde la habían enterrado. Pero llevaron su cuerpo y lo sepultaron junto al de mi tío. Y todas aquellas botellas, las pusieron a su alrededor, de ambos. Y pusieron una placa que decía: AQUÍ DESCANSA LENCHO PERALTA CARBAJAL Y ELEONOR JUNTO A 100 BOTELLAS QUE LOS UNIÓ ETERNAMENTE. Fue cuando descubrimos que nadie sabía nada de Eleonor, ni su apellido, ni de dónde venía, o vivía, o nada. Simplemente apareció de la nada, para hacerle compañía a mi tío en sus últimos días. Esta historia de mi tío y Eleonor, todos la sabemos, y todos la repetimos en nuestras familias. Es la historia, de las mentadas 100 botellas de tequila. © David Alberto Muñoz Realidades, vidrios, espejos, reflejos e imaginaciones
Un cuento por David Alberto Muñoz —Nunca pensé en esto…la mera verdad, después de todo, ya estaba arreglado cada detalle. Los humanos podemos ser tan raros. —Si se nos salen del currículo, van a ver jijos de la chiquita, si no, también van a ver, no hay que ser tan buenos ni tan obedientes… ni tan pendejos con un carambas. —A veces ni currículo traemos. —¿No piensas que es mejor que hablemos? Con calma, total, como dice la canción. Es mejor ponernos de acuerdo, si no, nos va a llevar la chingada. Todos deseaban atender aquella loca propuesta de reconciliación. Mateo, los miraba con cierto coraje, a todos, Felipe, Emma sobre todo, no se calló para nada. Al contrario, entre más pasaba el tiempo, más hablaba la mujer. —Esto es precisamente por lo que yo no deseaba tener negocios con los amigos. Luego vienen los pleitos, los problemas. Se los digo. Cuando menos lo pensemos nuestra amistad se va a ir para el mismito infierno. —Pero óyeme, no exageres; quiero que sepas que dicen por ahí: “El perezoso trabaja doble”. Cuando se hace algo a la carrera, no vemos en la obligación de volver hacerlo otra vez. Además, acuérdate, trabajando ya bien tarde por la noche, hasta temprano en la mañana, cambiando puntos de vista, sólo por cambiar, no deberíamos de ser así. Emma se puso de pie bastante molesta. Ya tenía más de varios meses intentando cerrar el negocio, que no era la gran cosa, pero sí se podría hacer algo para que aquel grupo de amigos ganaran algo más de dinero; cada uno de ellos, ya entrando en sus 40 años, no podían evitar el cegarse a ellos mismos simplemente al estar el uno frente al otro, las mismas palabras se repetían una y otra vez mientras que no podían evitar el dejar de ser unos simples mancebos con sentimientos de enajenación, locura, una rara demencia que vive dentro de todos los humanos, pero que la mayoría sabe controlar sin ningún problema. Pero en el caso de Felipe, Emma, Mateo y el caso de la susodicha aparecida, que digo aparecida, resucitada, brotada de la misma fosa donde se suponía un muerto descansaba, pero nadie conocido estaba presente. —¿Mateo?—hablaba la extraña mujer con bastante seguridad. —¿Qué quieres? ¿Cómo dices que te llamas?—Mateo se dirigía a la cuarta participante de aquel algo grotesco tramo de lo absurdo que puede ser el teatro humano. En ocasiones nada tiene sentido. Absolutamente nada, aunque tengamos conciencia de nuestro pensamiento. —A veces nada tiene sentido. Nos movemos por instinto simplemente. Desearíamos encontrar cuáles son cada una de las reglas de manera que de esa forma podríamos participar con más libertad, aunque básicamente, las reglas ya se definieron hace buen rato. —Pues yo me llamo Magdalena, y creo que es mejor resolver todo lo que nos abrume. Debemos de tratar de ser dadivosos, buena onda, a veces me pregunto, por qué los humanos somos así, sin ninguna marca de humanidad. —Pues a veces pienso que es nuestra propia ineficiencia. —¡Porque somos una bola de pendejos! Y dicho con el debido respeto. Desconocemos nuestras mismas bases, nuestros propios caminos, algunos ya negros, otros rojos, algunos incluso grises, que somos amigos ya de hace muchos años, y en ocasiones no sabemos cómo hacerle, o qué hacer. ¿Sí me explico? Todos voltearon a mirarse con mucha precaución. —¿Qué vamos hacer pues?—Dijo Mateo. —Lo mismo que hemos hecho hasta este momento. Pretender, sin dejar la oportunidad de que, de alguna manera, las cosas de verdad cambien… bueno… las cosas nunca cambian entre lo seres humanos. Todo parece ser un absurdo, una locura en medio de un vidrio que muestra cómo nos gustaría a nosotros que la vida fuera… sin ninguna cadena que nos amarre. ¿Qué vamos a hacer? Lo que hasta este momento hemos hecho. Pretender cosas buenas, que todo lo que nos viene es para mejorar, no hagamos invenciones negativas, creo que podríamos vivir mejor el tiempo y no dejar que nuestra mente nos domine. —Nunca había pensado en esto… total, al menos, se respira mejor… Realidades, vidrios, espejos, reflejos e imaginaciones, he aquí la realidad de todos. Nosotros mismos la creamos, la sacrificamos, volteamos su reflejo para verlo nuevamente sobre una base que en ocasiones puede ser simplemente un reflejo a lo que fue. Así es la realidad… se esfuma de tus manos de la noche a la mañana. © David Alberto Muñoz Rutina
Un relato Por David Alberto Muñoz Todos los días se levantaba a las 5 de la mañana para ir a hacer ejercicio en un parque que estaba cerca de su casa. Le gustaba correr por lo menos 3 millas diarias. En ciertas ocasiones, cuando se sentía inspirado, lograba correr hasta 5 millas. Tenía la precaución de estirar su cuerpo cuidadosamente antes de correr, y además, vigilaba su postura con sumo cuidado. Una vez que regresaba a su casa, se bañaba y se preparaba para su día de trabajo. Era manager en una tienda de computadoras. Supervisaba a cuatro empleados. Todos en la tienda, procuraban tener los últimos productos técnicos de la cultura del nuevo siglo, ya que la tecnología viajaba a 100 millas por hora, y si no lograban deshacerse de la mercancía, podían perder dinero. Todas las mañanas, Robert Pérez, nacido en tierras del tío Sam, desayunaba con su esposa de 34 años de edad, mujer estadounidense, de costumbres distintas a las de su familia. --If you want breakfast, you will have to take what I am giving you. I work you know; I don’t have time to cook for you, your…how do you call it? Oh yes, your chelaqueles. OK? Era una güerita, súper rubia, de ojos azules, con algunas pecas en el rostro, además de poseer un hermoso cuerpo que lo había cautivado hace ya algunos años. Sus amigos le hacían burla. —¡Tu mamá no te daba Corn flakes de breakfast Robert! Your Mom, was como mi amá, she used to cook chilaquiles, y memelas, because she was from Puebla. You have been there ese. Pero tu mujer…She doesn’t even know what is a tortilla ese. Robert, quién se cambió el nombre de Roberto a Robert nada más entro en la Jr. High, solamente movía la cabeza como diciendo: “Así son las cosas”. --It is what it is. Salían ambos de su casa hacia sus trabajos. Todos los días peleaban en contra del maldito tráfico de cualquier ciudad urbana capitalina dentro de la nación rojo azul. Carros que van muy aprisa. Individuos a quienes parecen los van matando. Insultos de gente que ni siquiera conocían. Policías metidos en carros civiles, con la única intención de agarrar a los choferes miembros del volante rápido y darles un ticket. Se tardaba en ocasiones hasta una hora y cuarenta minutos de viaje, cuestión que era normal para una ciudad como Los Ángeles, que es donde vivían Robert Pérez y su esposa, Jennifer Jones, quién no usaba el apellido de su esposo por obvias razones. --In America, we do things our way. El señor Pérez pasaba todo su día en su lugar de trabajo que se llamaba: COMPUSTORE Sales & Service. Por la tarde, recogía a Jennifer que era secretaria ejecutiva de un alto funcionario de WALMART, y de quién Robert sospechaba haber intentado sobrepasarse con su mujer. Pero al preguntarle a la susodicha, ella simplemente sonrió diciendo: --Don’t be stupid! Have you ever try to flirt with a woman? Llegaban a su casa y si no compraban algo para comer Jennifer sacaba T.V. dinners y las ponía en el Microwave, sin poder faltar nunca, una botella de vino tinto que a ambos les encantaba. Si era fin de semana, hacían el amor una o dos veces dependiendo de su ánimo. Ya no se decían nada, simplemente se quitaban la ropa y hacían el acto como si estuvieran haciendo ejercicio o cocinando algo para comer. Generalmente pasaban la noche viendo televisión mientras se entretenían mucho más con sus teléfonos celulares; cada cual ya tenía sus amantes virtuales, y se observaban directamente a los ojos, con miradas de niños traviesos haciendo diabluras. Al día siguiente continuaban con su misma rutina… Un día… Descubre que él y Jennifer se mueven simplemente como robots sin sentido alguno. Parece ya no haber nada dentro de sus almas. Existen simplemente como dos troncos con extremidades y una cabeza que ya no dirige absolutamente nada. Viven como átomos construidos al azar para llenar un universo perdido dónde el ser humano se encuentra intentando ser, y darle significado a su existencia. Hay quienes dicen haber encontrado la verdadera felicidad, en el trabajo, en la familia, en la iglesia, en la lógica, en el vicio, en la política, en los ideales, en el placer, en los amantes, qué sé yo…en la mierda misma que brota de nuestro cuerpo. En esos precisos momentos, Robert deseó poder huir, correr de su rutina diaria, escapar de esa esa pinche sensación de estar repitiendo las mismas acciones una y otra vez…sin saber si realmente existe un final, un hasta aquí…anheló evadir todos esos movimientos que no provocan pensamiento, esas acciones hechas incluso sin saber por qué, arrebatos que no razonan, pero ni siquiera sienten. Se dio cuenta que no le gustaba pensar…porque pensando se percataba de cómo eran las cosas verdaderamente. Él estaba sólo, incluso su mujer, también estaba sola, todos los seres humanos estamos solos, metidos en una rutina que no nos permite deliberar, porque el pensar es peligroso, puedo llegar a darme cuenta de cosas que tal vez será mejor mantenerlas en silencio, en el anonimato, detrás de aquel muro inexplicable de la locura humana. Robert y Jennifer eran una psicosis, un anudamiento de emociones que ni nosotros mismos comprendemos. Y muchas veces pretendemos haber encontrado eso que buscábamos. Somos furor, manía, delirio, rabia, frenesí, alienación, estamos privados del juicio de la razón, y la razón se nos da, cuando descubrimos que la locura que más se lamenta, es aquella de no haber hecho, de no haber tomado aquella loca oportunidad porque era una total demencia. Al día siguiente, Robert y Jennifer se levantaron al igual que todos los días. Y simplemente continuaron con su rutina. —Esto es para volverse loco… Así se vivía a principios del siglo XXI. © David Alberto Muñoz Recuerdos de un niño
Un relato Por David Alberto Muñoz Estaría yo en tercero o cuarto año de primaria. Asistía a una escuela privada. Mis padres tuvieron la bendición de poder darnos una buena educación. Me acuerdo del uniforme, pantalón gris, camisa blanca y suéter color azul marino, con el escudo de la escuela puesto del lado izquierdo. Las niñas iban igual, solamente que traían falda, eso sí, decían los administradores de la escuela, tiene que estar a dos centímetros sobre la rodilla, cuando mucho. Bien me acuerdo que ocasiones, les medían a las niñas y a las jovencitas de secundaria para asegurarse de que sus faldas eran moralmente apropiadas. Era la época de la minifalda, a todos nosotros nos gustaba ver, y a las muchachas les gustaba ponerse falditas cortas, fue parte de mi generación. Pero en la escuela había que tener cuidado. Todos eran muy moralistas. Había maestras que también llegaban enseñando pierna, pues ya te has de imaginar el escándalo que hacíamos los chamacos. Había unos que eran bien groseros, y ya, a sabiendas de todo, lo juro por mi madre, no sé cómo, pero a corta edad ya hasta te hablaban de posiciones y no sé de qué más. Andaban diciéndote pendejada y media, y pues como uno era medio inocentón, nada más te reías pretendiendo entender el harta de tonteras que nos decían. La escuela era de tres pisos, tenía en la parte baja precisamente en la entrada principal al edificio, un salón de reuniones. Era como un pequeño teatro, con escenario, telón, y bancas al estilo de los cines. Ahí nos reuníamos cuando teníamos asambleas, que, para presentar un tema especial, que, para hablar de los problemas de la escuela a nivel estudiantil, que, para la chingada madre, dicho siempre con el debido respeto. Recuerdo que a mí y a mis amigos nos gustaba cerrar las cortinas del lugar, de manera que el cuarto entero, se ponía muy oscuro, a veces nos enseñaban películas, y una vez que la oscuridad reinaba el local, jugamos una especie de escondidas, metidos tras las bancas, corriendo por todos lados. Ese día, del que te estoy contando, mi amigo Miguel y yo, íbamos a nuestro salón de clases. No sé exactamente que pasaba en la escuela, pero en ocasiones no teníamos clases, nos dejaban salir a jugar al patio y de pronto regresábamos al interior, subíamos a la azotea, andábamos de chamacos latosos buscando en que lío meternos. Pasamos por enfrente de las oficinas de la directora, una señora muy hecha a la antigua, elegante, pero con una moralidad que hoy en día todo mundo se reiría, porque al menos ella trataba de ser lo más moralista posible. Ya después supe, que al final de su vida se trastornó, porque nunca se casó, o más bien nunca tuvo varón, le vino algo raro, y los chismes dicen que casi se volvió loca si no es que así fue. Pobre mujer, en aquella época sería una hembra de unos 40 años de edad, imagino solamente lo que le pudo haber pasado. Era una mujer guapa, con mucho porte, pero llegué a escuchar a maestros decir que era muy apretada y bien sangrona, que no quería salir con nadie porque nadie le llegaba a su medida, ni a sus expectativas morales. Total, Miguel y yo dimos la vuelta hasta el fondo del pasillo dónde estaba nuestro salón de clases. Entramos, y vimos al fondo, sentado en una de las sillas o mesitas que había en esa época a Ricardo, un niño medio fifí, dirían hoy en día, con ojos de color azul, y piel blanca. Eran pocos los morenos como yo y Miguel en aquella escuela, no todo mundo podía pagar la colegiatura, a mi padre le dieron beca por ser hijo de un político de abolengo. Todas estas cosas en aquel tiempo no las sabía. Pues Ricardo se nos queda viendo con ojos de asustado. De pronto nos dimos cuenta de que estaba llorando. —¿Qué pasó Ricardo? ¿Por qué lloras?—le preguntó Miguel. La criatura de escasos 8 o 9 años de edad, no lograba expresar palabra alguna. De pronto, empezó a darme un olor feo, al principio no sabía exactamente qué era, pero poco a poco descubrimos Miguel y yo, que olía a mierda, a caca. Ricardo, finalmente habló con llanto compungido. —La maestra Sara no me dejo ir al baño. Le dije que tenía que ir, pero no me dejó. Miguel y yo volteamos a vernos sorprendidos, para casi de inmediato sonreír a todo lo ancho de nuestros labios, e intentando ocultar la burla, que sin querer queriendo le hicimos al pobre de Ricardo. —¿Te acuerdas… del chiste… que te había dicho Miguel? —Sí… muy chistoso… Ricardo simplemente suspiró y nos vio con ojos de misericordia. —Ojalá a ustedes, nunca les pase esto—sentenció con voz de madurez. Volteó su cuerpo hacia la ventana del salón de clases, y nos ignoró completamente. Miguel y yo salimos casi corriendo para soltar unas buenas carcajadas en el pasillo y correr al patio a contarles a todos lo que le había pasado al pobre de Ricardo. Ahora que lo pienso con más cuidado, lo veo todo tan distinto. Pinche maestra Sara, ¿por qué no dejó que el niño fuera al baño? ¿Qué mal pudo haber cometido aquella criatura para darle ese castigo tan humillante? Recordé años después, al perpetuar este incidente que permaneció en mi memoria, que todos somos simplemente seres humanos, seamos fifí o no, seamos de piel blanca o morena, nuestra humanidad se refleja en ese acto que todos tenemos que realizar durante un día normal de la vida: defecar. No sé qué habrá pasado con Ricardo, dónde estará, o si él recuerda este penoso incidente, de lo que sí estoy seguro, es que al menos a mí, me mostró, que en ciertas ocasiones es bueno pensar en los demás. © David Alberto Muñoz Sala de operaciones, 166B
Un cuento por David Alberto Muñoz —Este cuate se va a morir. —Y eso a ti qué te importa. Mira nada más, está totalmente drogado. No sabe quién es ni dónde está. Siempre ha sido un parrandero, un borracho, un vicioso. Nada más metiéndose alcohol, drogas y, demás, date cuenta. Todo mundo lo conoce, así es él. —Ese no es nuestro propósito aquí. Debemos ayudarle, ¿a poco tú nunca has estado en su situación? —La verdad no. No me compares con él. Él ni siquiera merece que le hagamos caso. Está pagando por lo que hizo en su vida, eso es todo. Alberto no es como nosotros. —¿Oye? —¿Qué viste? —Yo vi un piso de madera. Las imágenes eran medio borrosas. Eran cuerpos que se movían, pero no de una forma normal. Al contrario, todo era como un viaje de drogas, ya conoces al mentado Alberto. Era como un bar donde salían figuras dantescas atrapadas en su mente, o quizás, en su imaginación. Se deslizaban con mucha facilidad. Él cerraba sus ojos y esas iconografías parecían acariciarlo, lo tocaban de una forma especial, como si desearan llevárselo. Por eso digo, hay que ayudar a deshacerse de él ¿no crees? Lo digo en buena onda. —Yo también las vi, pero lo que miraba tenía más claridad. Fueron imágenes de su familia. Su padre, su madre, su hermano, esos que ya se fueron. Se movían alrededor de él, mientras aparecía su propia imagen y sangre caía sobre su rostro. Él simplemente volteaba y las miraba con ojos de sorpresa. Era como un túnel al cual todos vamos a llegar. De algo sí podemos estar seguros, todos vamos a morir. Nos guste o no. —Mira, la herida está sangrando. Ven, ayúdame a detenerla. —Por el amor de Dios, ¿estás loco? Ya te está llevando la chingada. Más bien a es a él a quien se lo está llevando la chingada. No es un mal hombre, pero óyeme, merece estar aquí. Nunca se cuidó. Jamás de los jamases le importó su salud, su vida con un carambas. Creo que es mejor dejarlo así. ¿No crees? —¡Tú qué sabes! Tú deberías de cumplir con la labor que se nos dio, y punto. Siempre andas juzgando a los demás. Es todo lo que haces. No puedes ser positivo. Todo lo miras con negatividad. Ve lo bueno de la gente, no lo malo. —Obsérvalo un poco nada más. No puede respirar, está totalmente fuera de la realidad, está drogado, con un carambas. Te apuesto a que toda su vida se le aparece en unos segundos. Percibe su propia presencia, trata de sentirla, entenderla, no digo que podamos saber que hay en la mente humana, mucho más, que existe en el más allá, pero sí podemos ver cuando están en necesidad, es nuestro deber ayudarlo, Alberto, todavía está aquí. De pronto, el piso se vuelve como de color azul claro, esos mosaicos que a veces tiene la gente en su casa. Todos los personajes se mueven, vuelan, viajan entre la imaginación y la vida de Alberto. Todo se confunde. En aquella esquina, hay muchos tubos, de esos que se usan en un hospital. Siempre me pregunté, para que eran esas salidas detrás de una cama de hospital. Son para ejercitar su estado respiratorio. Ahora ya sé eso, antes no lo sabía. Vi que sangre era derramada sobre aquellos conductos, al poco rato apareció el rostro de Alberto, y la sangre caí a chorros sobre su cara; al principio era poca, pero al fin de cuentas, la sangre se derrama. Que no fue Clarice Lispector quien dijo: —Ahí estaba el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y allí estaba la mujer, de pie, el más ininteligible de los seres vivos. El día que el ser humano se hizo una pregunta sobre sí mismo, entonces se convirtió en el más ininteligible de los seres por donde circulaba sangre, ella y el mar. Sólo podría haber un encuentro de sus misterios si uno se entregará al otro: la entrega de dos mundos desconocidos hecha con la confianza de que se entregarían dos comprensiones.” —Eso a mí no me importa. —Estoy hablando de dos maneras completamente diferentes de pensar, de ser, distintas en muchas cosas, quizás en todo. Pero la sangre, la sangre sólo se derrama antes de la muerte. —¡No manches! ¿A quién le importa si él puede respirar o no? La vida es tan relativa, te puedes ir en cualquier momento, no importa tu edad. Como la hija de Kobe Bryan, si él murió joven, ¿qué me dices de la chamaca, tenía 13 años? Nos podemos ir en cualquier momento. En cualquier instante. Nos aferramos tanto a estar vivos, creo que es la única fuerza que permanece, la única realidad, es el estar vivo, el vivir, la vida, no conocemos nada más. —Pues así es la vida, rara, caprichosa, absurda, difícil. Cada uno de nosotros pasamos por ella simplemente, eso es todo, se nos prestan unos cuantos años y me gusta pensar que algunos la vivimos. A veces nos creemos dioses y jugamos con nuestras propias situaciones. No podemos entender realmente nuestras acciones. Vivimos unos gobernados por la razón, todo tiene que ser lógico, y otros, viven por los sentimientos, sólo desean sentirse bien, y hay algunos, que viven sin motivos, sin propósito, sin tratar de entender esta compleja experiencia humana. —¡Agárralo bien! Que cierre bien la herida. —Ayuda pues… —Deberíamos ayudar a matarlo. —No seas tonto. ¿Qué te ha hecho? Tampoco, no seas gacho carnal. Podemos ayudarlo. Mira, el doctor ya esta cerrando la herida. Por eso nos trajeron aquí, para que ayudemos a Alberto. ¿Entiendes? —Está bien. Lo voy ayudar. No porque me caiga bien, sino porque deseo ser un profesional. Terminar mi labor e irnos. No sé qué va a pasar con nosotros. Tal vez, simplemente nos tirarán a la basura ya que no sirvamos. La gente puede ser muy mala. —Tú cumple con tú labor, yo haré lo mismo, ya veremos qué pasa después. Eran dos grapas hablando una con la otra. Éstas, estaban cerrando la herida de Alberto Maldonado, él, estaba siendo operado porque se le descubrió cáncer en su cuerpo. La sala de operaciones era el cuarto 166B. La operación duró 13 horas. Y él, continuaba vivo… © David Alberto Muñoz Hibridad
Un cuento de a de veras por David Alberto Muñoz —Lo que debería de hacer esta nación, es regresar a toda esa bola de wetbacks que se metieron de ilegales al país. —Pero Tom, eso a mí se me hace que no es muy ético, no es muy moral que digamos. Además, piénsalo un poquito. ¿Quién trabaja la tierra? ¿Quién pizca los tomates y la lechuga? ¿Quiénes trabajan de meseros en los restaurantes o de conserjes en los hoteles y oficinas? —¿De qué? —¡De Janitors! —Pues mira José María, eso de moral, a mí me suena como que un ministro o un rabino me lo está diciendo. —¿Y qué quieres que haga? ¿No es esa la verdad? Estoy hablando en serio. —¿Y yo no? I’m serious man! No podemos seguir absorbiendo a medio mundo. Mira nada más cuánta gente está no sólo enfrente del Home Depot, sino en la frontera queriendo entrar al país. —Toda esa gente nada más está buscando refugio, trabajo, un lugar donde vivir en paz, y eso tú lo sabes. A veces, no nos ponemos en los zapatos de las demás personas. Imagínate nada más, tu familia y tú, están siendo amenazados por gangas, paramilitares, que ya ni sabes a quién representan, puede ser el mismo gobierno. Te llegan amenazas de muerte, que te van a matar frente a tu familia, que van a violar a tu esposa y a tu hija, y te van a ser testigo ocular del acto. Eso no está bien Tom. Y luego, llegan acá, y ¿qué pasa? Muchas veces se los llevan a trabajar, y no les pagan. En ocasiones esas mismas personas que los contrataron supuestamente, le hablan a inmigración para que se los lleve. Además, ¿nunca has visto a esos tipos que se paran en las esquinas con un letrero pidiendo limosna? Lo que dieran unos indocumentados por los papeles de esos cuates. ¡Hay que ser justos! — How would you feel if I just come into your backyard, and decide that it is going to be my new home? Dime José María… ¿No te gustaría verdad? —¿Y qué vamos hacer? ¿Deportar a más de doce millones de personas? —No, eso nunca va a pasar. I don’t think so. Pero tampoco podemos darles amnistía nada más, así como así. Entraron al país ilegalmente. ¿Qué no? La voz de Tom resonaba en mi cabeza cada vez que discutíamos. Él era un verdadero Mexicoamericano, porque ni Chicano se consideraba. Algunos lo consideran un vendido. Sí, un miembro de los hijos del maíz que había traicionado a los suyos. Trabajaba para el departamento de inmigración, de agente, y les tenía mucho coraje a los mexicanos. Nunca entenderé por qué. De recién llegado, me di cuenta que los “pochos”, como les decíamos a esa gente morena nacida en tierras del tío Sam, eran más discriminadores que los mismos gringos. Y la mera verdad, eso me costó mucho trabajo digerir. ¿Por qué si eran morenos, su manera de ser era más blanca que los mismos güeros? Unos ni siquiera hablaban español. ¡Cómo me caían gordos esos que estaban más prietos que yo, y les hablas en el idioma de Cervantes y te responden! --No speko Spanish… Pero ahora, ya entiendo cosas que antes no comprendía. Muchos de ellos, sobre todos los que ya tienen 50 años o más, les pegaban en la escuela si hablaban español. Tampoco me parece justo eso. Eso de hablar dos idiomas sin vergüenza alguna, con orgullo, ya es de las nuevas generaciones. Pero en mis tiempos, si hablabas español, todo mundo te miraba feo, y te gritaban, te exigían que hablaras el idioma del tío Sam. Y tampoco quiero decir que no existan gabachos que son a toda madre. Gente sincera que sabe apreciar el valor de los hijos del maíz. Son gente buena, sin ninguno de esos prejuicios de odio que mucha gente tiene. ¿Qué les he hecho para que me traten así? Además, yo llegué legal a este país, pero eso parece no importar. Tom y yo nos conocimos un día en San Diego, California, cuando yo estaba estudiando el colegio, como le dicen también aquí a la universidad. Y todo parecía estar muy bien, pero pronto descubrí que la actitud de ciertas personas para conmigo no eran muy favorables que digamos. Cuando llegué a estas tierras del tío Sam, me di cuenta que era cierto eso de las oportunidades. Existe un sinfín de posibilidades, es verdad, pero se discrimina en contra de ciertos grupos. Me di cuenta que los hijos del maíz éramos uno de esos grupos, en especial la gente morena. Y sí, no niego los beneficios que recibí, si llenaba nada más una solicitud, el gobierno me daría dinero para poder estudiar. Y aunque a mí siempre me ha caído bien gordo llenar las pinches solicitudes, o aplicaciones como les dicen por acá, pues tuve que hacerlo, y de esa forma logré entrar a la universidad. Fue una época medio difícil para mí, bueno, todo ha sido difícil, desde que dejé mi nación, mis amigos, mi idioma, mi tierra, mi familia, todo, absolutamente todo lo dejé, para venir a aventurarme al país que estaba al norte de la frontera, las tierras del tío Sam… Y sí, este país ya me adoptó, ya no soy el mismo que era hace muchos años, pero eso no cambia mi experiencia como inmigrante. Recuerdo que todo me parecía ser como una neblina que infestaba mi camino, súbitamente, sin preámbulo alguno, sentía yo esas fuerzas ajenas, enemigas, rivalidades que han existido desde hace muchos siglos, esos murmullos que todo mundo escucha pero que de la misma manera todos pretendemos no oír. Todo poblador del barrio de Aztlán a principios del nuevo siglo, experimentó quizás el mismo sentimiento de odio, aunque sea posible, que las cosas hayan cambiado un poco. — Go back to where you came from? Había un nuevo emperador lleno de antipatía y rencor, lo único que lograba era separar a la gente en nombre de la justicia, la verdad, y la llamada democracia. Pero todo debería de ser como él lo planteara. Desconocía la verdad, mentía a cada momento, y si tú no estabas de acuerdo con él, te tachaba de traidor, de no tener el verdadero patriotismo, te convertías en un enemigo de la nación, alguien a quién él puede y debe insultar, te aminora completamente, y trata de eliminarte. Es un ser cuyo interés mayor es el yo primera persona singular, lo demás es inconsecuente. La presencia de las mismas sombras de mis abuelos, compartían un territorio común en tiempos de antaño, antes de que llegara el conquistador europeo y separara a los hermanos de color café, convirtiéndolos en enemigos; uno siendo simplemente un extranjero dentro de su propia tierra, y al otro, en un simple observador detrás de la barda. Sobre cada uno de los cartelones que adornaban la cuidad del nuevo imperio, los dialectos se perdían en medio de torpes expresiones que ya estaban dando lugar a una nueva jerga. De pronto, una nueva cultura parecía surgir. —Vamos al Food City a comprar alimento for the week. —¿Oye? ¿Ya pagaste la seguransa del carro? —Después voy pa’tras no te apures. Nada más tengo que cobrar and pay mis workers. —Sí, ¿ya ves cómo son las cosas…you know what I mean? —Yo soy Joaquín, perdido en un mundo de confusión… Fightin for justice… — Do you mean finding or fighting? —Ya vas a empezar otra vez. Nos echas en cara a los hijos del maíz nuestra mala pronunciación. Tú sí te puedes burlar de mi acento, pero yo no del tuyo. Así hablo, qué quieres. Pero permíteme decirte, cuando hablas español suenas igual que cualquier gringo, dicho con el debido respeto. Tom representaba el ciudadano estadounidense, cuya identidad fragmentada parecía caer más sobre el lado americano. Descansaba entre dos banderas, entre dos culturas e idiomas, entre lealtad a un país que lo utiliza cuando lo necesita, y que al mismo tiempo lo rechaza por no pertenecer a la aristocracia contemporánea de color blanco. Había estado en el Army. Teniente coronel de las fuerzas armadas estadounidenses. Criado a la forma de ser americana, legalista, oportunista, ventajoso en ocasiones, pero eso sí, con un corazón todavía con aliento a nopal y a trabajo de campo. Yo por mi parte, era el mexicano por excelencia. Al menos en aquellos años. Hombre moreno, macho, masculino, las tres “M”. Engendrado por Arturo de Córdova y Marga López, teniendo de abuela a Sara García, contrayendo matrimonio con Silvia Pinal, y, por si fuera poco, gozando sus aventuritas con Fanny Cano, Julissa y Angélica María, así me enseñaron. Mi carta de presentación eran mis buenos modales, mi amabilidad. Esa herencia chilanga que hasta este momento poseo. Mi identidad estaba postrada ante un México ya desaparecido. Folclor tocado en medio de una borrachera en el Tenampa dentro de la Plaza Garibaldi a son de mariachi, copas y gritos muy mexicanos. —La ley del estado no se hizo para romperla José María. Si no nos gusta, la podemos cambiar. Pero mientras esté vigente, hay que respetarla. —Pues ahí está el punto maestro, esta nación que dice ser cristiana está violando la ley de su propio dios. Todos dicen ser muy cristianos, muy entregados a la palabra de Dios y toda esa verborrea que nada más saben repetir. Pero a la hora de comprobar con hechos sus sentimientos cristianos, éstos, simplemente desaparecen. El viento se levanta y los avienta a la fosa de la falsedad, porque una cosa es decir yo amo a mi prójimo, y otra muy distinta, es poner condiciones para ese mentado amor. ¿Dónde está entonces el susodicho Cristo? Lo que están haciendo los indocumentados es simplemente emitir un grito de un hasta aquí. Ya no vamos aguantar más humillaciones. Nos necesitan, aunque digan que no. —Yo no estoy hablando solamente de la ley moral, I’m talking about la ley del estado, hay que aprender a respetarla, a guardarla. Para eso se hizo, ¿qué no? No has leído que la Biblia dice también al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios. We have to obey the law! That is the problem with many like you that come into the United States, you think you can break the law. —¿Entonces en nombre de la ley debemos de separar familias, encarcelar a hombres que trabajan por seis dólares la hora en los fields, llegan a laborar hasta 12 horas seguidas, se les niega educación a sus hijos para que en el futuro se conviertan en criminales, y entonces sí, poder matarlos bajo el manto de la ley? — Then, you are saying that my tax payer money should be spend on individuals that have no right to be in this nation? No estoy de acuerdo José María. —No Tom, eso no está bien. La gente vale más que el dinero. Nacemos sin nada material en lo absoluto, morimos, y no nos llevamos nada. Pero en el camino de la vida, no la pasamos tratando de acumular riqueza material por algún extraño motivo. Pero al morir, no nos llevamos nada, y vuelvo a repetir, absolutamente nada. Valemos por lo que somos por dentro, por nuestros sentimientos, por nuestras acciones, no por lo que decimos. La gente vale mucho más que el dinero. — But in this life, money sometimes helps! Right? La mirada de Tom se encontró con su propia realidad, y su propia quizás, confusa manera de pensar, mientras que José María, elevaba una sonrisa a los cielos en busca de los dioses del maíz. -- Money can be good. ¿Qué no? Look, it seems as if this problem really has no solution. Los mexicanos aparecen como cucarachas por todos lados. Everything was fine, until all those beaners came into this nation! —¡Óyeme! Don’t insult me please! Is this coming from you? Aren’t you a beaner too? — Shut up! —Me permito recordarte, que fueron los europeos los que invadieron nuestras tierras, destruyeron nuestras culturas, nuestros dioses, nuestros idiomas, nuestra forma de ser. Y eso no quiere decir que los pueblos autóctonos fuesen perfectos. Pero no se les mostró ningún respeto. Esa idea que probablemente viene de los griegos, de pensar que todo lo que proviene de Grecia es perfecto, y que las culturas asiáticas y cualquier otra cultura, de alguna manera es una cultura bárbara, salvaje, inferior a la nuestra. Tal vez esto no tenga solución, pero algo se tiene que hacer, no podemos seguir culpándonos, matándonos unos a otros. ¿O sí? ¿Qué no somos hermanos? — I don’t know! We need to continue talking about it. Me tengo que ir a trabajar. Me dijo el Placa, que tenía información sobre una nueva redada. El Placa era un expolicía que trabajaba de detective privado para la agencia de ICE, Immigration and Customs Enforcement. Siempre estaba metido en eso de las redadas. Al menos Tom me decía más o menos dónde y cuándo iban a suceder. Y quizás yo, también ya estaba dividido entre dos naciones inclinado hacia una, entre dos discursos, dos perspectivas, tal vez también había en mí, separación cultural, física, y en algún momento, emocional también. —No sé qué va a pasar… pero las cosas están muy feas. Todo parece ser hibridad…. Solamente hibridad… pero es una hibridad mezclada con odio y no con afecto. —A ver qué pasa… a ver qué sucede con toda esta pinche hibridad. A lo mejor esto sí es el fin del mundo, aunque el mundo se está acabando desde el principio de los tiempos. Todo es simplemente un absurdo, la vida es una locura inventada por alguien que no entiende su propia existencia… —No sé qué va a pasar… pero las cosas están muy feas. © David Alberto Muñoz Unos huevos, un litro de leche, una botella de jerez, un tequilita y la Bikina
Un cuento Por David Alberto Muñoz Caminaba la muchacha rumbo a la tienda. Su madre le había encargado una docena de huevos, un litro de leche, y una botella de jerez. —Asegúrate que sea Tres Coronas, el que dice en la parte baja de la botella “Oro Dulce”. ¿Sí sabes cuál? Carmina nada más miraba a su madre con ojos de asombro. Las pupilas le crecían e incluso parecía que el color de sus ojos cambiaba con la luz del sol. —Por el amor de Dios mamá. Tengo más de 5 años comprándote el mismo jerez. —No seas grosera. Respétame que soy tu madre. SI no te voy a dar tus buenas nalgadas. ¿A poco crees que ya no puedo solamente porque tienes 16 años? ¡O me respetas o me respetas? La joven elevaba la mirada de enfado mientras la madre buscaba un cinto con el cual amenazar a Carmina, quién ya acostumbrada a escuchar tales palabras, simplemente salió de su casa rumbo a la tienda con ese importante encargo. —Lo bueno es que a mí también me toca mis copitas de jerez. Lanzaba una alegre carcajada y era como si su cuerpo casi volara al compás de La Bikina, que se dejaba escuchar en la casa de doña Chole, en la vecindad ubicada en Gabino Barreda y Los Ángeles, número 8, mujer, que nada más se la pasaba viendo que hacían los demás para llevar el chisme a quién deseara escuchar. —Pobrecita la Bikina ¿no crees? ¿No has escuchado la historia Carminita? Es toda una leyenda. La muchacha se detuvo al igual que siempre lo hacía, por educación. Su madre siempre le había enseñado, se respetuosa, no contestes, sobre todo si son personas mayores, se merecen tu respeto. ¿Oíste? —Dice la leyenda que un lucero tocó la cima de un monte en el estado de Jalisco. Y un indígena, al ir a ver de qué se trataba, encontró a una pequeña niña, aparentemente recién nacida. Lleno de un buen corazón, la tomó y la llevó a su hogar, donde su mujer la amamantó ya que acababa de dar a luz. Esta familia la quiso mucho, pero tenían el temor de que los fueran a acusar de haberse robado a la criatura. De manera que la entregaron a un sacerdote, el padre Ramiro, quién eventualmente la dio a un convento de monjas para ser creada. Era una orden de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, o su gentilicio, Carmelitas. La niña se convirtió en una bella hembra y todos los hombres empezaron a desearla. Hombres insensatos… —Es cierto que todas las mujeres deseamos ser bellas, nos gusta ser el centro de atención, pero queremos ser tratadas con respeto, no para que los hombres anden nada más diciéndonos cosas que quizás a veces sí nos gusta escuchar, pero debe de ser solamente cuando damos nuestro permiso, cuando nosotras también lo deseamos. Conforme el relato seguía, doña Chole cobraba vida, le encantaba hablar, hablar y hablar, y cada vez que le permitían contar unas de sus historias, acababa relatando la de la mentada Bikina. Había días, en que la única música que se dejaba oír detrás de las ventanas de doña Chole, apartamento 8, era precisamente esta canción interpretada por Luis Miguel. —A mí no me gusta mucho Luis Miguel doña Chole. No digo que cante mal, pero no sé, simplemente no me gusta. Prefiero a Miguel Bosé. —¡Espérate niña y déjame terminar!—demandaba la doña. Carmina simplemente suspiraba y se sentaba junto a la mujer ya grande de edad, a escuchar la misma historia que Chole le platica cada vez que tiene oportunidad. —El presidente Plutarco Elías Calles inició su guerra en contra de los cristeros. Tú has de saber, porque estudiaste. En la escuela debieron haberte enseñado esto, en tu clase de historia de México. Don Elías estableció un gobierno laico, y la iglesia anduvo metiéndole ideas en la cabeza al pueblo. Al grado que el presidente comenzó a perseguirlos. Sobre todo, en el estado de Jalisco, que es dónde parece que todo el movimiento cristero surgió. Doña Chole hizo una pausa en su historia. Sacó una botella de tequila, porque precisamente en Guadalajara que es dónde vivía, todas las mujeres se toman, o al menos antes se tomaban un tequilita a eso de las doce medio día. Trajo dos caballitos, los llenó, y le ofreció uno a la muchacha, que lo aceptó de inmediato. —Nada más no le vaya a decir a mi mamá doña Chole. Ya ve cómo es. Brindaron a la salud de las hembras desaparecidas en las últimas fechas. Ya hasta parece costumbre, niñas desaparecidas, cuerpos de mujeres encontrados en circunstancias grotescas, lúgubres, las encuentran muertas, violadas, que horrible morir así. —Pues como te decía—continuó la doña—En un momento dado, llegó el ejercito al convento dónde estaba aquella hermosa joven, y como siempre, aquel pelotón tumbó la puerta de entrada al convento, con una violencia irracional, eso es algo que no me gusta del carácter humano. Sabemos destruirnos unos a otros y abusar de los demás, en especial, si tú eres una mujer joven y hermosa. Ya te has de imaginar qué pasó. La violaron uno tras otro hasta dejarla inconsciente tirada en el piso mientras ellos se emborrachaban con el vino que encontraron en el convento. —Entonces llegó el capitán Humberto Ruiz. La narradora de inmediato interrumpió tomando control de la palabra. —¡Espera niña! Déjame a mí contar… Ese hombre se compadeció de la pobre muchacha. Se la llevó y la cuidó respetuosamente hasta que ella estuvo completamente sana. En fin, para no hacer el cuento largo, el capitán y la joven hembra, tuvieron una noche de amor y pasión que dice la leyenda que ni los mismos dioses han tendido. —No exagere doña Chole. —No estoy exagerando. Es la verdad. Ambos se unieron en ese momento cuando podemos estar más cerca de otro ser humano, no solamente físicamente, sino también emocionalmente, cuando te pierdes entre caricias y sensaciones que todos podemos sentir pero que algunos no intentan por temor a no sé qué. Es la pasión de perderse en el cuerpo de otra persona, con el corazón ardiendo en amor y apego, o en pasión y lujuria. ¿Sí me entiendes? A Carmina se le llenaron sus ojos de lágrimas. Acentuó con la cabeza. Y recordó sus propios amores, porque todos los poseemos, aunque digamos que no. —Todos tenemos temores doña Chole. Los ojos de la anciana se reflejaban en los de aquella joven. —El capitán se perdió en una de sus misiones militares y aquella mujer quedó sola. La empezaron a llamar la Bikina, comenzaron a decir que estaba llena de pena y dolor, y ella, ella nunca permitió que nadie la consolara. Ese es amor del bueno mijita. El que te marca de por vida. —Sabía usted doña Chole, que la canción que compuso Rubén Fuentes, le puso así porque su hijo le dice una vez en que fueron a la playa, que todas las mujeres que se ponen bikinis, deberían llamarse bikinas. La doña se molestó bastante y lanzó sus brazos golpeando el aire, como deseando borrar las palabras de Carmina quien simplemente comentaba algo que todos sabían. —¡Eso no es verdad! La canción está basada en la leyenda. El capitán no apareció nunca más, y dicen las malas lenguas que todavía puedes ver a aquella mujer caminar por la plaza de algún pueblo en el estado de Jalisco luciendo su gran majestad. Carmina miró a doña Chole con mucho cariño. —Gracias doña, me gusta escucharla, aunque me cuente siempre la misma historia. —Ya vete niña que se te va hacer tarde. Y la mujer entró a su casa, el numero 8 en la vecindad ubicada en Gabino Barreda y Los Ángeles. Carmina respiró profundamente y siguió su camino. No se le olvidaba. Su madre le encargó una docena de huevos, un litro de leche y una botella de jerez Tres Coronas. A veces, le gustaba hacerse licuados de mamey, y les echaba una o dos copitas del brebaje. ¡Le sabían a gloria! Su paso era alegre, dejaba caer el aroma de jazmín que brotaba de su piel joven. Su pelo algo rizado le llegaba a los hombros. Traía puesto un vestido blanco, a dos centímetros sobre sus rodillas, junto con unas zapatillas color rosa. De pronto, un grupo de hombres apareció. Más bien, eran un montón de mocosos que se creen la gran chingadera, y cuando andan juntos, se retan unos a otros para hacer maldades. Y quizás, repitiendo el ataque hecho en contra de la Bikina, Carmina sufrió la misma suerte. Las manos rudas, esas masas sudadas de aquellos varones, violaron el joven cuerpo de la muchacha. —Los hombres no entienden lo que significa ser mujer. No saben todo lo que tenemos que pasar a diario nosotras. Siempre acosadas por el hombre. Siempre defendiendo espacios, acercamientos, arrimos. Esas miradas de cerdos. Todos los hombres se creen los grandes conquistadores. Piensan que ninguna mujer se le va a rechazar. Están locos, no sabe escuchar, no saben respetar, son unos animales. Todos son iguales. Los varones simplemente toman lo que desean sin pensar en el daño que causarán a la mujer. Su comportamiento es brutal, se convierten en verdaderas bestias, que no saben considerar a una hembra… solamente saben zaherir sin tomar en cuenta para nada lo que sentimos las mujeres. Esta es mi historia decía doña Chole, que de joven se llamó Carmina, le decían las tres “C”, y cuya tragedia sucedió aquella mañana en la que su madre la mandó por una docena de huevos, un litro de leche y una botella de jerez, Tres Coronas. Y ella encontró un grupo de jóvenes, que, como verdaderas bestias, le quitaron lo que más amaba Carmina Chole Cervantes… mi alegría… © David Alberto Muñoz Los zapatos rojos
Un cuento por David Alberto Muñoz Los tacones de color rojo estaban donde siempre Maritza los ponía. Recargados en la pared que daba al oeste dentro de su cuarto. Ella decía que le gustaba pensar que los zapatos estuvieran en esa dirección, donde el sol se mete. No estaba segura por qué. Parecían de pronto como un cuadro pintado con algún propósito artístico, simplemente estaban ahí, para adornar, para dejarse ver, o tal vez, porque a veces, le costaba trabajo a Maritza, usarlos; ya no le quedaban tan bien a la joven muchacha. Todas sus amigas que eran invitadas dentro de su recamara, los miraban con ojos de sorpresa. Se miraban tan bien, tan estéticos, con una extraña fuerza interna que se dejaba ver a distancia. —¿Dónde los compraste Maritza? Están preciosos. Y mira nada más el tacón, es alto, delgado, pero me imagino que te sostiene muy bien. ¿O no? La muchacha simplemente sonreía y dejaba que sus amigas especularan más en relación a aquellos zapatos rojos de tacón alto, que con porte adornaban su cuarto y se convertían en una verdadera tentación para todas las damas. Todas, deseaban probárselos. Algunas se animaban y le decían a la susodicha de Maritza. —¿Me dejas que me los pruebe manita? —Sólo quiero ver cómo se me ven. —No seas gacha… ándale… Creo que nunca te los he visto puestos. Maritza solamente sonreía. Lanzaba sus gestos al aire mientras que los zapatos rojos parecían cobrar vida propia. Un extraño manto cubría cada escena dentro de la recamara de la joven. Ella, se levantó y tomó aquellos calzados dejando ver su mano ruda, grande, eran las manos de un ser humano trabajador. —¿Dónde los compraste? Se me hacen tan exclusivos, tan exóticos. —Préstamelos para usarlos hoy por la noche, ¿sí? Voy a salir con Eusebio. Creo que esta noche sí se le va a hacer al chamaco. Ya lleva tiempo lanzándome los perros. Y la verdad está bien chulo el condenado. Maritza de pronto se levanta y vuelve a poner aquellos zapatos rojos en el lugar donde ya tenían bastante tiempo. —Disculpen muchachas. No se los puedo prestar. Estos zapatos son especiales, son mágicos. Todas voltearon a verse con rostro de sorpresa. —Óyeme, no manches. Ni que fueran de oro los pinches zapatos. —No, no son de oro, pero estos zapatos son los que me hacen parecer más como una verdadera mujer. Maritza se quitó su peluca, dejando ver el rostro de un hombre escondido detrás del maquillaje. Como cuando prenden la luz en un congal porque ya es hora de cerrarlo, y es entonces cuando puedes ver las cosas tal y como son. Maritza se llamaba en realidad Heriberto, hacia ya mucho tiempo que vivía como Maritza, al punto que todas sus amigas creían que en realidad era mujer. —¡Pero esto no es posible Maritza! Tenemos años de conocerte. La muchacha se sentó sobre su cama. Cruzó la pierna coquetamente y habló de un modo en el cual, nunca, nadie la había escuchado. Con una voz algo ronca habló quizás por primera vez en su vida. —Cada vez que me pongo estos zapatos, siento un cambio grande en mí. Fueron un regalo de mi tía Francisca. Ella sabía que yo era transexual. Siempre me apoyó. Creo que todo mundo lo sabía, pero mis tiempos fueron una época de secretos a voces. Nunca pude liberarme y salir del closet como dicen ahora. Pero cada vez que me pongo estos zapatos rojos, pasa algo mágico dentro de mí. Todas quedaron anonadadas. Jamás habían visto a Maritza de esa forma, tan varonil, tan fuera de lugar, nunca habían pensado que no era mujer. —Pero, ¿cuánto tiempo tenemos de conocerte? —A mí siempre te me hiciste muy femenina, tu fisonomía siempre fue de mujer. —Nunca había notado… pero creo que tienes la manzana de Adán. —¡No!—gritaron todas. —Dice la leyenda, que a Adán, se le atoró un pedazo de la fruta prohibida en la garganta—habló Maritza con gran seguridad—Por eso, todos los varones que descienden de ellos poseen esa marca que sólo los hombres poseen. Bueno, aunque sí hay chicas que la pueden tener. Pero en mi caso, ha ido desapareciendo poco a poco. Cada vez que me pongo estos zapatos, mi cuerpo parece transformarse, me hago más mujer que ayer, y obtengo de una manera mágica, el mismo cuerpo que cualquier mujer. —¡Estás loca Maritza! No sabes lo qué dices. Eso es imposible. La muchacha tomó una vez más aquellos zapatos mágicos de acuerdo con ella. Fue a cambiarse de ropa y al salir del baño, la figura casi perfecta de una hembra joven destellaba a las presentes, quienes no sabían qué decir, ni qué hacer. —Ya ven—Maritza hablaba con un tono mucho más agudo, el tono de una verdadera mujer—¿Me creen ahora? Todas se levantaron anunciando tal vez la siguiente pregunta que era vital para entender esa brujería que estaba sucediendo, de acuerdo con cada una de ellas. —Bueno… y… ahí… abajo… ¿Qué tienes? Maritza sonríe de labio a labio mientras su mente se pierde en ese laberinto en el que ha estado ya por muchos años, desde que descubrió lo que verdaderamente sentía. Todos los ojos estaban sobre ella. Los oídos más que atentos, y era casi imposible quitar la mirada de la zona erógena de Maritza. —Ahí tengo mis órganos sexuales, mi identidad mezclada entre dos géneros, entre dos opuestos que no se pueden encontrar. Dos caminos que a mí me confunden mucho. Porque lo que siento, no es lo que miro en ocasiones sobre mi cuerpo. Pero al ponerme estos zapatos rojos, nazco, crezco, germino como una nueve especie humana. O a lo mejor solamente me engaño a mí mismo, porque la realidad me dice que lo que siento, nunca estará de acuerdo con mi cuerpo. Pero estos zapatos lo logran, de verdad, con estos zapatos me trasformo en Maritza, y mientras no me los quite, soy feliz, porque ni ustedes mismas se habían dado cuenta. Maritza levantó su vestido… y entonces ellas pudieron ver… Era simplemente Maritza, una hembra cambiada por la magia de unos zapatos rojos. © David Alberto Muñoz El Escobas
Un cuento por David Alberto Muñoz Todas las mañanas salía de su casa para ir a trabajar. Sobre su espalda, un montón de escobas echas a la antigüita descansaban. Sobre su frente reposaba el complejo nudo que sostenía aquella curiosa, pero eficiente estructura. Él, un hombre moreno, de la raza del maíz, con aroma a trabajo, quién diariamente, y en muchas ocasiones, sábados y domingos también, se deslizaba por la ciudad de antaño vendiendo sus escobas a $5 pesos cada una. Parecía ser parte del mismo cuadro de una ciudad capital en proceso de desarrollo, lugar dónde sus habitantes caminan, marchan, hacen lo que tengan que hacer para sobrevivir en un mundo injusto y adverso. —¡Escobas baratas! Compre su escoba… ¡Escobas baratas! La voz resonaba al ritmo de autos transitando por el periférico, atravesando el viaducto, llegando al Zócalo, mientras Diana Cazadora supervisa el andar de millones de ciudadanos que a son de bolero, intentan escurrirse por entre las mismas alas del Ángel de la Independencia, mientras todavía existe el monumento a Colón en la glorieta ubicada en la intersección de paseo de la Reforma y avenida Morelos. —Colón era un asesino y explotador de los indígenas. Creo que deberíamos quitar ese monumento del paseo, a Colón me refiero. —¡Escobas, $5 pesos por su escoba! ¡Escobas baratas! Lo barato resonaba al golpear aquellas palabras contra el aire contaminando de la capital mexicana. Todo parecía extraviarse con narrativas inventadas hace siglos y trasferidas por aquellos que sí creyeron en la historia escrita. Unos dicen que Colón fue un héroe, no fue un cruel genocida, mientras otros enjuician al llamado descubridor de América, diciendo que fue un asesino cruel y despiadado. —¡Escobas por sólo $5 pesos! Lleve sus escobas. El sudor comienza a invadir el cuerpo del Escobas. Aquella época era un tiempo donde todavía el ciudadano podía trabajar, vender su mercancía, y comprar, al menos tortillas con frijoles para darle de comer a su familia. Mientras la gente tenga que comer, todo va a estar bien. —¿Escobas, oye? ¿Escobas? Ven por favor. —¿Qué quieres? —Tengo una pregunta para ti. —Déjame trabajar Cristóbal. Si no trabajo, no como, ni yo, ni mi familia. A lo mejor tú no entiendes esto. —Me tienes que contestar. Hay mucha gente hablando de que si Colón era bueno o malo. ¿Tú que piensas? El Escobas miró a Cristóbal como alguien totalmente apartado de la realidad. No lograba ver más allá de sus narices. —Déjame trabajar Cristóbal. ¿No me escuchaste? Si no trabajo, no comemos… —Es un mito eso de que Colón llegó al nuevo continente y esclavizó y abusó de los indígenas. Todo está basado en lo que escribió Fray Bartolomé De las Casas, él era un importante dominico que fue el primer Obispo de Chiapas en México, fue precisamente él, quién denunció los abusos que cometieron los colonizadores españoles contra los indígenas. Describe como los españoles: “…actuaban como bestias voraces, matando, aterrorizando, afligiendo, torturando y destruyendo a los pueblos indígenas, haciendo todo esto con nuevos, extraños y variados métodos de crueldad de los que nunca se ha visto o escuchado antes”. Relató también que cuando los españoles atacaban a los pueblos no tenían piedad de los niños, ancianos o embarazadas. Los acuchillaban y desmembraban “como si se tratara de ovejas en un matadero”. El Escobas nada más observaba a Cristóbal con ojos de piedad y cierto juicio. —Es verdad que existe un historiador británico, Roger Crowley, él escribe El mar sin fin, Portugal y la forja del primer imperio global. Discurre cuidadosamente, que cuando Colón pisó suelo americano el 12 de octubre de 1492, “abrió una era de asesinato masivo por parte de los conquistadores europeos”, por lo que “es el padre fundador del genocidio en el Nuevo Mundo”, aunque niega determinantemente, que hubiera intención de exterminio. Los indígenas tenían que defenderse, no fue solamente colonizador, fue conquistador y la conquista requiere súbditos. ¿Sí me entiendes? El Escobas lo miraba con más intensidad. Su pelo lacio, sus ojos negros, su aroma a maíz, y el oscuro color de su piel morena no podía entender con claridad los argumentos que Cristóbal le estaba proponiendo. —Dime, ¿qué piensas? El Escobas lanzó su mirada al viento, intentando decir algo, para luego levantar aire del mismo polvo que adornaba toda la ciudad. —Mira Cristóbal. Lo qué yo sé, es que todos los días tengo que levantarme temprano. Necesito tener por lo menos de 10 a 15 escobas listas, ya hechas, terminadas completamente para salir a venderlas. A veces, y me ha pasado, trabajo todo el día y no logro vender una sola. En ocasiones las bajo de precio para por lo menos tener con que comprar un kilo de tortillas. Camino por todo el centro de la ciudad. Voy a negocios que creo pudieran venderlas. Algunos me las compran, otros no. También a la gente que pasa a mi lado, me meto a las colonias, toco la puerta en cada lugar, ofreciendo a medio mundo en mi camino mi mercancía. Soy un hombre de trabajo, pero hay veces, en que no tengo ni en que caerme muerto, como dice el dicho. Simplemente tomo todo lo que tengo a mi alcance, y hago lo que tenga que hacer para sobrevivir. Pero sabes ¿qué? —¿Qué mi Escobas? —A mi qué chingados me importa si el mentado Colón era un asesino o no. Es irrelevante. Eso discútanlo ustedes. La gente más blanquita es a la que le encanta discutir esas cosas. —¡Óyeme! No me digas racista, también hay gente morena que estudia y le importan este tipo de debates. Por un momento, Cristóbal pensó ver, lágrimas de coraje brotando de los ojos de aquel hombre trabajador, nacido del maíz, quién simplemente intentaba sobrevivir, perdurar en medio de una sociedad injusta y abusadora, al menos con él. —Yo necesito comer Cristóbal, tengo familia, mi mujer, su madre, y tres hijos junto con una niña que es la única y la más chiquita. No sé si tú sepas, pero si no comes te mueres, el hambre es cabrona Cristóbal, no conoce clases sociales, ni educación, ni nada. A mí me tocó venir a este mundo y nací pobre. He tratado de salir de este hoyo por años. Pero no he podido, por lo que quieras. Mi único propósito ahora es que mis hijos no padezcan las mismas cosas que yo he padecido. Yo sé que estás defendiendo tu nombre, tu herencia, algo con lo que simplemente simpatizas. Yo digo que es por el color de tu piel, esa herencia eurocéntrica que traes por dentro. Pero luego me dicen que el racista soy yo. A mí, que me importa lo que hizo Colón hace ya muchos años. Mi realidad es el día de hoy, y si no trabajo, no como, yo, ni mi familia. ¡Que tengas un buen día! ¡Escobas! ¡Escobas baratas! —¡Pinche Escobas ignorante! Por eso el país está como está. Por gente como tú. —Así es Sr. Cristóbal Colón. Gente como yo, que sólo trabajamos para subsistir… No todo fue su culpa, es verdad, pero de que la tuvo, la tuvo; al menos a mi gente morena, nacida del maíz, los mestizos, los mulatos, a todos nosotros, sí nos afectó. Era el Escobas, así le decían a mi papá. Él siempre puso comida en la mesa. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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