Josefa Isabel Rojas Molina (Cananea, 1960). Bibliotecaria y docente. Libros: Para que escampe, Detenerte tanto, Casi un cuento, Versiones del porqué, ¿Qué está haciendo el lobo? Correo electrónico: rmji@hotmail.com, Blog: http://quemevanahablardeamor.blogspot.mx twitter: @Joisab
Olvidar Josefa Isabel Rojas Molina He afirmado que puedo pasar horas viendo llover; tantas veces lo he dicho que ya me lo creo, aunque la verdad nunca he tenido las horas disponibles para hacerlo, o si las he llegado a tener, la lluvia es efímera, breve, circunspecta, así que hasta ahora no han coincidido mis horas y la duración del fenómeno meteorológico ¿fenómeno, meteoro? Aquí estoy ahora, viendo caer la lluvia interminable… A ver: ¿si no cae no es lluvia? La caída del agua es parte de su definición, claro… ¿y la lluvia de balas, no es ésta horizontal?, ¿se puede caer horizontalmente? Dejémoslo así. La lluvia ¿interminable?... las palabras con sus bofetadas a veces tan tiernas. Allá está el cadáver. Miro sin cansancio (incansablemente) el agua que se derrumba y derrama (ni se derrumba ni se derrama, ¿se vuelca?) y quiero no seguir con la diatriba metalingüística que me ronda como sombra, el charco donde siempre piso, qué hacer. Las gotas caen sobre el cadáver (caen sobre el caído), parecen solícitas criaturas acariciando con liquidez la yaciente carne. Oigo la profusión del agua sobre el techo y deseo pensar en insectos bailando sobre el metal, siguiendo la melodía acuosa, el regocijo mortal. El cadáver se baña o es bañado y siento que veo una fotografía antigua y enigmática, incolora, relavada. Imagino las nubes, creadoras laboriosas de las minúsculas porciones de humedad. La luz, con placidez de arroyo lento cae y difumina el cuerpo que ahora luce cual ruina pletórica de agua; que rezuma lluvia, agregaría, si otro fuera el momento y si la puerta no se abriera con violencia, atrayéndome a la distracción del diálogo. - ¿Quihúbo, ¿qué haces? -Preguntas, sin notar mi sobresalto. - Viendo… (… llover, te diría, pero me interrumpes y mascullas, farfullas, no sé cómo haces para gritar tan apagadamente; no cualquiera, me digo, casi a punto de envidiarte). - ¡Qué chingada peste! - ¿Peste? Pregunto, incrédula a medias porque ya el aroma fétido me envuelve y me convierte en crédula y creyente (credencial y crepitante). El tremendo hedor premonitorio y dulce, amargo, melancólico y ácido de la descomposición inunda mi cuerpo y me hace bailar en una arcada repentina, la boca se me llena de gotas que no caen, ni lavan las calles, ni mojan los árboles; la boca no me llueve, pues, solo se inunda de agua. - ¡El solazo cabrón y ese perro en plena banqueta! ¿Que no hay quien haga algo?, ¡carajo, no se soporta! ¿Qué no tienes nariz? - No esperas respuesta a tal pregunta retórica; te veo buscar, encontrar una pala, guantes y salir, a hacer algo, a deshacerte de, a ocultar tal, a practicar lo evidente, porque no sabes qué. Yo ya había hecho la lluvia y la veía caer. Rodar. Correr. Para borrar la pestilencia, eliminar el animal muerto, crear un cadáver bendecido por el agua. Olvidar. (Por lo menos siete verbos sin conjugar; según definición, eso es el olvido) © Josefa Isabel Rojas Molina
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Manuel De Jesús Valenzuela Valenzuela, originario del ejido Bacame Nuevo, Etchojoa, Son. Lic. en Ciencias de la Educación, egresado de UAS. Obras: El Bullying O Acoso Escolar, su impacto, consecuencias y acciones a tomar (2013), El Maco (Novela, 2014), Mis Cuentos, Tus Cuentos (2015), Camila y Heliodoro (Novela, 2017)
El Yoreme de Palo Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela Era un amanecer fresco que amenazaba con ser un día transparente de un brillo intenso, tan fresco que se olía la humedad que llegaba desde lejos, allá donde las nubes habían descargado su coraje con grandes arcadas de agua limpia y llegaba a los pobladores de esa humilde comunidad indígena de la rivera del Río Mayo, en medio del breñal espeso en esos meses debido a la abundante vegetación, aún se encontraba Lino, sentado sobre un horcón de mezquite con los ojos cerrados, los codos clavados en las rodillas y la cara en las palmas de las manos que le impedían ver completamente el rostro, pensando y pidiendo decía: ─Tata, ayúdame, no sé qué hacer con éste dolor que traigo en el pecho, sé que es mal de amor, la Rosa no me quiere, tú que estás cerca de tata Dios ¿Dime qué hacer? Era tanto el sentimiento que si alguien lo hubiera visto se contagiaría del dolor que manifestaba en su semblante que poco se le veía. Era miembro de una humilde familia sin suerte, con una casa de adobe que había sido encalada hacía ya muchos años y se encontraba carcomida por el tiempo y el salitre que poco a poco avanzaba deteriorando aún más la vivienda. Tuvo la mala idea de fijarse en Rosa, una yoremita que atraía físicamente a cualquiera, de hermoso color cobrizo, sus hombros pequeños muy femeninos, sus amplias caderas y una trenza azabache que llegaba y descansaba donde termina la columna vertebral, su caminar lo hacía tan cadencioso que parecía flotar sobre el áspero suelo del lugar, de esa mujer se había enamorado Lino y nunca fue correspondido. Al saber de la negativa de la solicitud de sus amores, decidió ir a platicar con su tata al monte. Erasmo- en vida se llamaba su padre-, a quien le decía tata, era a quien evocaba y después de muerto, Lino sentía que allá en el breñal lo encontraba, por esa razón se fue y se sentó en el viejo horcón de mezquite, tan viejo que ya no tenía corteza y en partes se le veía el corazón aún fuerte, su forma era como una horqueta doblada, formando así una banca donde podía reposarse un rato. Ahí estaba Lino piense y piense, pidiendo y evocando al espíritu de su tata de quien esperaba una respuesta. Encontrándose en una gran confusión de sentimientos y pensamientos que poco a poco le iban haciendo crisis, pensaba en la muerte, sentía que su vida no tenía sentido sin Rosa y que sería hombre muerto e incapaz de verla con otro; había soñado con una vida feliz y armoniosa en compañía de su amada, en una casita pequeña en la parte alta del otro lado sobre la rivera del río, en frente de esa hermosa casa que idealizaba construiría una enramada donde se encontraría un tinamaste, a un lado un metate en el que trabajaría Rosa la masa de maíz para las tortillas, él se veía labrando la tierra, tirando semillas de maíz, calabaza segualca para el dulce de calabaza, cacahuate, aprovechando así la humedad de la tierra que ahí abundaba, soñaba y soñaba, llegando a ver, palpar, oler y platicar incluso con los hijos de él y de Rosa. Sólo que Lino ya llevaba ahí varios días sentado en la misma posición. Su madre, hermanos y amigos lo buscaban en el pueblo, en sus alrededores, no se consideraba un tipo vago, siempre su madre sabía dónde encontrarlo. Fueron a buscar al río pensando en quizá se hubiera ahogado, se metieron en varias norias que por ahí se encontraban y daban sustento de agua potable a la comunidad. Todos sabían que Rosa rechazaba a Lino, ella amaba a Zacarías, pero sólo ella lo sabía. Zacarías era un tipo alto, fornido, con una frente ancha, musculoso y de un color cobrizo que al brillo con el sol se notaba su musculatura dada la aguda lampiñez que distingue a los yoremes, tampoco Rosa era correspondida por lo que sabía cómo sufría Lino y comprendía el sentimiento del amor, el cual nace en el corazón y ahí no se manda. A Lino lo seguían buscando y su madre angustiada lo esperaba cada atardecer sin tener señales de vida de su hijo. Se iba a recostar a la tarima, no dormía, a cada ruido se sentaba y decía, ─Lino, hijo, ¿Andas ahí?- nunca tenía respuesta, el silencio inundaba el lugar, sólo algunos grillos que ocasionalmente cantaban, ladridos de perros a lo lejos y una que otra voz que se lograba escuchar a la distancia en el silencio de la madrugada. No podía dormir, esperando a su hijo. Lino seguía sentado en esa misma banca que la naturaleza había preparado, el viejo horcón de mezquite en forma de horqueta doblado estructuralmente parecido a un tripié, y justamente en la unión de las tres patas estaba sentado Lino, quien después de tantos días en la misma posición, se había engarrotado. Pensaba pero no sentía, él mismo se preguntaba, -¿Qué me pasa? Ya no siento nada, sólo un vacío en el corazón, una gran soledad, no escucho nada, sólo un profundo silencio que ya no me deja sentir- pensaba. Tenía la misma posición desde hacía algunos días que había llegado a ese lugar para sentarse en ese tronco y platicar con su tata. Lino no se dio cuenta del tiempo que había pasado sin comer, sin beber agua. Ya no era de este mundo. Su cuerpo rígido con los codos pegados a las rodillas y la cara entre las palmas de sus manos seguía impávida, inmóvil, se había empezado a secar, por una extraña irrealidad de la naturaleza humana su cuerpo no se pudrió. Sobre su piel corrían las hormigas que en el horcón de mezquite habitaban, las hiervas crecían alrededor de sus pies, el color cobrizo de aquel escuálido yoreme en partes se veía verdoso, el musgo provocado por la humedad lo estaba invadiendo como sucede con los árboles por el exceso de agua en sus raíces y en su tronco, donde generalmente crecen hongos, en uno de los pies estaba enredada una víbora de cascabel que no se inmutaba porque los pies de Lino no tenían vida, no tenían calor que alarmara al ofidio para el ataque. Había pasado un mes y nadie de los que la buscaban lo vio. Lino murió de amor por la Rosa, la yoremita hermosa que se moría de amor por Zacarías. Toda la comunidad estaba pendiente de los sucesos y ansiosos por saber del paradero de Lino ya que no se tenían noticias de él. Por esos lugares se acostumbra a salir al monte a buscar leña para el tinamaste. Unos vecinos de la familia de Lino invitaron a los hermanos de éste al breñal en busca de leña, pero era tanta su depresión por la pérdida de su hermano que no quisieron salir, dejándolos solos. Con machete y hacha salieron los vecinos del pueblo rumbo al breñal silbando y cantando, acompañados de un bulí de agua. Iban haciendo camino, cortando el pasto que les llegaba hasta la cintura y no les dejaba ver el suelo donde podría aparecerse una víbora venenosa, muy comunes en esos lugares. Después de avanzar por un largo trecho en la espesura del monte, de repente el que iba adelante se detuvo súbitamente y perplejo, con los ojos tan abiertos que casi se la salen de las cuencas al ver la figura de un cuerpo petrificado, de un ser humano, hombre; sin duda por sus vestiduras, el sombrero enmohecido, su piel gruesa parecida a la piel seca del mezquite, le señaló con el dedo a su acompañante el lugar y la silueta petrificada, éste, sin dudar al ver la figura, regresó por dónde venían en estampida, después de un rato y sin dejar de correr, sudados y muy agitados llegaron a la casa de la familia de Lino, a quienes les dieron la noticia sin saber si era Lino o no. Se quedaron mudos tanto su madre como sus hermanos, hasta que reaccionaron para salir casi corriendo rumbo al lugar del breñal, seguidos por la muchedumbre que al instante se habían enterado de los hechos. Al llegar al lugar se encontraron el cuerpo sentado sobre el horcón de mezquite, rígido, verdoso y con la piel rugosa como piel del árbol donde estaba sentado, como adherido a éste, como si fuera una rama más, le quitaron el sombrero y vieron a Lino, petrificado como palo. Las hormigas se paseaban sobre su piel, tenía los ojos cerrados y las lágrimas que había derramado formaban una gruesa costra de ocote conocida en la región como chúcata, es la sabia seca que se escapa por las heridas del mismo mezquite, como las heridas del corazón enamorado de Lino que lo habían llevado a la muerte. De los murmullos de los ahí presentes a alguien se le escuchó decir, ─Lo que es el amor, Lino murió por Rosa y ella va morir por lo mesmo-. Los comentarios continuaron, mientras la madre de hinojos ante la figura petrificada y convertida en una rama más del árbol de mezquite, lloraba y rezaba entre dientes por el descanso del alma de su hijo que hoy no podía recuperar para darle cristiana sepultura. La naturaleza y el amor por el que murió se lo arrebataron, convirtiéndolo en un yoreme de palo. © Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela Gloria Teresa Cincunegui. Nacida en Salto, Uruguay, en el año 1951, Actualmente vive en Hermosillo, Sonora, México. Es miembro del taller de Autobiografía, dirigido por el maestro Francisco González Gaxiola de la Universidad de Sonora. Participa en los cuatro encuentros “Edmundo Valadés”, Mujeres en su tinta, Horas de Junio, Bajo el Asedio de los signos, “Escritores en mi escuela”, Mujeres sin frontera. Publicaciones: “Donde el corazón hace patria”, Salto en mi corazón, Verdadera amistad, Rescol Dos.
*** DESTINO MARCADO Gloria Teresa Cincunegui Allí estaba tocando la puerta de la enfermería, mucho me habían hablado de él. Desde el año 1994 que comencé a trabajar en la policlínica Casavalle ubicada en una colonia marginal de gente muy humilde y de escasos recursos y valores morales en la ciudad de Montevideo. Cuando abrí la puerta me encontré con un joven de alrededor de 30 años, bien parecido, de rostro aniñado, cabello castaño, ojos color miel, su piel se veía desgastada como alguien que lleva una mala vida, al preguntarle en qué puedo ayudarlo, me responde que era José Gutiérrez, pero le decían Bam Bam. La primera vez que oí hablar de él, estaba en mis labores de enfermería, vacunando a un chiquito de 5 años de edad, cuando al preguntarle para distraerlo qué quería ser cuando fuera grande me contestó: Quiero ser como el Bam Bam. Yo muy inocente le dije: ─ ¿Como el hijo de Pablo Mármol de los Picapiedras que era un niño muy fuerte? ─No, como mi vecino. Me dijo seguido de un sacudón de su madre llamándole la atención. Me quedé con la intriga de saber quién era ese famoso personaje, ejemplo de la sociedad. Mayor fue mi desconcierto cuando un compañero que hacía muchos años trabajaba en ese lugar me dijo que era un malandrín, que lo habían cachado robando en una oficina de abogados y que se comentaba que hasta había matado a una persona, por eso pagaba una condena como de 13 años en la cárcel. Ahí lo tenía frente a mí, entablando una conversación, quería conocerme pues le habían dicho que yo era una persona muy buena y humana, no supe qué decirle. Mientras le agradecía, me salvó un nuevo paciente que requería de mi atención. A partir de ese momento comenzó a venir todos los días, me organizaba en el pasillo las personas que concurrían a la enfermería, se sentía útil en sus largas horas de ocio y aburrimiento. Cuando no había nadie le gustaba mucho hablar conmigo, me quería contar de sus historias delictivas a lo que yo tapándome los oídos, le pedía que cambiáramos de tema. Respetaba mis decisiones y así lo hacía, me contaba de su vida en la cárcel a la cual se había adaptado sirviendo al resto de los reclusos la comida diaria. Todo eso era nuevo para mí. Un día yo me atreví a preguntarle si supuestamente él entraba a un banco a robar y yo me encontraba circunstancialmente allí, sabiendo que lo conocería y por ende lo denunciaría ¿Qué haría conmigo? Me contestó: ─Si eso sucede, te daría un fuerte golpe hasta tirarte al piso y así no tendrías que atestiguar. Llegué a apreciarlo, me daba mucha lástima, pensaba que era producto de la marginación, falta de valores y afecto que nadie le había brindado. Fue un niño de la calle, esa fue su escuela, su maestra fue la adversidad. Desde muy chico tuvo que salir a buscar su comida, le era más fácil encontrar droga que un trozo de pan. Dos años más tarde, en el año 1996, ocupada con mi trabajo habitual que era mucho, tocaron la puerta con insistencia, abrí pensando en una urgencia. Me quedé paralizada al ver a Bam Bam que se cae sobre mí perdiendo muchísima sangre por su cuerpo. Se desmayó, atiné a acostarlo en la camilla gritando “ayuda, el Ban Bam se muere”; corrieron algunos compañeros para ayudarme, dándole los primeros auxilios, llamando a la ambulancia de emergencia y por consiguiente a la policía para hacer la denuncia por presentar dos balazos en su abdomen. Ese fue el último día que lo vi. Me enteré que sobrevivió y volvió al lugar de donde nunca tuvo que haber salido, su condena fue de muchos años donde quizás ya no saldrá con vida. Me sentí muy triste, me impactó ese hecho ante la indiferencia de otros compañeros que llegaron a comentar “uno menos”, pero lo que más me sobresaltó fue que buscara mi ayuda en el momento crucial de su vida. Sabía que yo no lo abandonaría a pesar de que era consciente de lo peligroso que podría llegar a ser su conducta. No justifico su proceder, pienso que es más víctima que victimario. Ya su destino estaba marcado desde el mismo momento de su nacimiento. © Gloria Teresa Cincunegui Sylvia Teresa Manríquez. (Navojoa, Sonora). Comunicadora, periodista, escritora, y promotora cultural. Durante tres décadas ha desarrollado labor ininterrumpida en Radio Sonora. Mediadora de salas de lectura por el Programa Nacional de Salas de Lectura, de CONACULTA. Socia-fundadora de “Comunicadoras de Sonora, A.C.” Actualmente es vicepresidente de “Escritores de Sonora AC”. Autora de Mujer en Piezas, (Crónicas) y de Escape en tres tiempos (Cuentos).
NADAR Sylvia Teresa Manríquez Se baña pegadita a la orilla, para no resbalar, para no caer hasta el fondo. Reflexiona sobre esto al mirar las gotas de agua que caen en los charcos de la calle. No se hunden, se adhieren sin derramarse. No pasa el ruletero. Llegará tarde por su hija. Apenas 2 años y sus travesuras incesantes. No ha vuelto a la alberca con sus amigos. Ya no la invitan. Hay humedad. Piensa en el calor que también agobia a su hija. En su casa tiene cooler, en la de su vecina no; allí la deja mientras sale a trabajar. La joven madre es delgada, pálida, taciturna. De estatura regular y facciones finas. Quién sabe por qué tiene los ojos verdes, si ni su padre ni su madre los tienen de -color. Su hija sí. Al llegar a su casa deberá lavar, teme que la llovizna moje y empape las prendas. De ser así, no habría manera de utilizarlas en la jornada del día siguiente. Su ropa de trabajo es más breve que sus trajes de baño. En el table dance no requiere más. Sube al ruletero con el dinero en la mano. Es inevitable que al abordar el camión la alegría sea porque falta menos tiempo para el reencuentro con su hija. Mira al cielo y agradece por tenerla. El trayecto es largo, la colonia donde habita es nueva, una cerrada con viviendas pequeñas y calles estrechas. El ruletero la deja en la entrada. Apresura el paso para llegar por su hija. A veces alcanza a escuchar su risa antes de tocar la puerta. Hoy hay quietud. Sonido de gotas en el tejabán. En la televisión un programa de chismes faranduleros es estruendoso. Pregunta por ella. Está jugando en el patio, le dicen. No la oye. No la percibe alegre y traviesa como suele ser. ¿Dónde? No la veo. Varias cubetas guardan el agua. Una se volvió trampa mortal para la curiosidad de un ángel. Su emoción se fusiona con la mente, ambas giran y, al detenerse, concluye: no aprendí a nadar, no aprendí a nadar. © Sylvia-Teresa-Manríquez MINIFICCIONES
de Lauro Paz Nostalgia Al pie de las colinas brumosas, detenía el autotractor. Desde ahí podía distinguir, a la distancia, el enorme domo de la ciudad. Alrededor, la planicie se extendía hasta el horizonte. Esos momentos, para sí mismo en el autotractor, abrían la posibilidad de dejar salir lágrimas. Extrañaba tanto la Tierra. Extrañaba a su mujer, su casa, el olor de la cocina, los sonidos de la calle, el viento tibio de las noches de verano. Echaba de menos su habitación y la luz amarilla de la lámpara. Tenía tanta nostalgia por su planeta que hasta había pensado en robar una de las naves y regresar. Ahí, al pie de las colinas, era el momento de entristecerse. Había sido tan bien construido, tan bien programado, que imitaba a la perfección a los humanos, a aquellos seres desaparecidos ya hacía mucho tiempo en la Tierra. Muchas veces pensaba que no deseaba ser un robot 001 Alfa, sino uno de clase inferior para no sentir. La bruja del buen tiempo La tía Lili era una leyenda; era una conjunción de mitos, un listado de creencias. Era una anciana de ochenta y nueve años, tan delgada como una espiga. Caminaba con la espalda recta y comía muy poco. Veía todo, escuchaba todo, sabía todo. Casi no sonreía, pero estaba de buen ánimo y no había nada que perturbara su vida. El papá y la mamá eran los capitanes de ese barco que navegaba en el océano de césped y siempre estaban pendientes de la tía, pero ella se bastaba sola. Cuando ayudaba a mamá a servir la mesa, parecía que el agua de melón se volvía más fría en los vasos de cristal. Servía un plato de arroz y ondulaba la mano como si le añadiera el mejor sabor. Los niños, sentados a la mesa con sus tenis sucios y sus piernas cortas sin tocar el piso, le pedían “¡Ponle más, tía Lili, ponle más!” Era un juego de creer en la magia. Tenía su cuarto en el segundo piso de la casa familiar. Subía y baja las escalinatas como una bruma que se eleva al cielo. En los bolsillos de su delantal guardaba un millón de remedios. Podía curar un dolor de estómago con una sustancia azul, un dolor de cabeza con hojas verdes en las sienes y la frente; tenía el poder de esfumar un dolor de diente con solo colocarte un algodón que olía a menta. El abuelo creía que ella conservaba los conjuros para convertir una sofocante noche de verano en una suave y fresca de primavera. También creía que la tía levitaba sobre su colchón para evitar el calor y dormía flotando en el aire cálido. Hace muchos años el viejo perro, Calcetines, fue atropellado; la tía Lili lo levantó y cargó como a un gran perro de felpa, como sin articulaciones, como si careciera de huesos. Lo llevó al porche, lo depositó cuidadosamente en el piso y lo tocó con sus manos delgadas como de mago de cuento y presionó y removió y movía los labios como formulando un hechizo. Calcetines abrió los ojos, se removió y, atontado, se levantó. Se sostuvo en sus cuatro patas. El abuelo, un poco alejado de la escena, fumaba y sonreía paciente. La tía Lili salió de su trance, se incorporó y exclamó con su voz cascada “Se pondrá bien” y entró a la casa. Cuando ella murió se hizo un gran silencio, los pájaros dejaron de trinar, los cuervos de graznar, las mariposas del jardín se detuvieron en las flores de colores y permanecieron inmóviles, el sol se encogió y cayeron algunas gotas de lluvia. Cuando se llevaron a la tía Lili a la funeraria, la casa comenzó a oler a flores. En una estrella muy lejana La señora Mah Elh despertó en medio de la noche y permaneció sintiendo cómo su corazón le golpeaba el pecho como un tambor distante, pero claro y contundente. Se levantó y, apartando las rígidas cortinas, miró por la ventana. Afuera, las llanuras se extendían muy lejos y los pequeños domos brillaban como burbujas de jabón de feria bajo la luz azul de la luna. Era una noche serena. Una brisa se levantó en remolino y corrió por el polvoriento suelo hasta desaparecer en el aire nocturno. Arriba, en el oscuro casco del cielo titilaban las estrellas; semejaban diminutos colibríes tornasol. En la cama, su esposo dormía como las estrellas, como dos universos que respiran profundamente, soñando. La señora Mah elh tenía los ojos oscuros y se movían como esos océanos negros y hondos que guardan profundos secretos, pero los ojos de la mujer no ocultaban secretos, pero sí emociones, sentimientos, recuerdos. Conservaba para sí, en perfecto orden, cuando conoció a Neel Al. Era un joven delgado, alto, con una forma de andar como si flotara, como si fuera a caer. Mostraba una sonrisa constante. Su cabello oscuro y largo, revuelto siempre, le cruzaba el cara. El nacimiento de Neh Aal fue un suceso maravillo. La forma en la que lucía; el cuerpo fresco parecía el ala de un ave en miniatura, o el pétalo de la flor más singular y despedía un olor especial, a limpio, a nuevo. Sosteniéndolo en brazos, la señora Mah Elh imaginó cómo sería la vida con él. El señor Neel Al miraba a la criatura sin decir palabra, tal vez tratando de no demostrar su emoción. Ella sostenía al recién nacido entre los brazos para que no se esfumara; lo observaba grabando en su cerebro cada línea del rostro de su hijo. Amaba ese pequeño cuerpo dorado. Aprendía la curva de la frente, el inicio de la elevación de la nariz; el arco de los ojos, la redondez de las mejillas y la forma de los labios. La señora Mah Alh podía recordarlo todo. Desde la ventana, seguía mirando las estrellas y luego las llanuras, luego, otra vez las estrellas. Miraba hacia arriba y de todo lo que brillaba no sabía distinguir planetas de estrellas. Solamente sabía que trataba de hablar con su hijo desde su corazón. Recordaba que lo había vuelto a estrechar entre sus brazos tan fuerte que parecía que se fundiría en él; lo había sostenido en sus brazos como el día aquel en el que nació y ella lloró y humedeció el pequeño rostro con sus lágrimas; lo estrechó tan efusivamente como cuando teniendo al recién nacido junto a su pecho, supo con certeza que su esposo también lloraba en su interior. Lo abrazó largamente como para que no se esfumara en el aire de la mañana; esa mañana que no decía si volvería a ver a su hijo. Neh Aal partiría, como fuerza de exploración, al tercer planeta a partir del sol. Los simuladores La señora Tuu Am miró el remolino que levantó las hojas otoñales, las hizo girar como una bandada de pájaros de bronce y, luego, las depositó en el suelo en un último paso de danza. El remolino se marchó, ahora invisible, desnudo de hojarasca. Tuu atestiguó cómo las muestras de otoño, aves quebradizas, giraban y bailaban. Lo hizo con ojos entornados, imitando el gesto de cuando el sol cae sobre la cara. Pero estaba nublado. Después del remolino, vino una brisa perfumada de madera húmeda. La señora Tuu parecía murmurar una vieja oración o una antigua letanía, era como si tratara de recordar un nombre, como si hablara entre sueños. Mantenía los ojos entornados, parecía que sus hermosos ojos azules estuvieran mirando su interior, rebuscando un alma que no aparece en ninguna parte, rebuscando en la nada, llamando en voz alta en los habitáculos vacíos. Miraba sin mirar. Cada vez que efectuaba el movimiento de asomarse a la ventana era un rostro hueco, un rostro distante, de esas caras sin expresión. La señora Tuu Am transcurría sola y veía la tarde azulada, cayendo de quién sabe dónde, hasta transformarse en noche. En otras ocasiones, cambiaba y contemplaba el día oscurecido por nubes hinchadas de tormenta o el blanco de la nieve descendiendo sin cesar, silenciosa, acumulándose en tejados y jardines. Otras veces se trataba de mañanas luminosas; mañanas en las que un sol amarillo y claro flotaba en un cielo límpido; mañanas en las que los colores protagonizaban en el paisaje; donde el verano resplandecía y reverberaba en las hojas verdes y en el pasto espejeante. La señora Tuu Am adelantaba su pequeño cuerpo como si deseara distinguir mejor. No tenía hijos a su alrededor ni un esposo. Su conformación no fue para eso. Aseaba el entorno y ponía a calentar agua en una estufa gris brillante, luego, vertía el agua en una antigua taza añadía un polvo aromático y simulaba beberlo parsimoniosamente frente a un día frío y lluvioso. O bien, hacía lo mismo con una bebida con olor a frutas ante un jardín nocturno con luciérnagas y murmullos de conversaciones en otros porches oscuros. Tal perfección de la señora Tuu se modificaba. Con los largos años, ahora, el gesto mutó. De amable y apacible transitó a severo, adusto; cada vez más, endurecido. Los movimientos suaves y ordenados, finos y elegantes, tranquilos, pasaron a ser marcados, mecánicos. Las largas épocas fueron deteriorando las funciones. Las interconexiones cerebrales iniciaron un mal funcionamiento. Había momentos en los que lucía como una anciana torpe, podía permanecer de pie largo rato, casi inmóvil. El aspecto de la señora Tuu era el de una mujer de no más de cincuenta años, así era. No sabía que, en su calle, ya solamente dos o tres vecinos aparecían en las ventanas o en la puerta de la calle y, alguno, en el jardín. Ya no había nadie en las calles como dirigiéndose a algún lugar o como volviendo de algún sitio. La señora Tuu no imaginaba. No podía imaginar. Los demás, como ella, llegaban también a una etapa de deterioro, a una fase terminal. Un largo, largo, periodo había transcurrido, desde que fueron llevados a la ciudad domo a la actualidad, tanto que, afuera, ya no existía nada. No permanecieron ni ruinas, todo había desaparecido. La ciudad domo, ahora, se encontraba rodeada de una vasta extensión polvorienta remarcada de algunas dunas e insignificantes restos del remoto pasado. Los vestigios no eran más que una arista, un pequeño ángulo de algo, un fragmento, apenas visible, de un cascarón. Remolinos se levantaban ocasionalmente, se desplazaban por la llanura presurosos, como huyendo de la soledad, la lejanía y el olvido. Era una danza de fantasmas terrosos alejándose, virando sin rumbo, desvaneciéndose en el aire transparente. La señora Tuu Am no comprendía. No podía comprender. El límite no se hallaba lejos, su ocaso era un evento cercano. La señora Tuu Am, sin remedio, se apagaría para siempre. Aarel, el último Aarel dejó de examinar el casco oscuro del cielo y miró a los robots que permanecía quietos y expectantes a lo que les diría el humano. “Ahora, cada uno de ustedes contiene la información. Ustedes son ahora bibliotecas; son todo el pensamiento y cultura de los humanos. Yo… yo soy sólo la muestra infinitamente breve de lo que fue mi especie”. Entre la espesa barba, sus labios se curvaron un poco hacia abajo. Al sol brillaron su cabello, recogido en una larga y gruesa trenza y su piel requemada. © Lauro Paz Rocío Prieto Valdivia. Escritora Y promotora cultural. Nace el año de 1974 en la ciudad de Mexicali. Radica en el puerto de Ensenada. Es integrante del taller Literario la Catarsis Literaria del escritor Adán Echeverría. Y coordina el taller literario del colectivo letras y voces de Ensenada, subdirectora de la revista La Gata Roja, cuenta con publicaciones a nivel estatal, nacional e internacional…
*** EL ÁRBOL DE NARANJAS Rocío Prieto Valdivia Aún puedo recordar el día en que la abuela lo encontró; era tan diminuto, que mi abuelo dudó que diera fruto. La abuela decidió dejarlo ahí, dónde había nacido, entre los montones de basura. Sólo lo protegió con una lata. Fue un invierno de mucha lluvia. A los meses volvimos a ir al tiradero de basura. Y para sorpresa de todos, el arbolito había crecido. La abuela emocionada le dijo al abuelo que bajará la pala y de un solo palazo sacó el arbolillo. Le cubrió muy bien la raíz y al llegar a casa, mi abuelo lo trasplantó, alejado de los rosales. Luego vinieron a hacerle compañía otros árboles. Sin embargo, siempre supimos que el naranjo sería especial. Los años pasaron y mientras nosotros crecíamos, el naranjo también lo hizo. Al dar los primeros azahares, la abuela le cortó algunos para perfumar la cocina. Los años siguientes pudimos disfrutar de las naranjas que, apenas empezaban a madurar en lo alto de la copa, eran cortadas. Mis compañeros de juegos y mis tíos las partían, les ponían sal y un poco de chile en polvo. Es una delicia recordar cómo les escurría el jugó por la boca, y les bañaba el pecho; hasta las manos se embarraban de aquel almíbar dulce. Yo siempre fui muy propia, y le daba pequeñas mordidas a la naranja, del chile ni hablar. El tiempo ha pasado. El último recuerdo que tengo del naranjo fue ese noviembre en que mi abuelo falleciera. Lo último que me pediría a mí, sería un vaso de jugo del naranjo de la abuela. © Rocío Prieto Valdivia Alfonso Díaz de la Cruz. (Ciudad de México, 1983) Psicólogo de profesión, escritor por vocación. Se ha dedicado, en el mundo de las letras, a la creación del cuento corto. Ganador del V Premio Endira Cuento Corto 2018. Publicado a nivel estatal, nacional e internacional en diferentes columnas y antologías de cuentos, se refiere a ellos como relatos irreverentes, con ligeros toques de magia, humor y realidad.
Apología del lobo Alfonso Díaz de la Cruz Bueno, ¿y qué esperaban que comiera? ¿Espárragos? ¡Si soy un lobo, por el amor de Dios! Y los lobos comemos carne, señores, carne. Y entre más cruda esté, mejor. No lo hacemos por malicia sino por supervivencia. Lo hacemos para seguir vivos y ya. Tampoco es que existan croquetas para lobos, como las hay para nuestros primos, los perros; y de haberlas, dudo mucho que nos permitan el acceso al supermercado para comprarlas o que la gente compre los costales para alimentarnos. Sí, nos tienen miedo. Nos tienen por malvados y feroces por la simple y sencilla razón de que comemos. Como el resto de los animales, incluidos los humanos que, dicho sea de paso, también comen carne. Y ambos comemos ovejas, señores. Y gallinas. Y, ocasionalmente, ciervos. Y nosotros somos los malvados. Pero es que no podemos comer galletitas ni ensaladas, aunque quisiéramos. Va contra la naturaleza. O, dígame usted, ¿cuándo ha visto a un león comerse una pizza vegetariana? No somos malvados, no somos crueles asesinos que jugamos con el sufrimiento de nuestra comida ni lo hacemos por diversión, no llegamos a tanto. Sólo somos lobos. Lo de Caperucita es un caso aislado y habría que dudar de la versión de la niña. ¿Es que acaso la niña le ofreció al lobo en algún momento alguno de los víveres que guardaba en la canasta? Y si nos apegamos al registro de los hechos, la niña todo el tiempo estuvo burlándose y provocando al buenazo del lobo; que si sus orejas, que sus ojos, que si sus dientes. Usted seguramente también se molestaría si yo me burlara de su aspecto y le dijera que tiene cara de morsa vieja o que parece chichicuilote. No estaría padre, ¿verdad? Por eso no se lo digo, para que no se moleste. Pero esa niña no se callaba y, aunque los lobos no somos violentos, sí somos un poco temperamentales cuando se nos provoca. Es el instinto de defensa, ¿sabe? Y, además, todos tenemos un límite. Y esa niña hable y hable pues, sí, ocurrió lo que tenía que ocurrir. El lobo reaccionó: Se defendió de las agresiones como lo haría usted si le digo que tiene patas de codorniz. Y la niña, claro está, chille y chille y llega el cazador y ¡bam! mata al lobo por el estúpido cliché de que somos malos. Sufrimos mucho ese día, ¿sabe? Era el cumpleaños de Joselo. Y nos quedamos esperándolo. Nunca llegó a su fiesta. Todo por aquella niña. … Además, ¿qué hay de los padres?, o más específicamente, ¿de la madre? El registro claramente indica que la madre la mandó a visitar a su abuela. Y aquí le pregunto yo: ¿A qué madre desnaturalizada se le ocurre mandar a su hija, sola, a través del bosque donde, sabemos, los peligros están a la orden del día? A eso, señores, y no al pobre de Joselo, le llamo yo un monstruo. … Lo de los cochinitos fue algo similar. Y ocurrió lo que ocurriría si ponemos una cebra frente a un león hambriento y la cebra se burla y provoca al león. Se convierte en algo personal y el león buscará comer ya no a cualquier cebra sino a aquella que le estuvo provocando hasta el hartazgo. Ya le dije que somos temperamentales, pero jamás actuamos con malicia. Es sólo instinto, supervivencia, y no más. De manera que, como podrán ver, existe una explicación satisfactoria y exculpatoria a cualquier crimen que nos imputen, incluido el del niño Pedro, que se volvió presa fácil en el pueblo como consecuencia de sus mentiras. Tenía hambre y corrí para alcanzar a mi alimento que no dejaba de gritar: “¡El lobo, el lobo!” haciéndome quedar como un ser desalmado. Y yo tengo alma. Y apetito. ¿Crimen, señores? ¡Nada más falso que eso! ¿O no iría usted tras su pavo en navidad si éste se levantara y corriera por entre los muebles gritando “’El humano! ¡El humano!”? Es cuestión de orgullo propio. De lo contrario sería el hazmerreír de todos los convidados. Es cuestión de orgullo y, en mi caso, de supervivencia. No matamos por crueldad. Y somos, a diferencia de los humanos, plenamente conscientes de que lo que comemos son seres vivos. Como nosotros. Es por eso que no lo hacemos por diversión. Ni por maldad. Sino única y exclusivamente por hambre y para seguir viviendo. Y siempre nos ponemos en lugar de la presa, en un momento que puede parecer de debilidad, y pensamos: “Ojalá que huya.” Aunque con eso corramos el riesgo de perder nuestra comida. Lo hacemos. Nos pasa de verdad. Sobre todo, con los corderos. No sé, pero tienen una carita que hace que le entren a uno ganas de darles siempre otra oportunidad. Así que, como pueden ver, señores, no somos malos. No somos crueles. No somos asesinos. Somos depredadores, sí, pero depredadores sensibles al miedo, al dolor y al sufrimiento de nuestras presas al punto de llegar a ser magnánimos. Y como para muestra basta un botón, y considerando que con esta defensa se me ha abierto el apetito, les daré una prueba irrefutable que a la vez es una oportunidad de vida: Señores, ¡Huyan...! © Alfonso Díaz de la Cruz Conrado Córdova Trejo. Estudió Letras hispánicas en la Universidad de Sonora y fue parte del “6 ½”. Se jubiló como docente de Colegio de Bachilleres de Sonora. Tiene las publicaciones: Algo para leerse en un cuarto oscuro (Unison, 1989), Cogitación de aprendiz (Independiente, 1997) , Exilio de lobos ( Mini libros de Sonora, 2017), Acerca de la luz (Garabatos, 2018) y Narraciones apócrifas (Garabatos, 2019)
DURMIENTE Conrado Córdova Trejo El príncipe Jesús Antonio se acercó ceremonioso al lecho donde yacía Zulma, en un sueño maléficamente inducido por años y años, hasta que con un beso retornara otra vez a la vida. Parecía que invernaba sin ser una ardilla o un oso y en plena primavera. En la habitación las enormes cortinas se movían como alas de mariposa al ligero paso del viento. De los jardines ascendía el coctel de fragancias. Los criados entraban y salían atendiendo el más mínimo detalle: cambiaban las sábanas, limpiaban su rostro, manos y pies con agua de azahar. Hablaban quedo al realizar sus deberes, temían perturbar ese sueño profundo de acantilado. Recordaban sus hábitos y lloraban en silencio, por esas travesuras que la marcaban, como la costumbre de no enjuagarse la boca por las mañanas, o a ninguna hora. Desde la almena los vigías atendían el camino, que se volvía un hilo que se ocultaba en el valle; otros atendían el helado camino a las montañas, lleno de precipicios y por último alguien cubría el salado camino al mar, de donde llegaban ocasionalmente hombres borrachos de olas. Eran los posibles puntos por donde debería aparecer el príncipe Jesús Antonio para regresar la vida a la princesa. En la espera seguían velando ese sueño hora a hora, día a día mes a mes, llevaba más de un año dormida. En los primeros días del sueño a alguien se le ocurrió juntar a todos los gallos del reino para que la despertasen, aunque no fuese la madrugada. Pero fue 99 en vano, ella seguía atada a un lugar donde todavía no había estrellas. Casi habían perdido la esperanza, el otoño había iniciado con cierta lentitud en el reino, cuando se alcanzó a ver una polvareda que se acercaba por el hilo del valle. Poco a poco empezó a tomar forma, ya se apreciaba una capa ondear sobre un caballo moro y a centellar los adornos de sus vestiduras. Los gritos de júbilo se multiplicaron desde la almena hasta las calles del reino y cientos de súbditos como en una romería salieron a recibir al príncipe. Parecía que hubiese reconquistado Tierra Santa y trajese en las alforjas el Santo Grial. Venía empolvado, con la boca seca y acalorado. La gente se le emparejó al trote del caballo, tocando sus botas y gritando su nombre. Un sacerdote lo bendecía desde lejos y los laúdes y las flautas despertaron. Alguien ya escribía los primeros versos de un romance del príncipe Jesús Antonio, rescatando de la muerte a la princesa Zulma. Desmontó y sacudió el polvo. Preguntó si en este castillo se encontraba la princesa Zulma en su letargo. Le respondieron que sí. Pronto le ofrecieron agua fresca y la bebió sin detenerse. Sorbió también un vaso de vino y siguió caminando, como si quisiese desentumir las piernas. Ascendió una prolongada escalera de caracol. Comentó que se había guiado hasta este lugar por medio de los mapas estelares realizados por Antonio Sánchez y por los romances, donde se detallaba la desgracia de la princesa durmiente. Al entrar toda la comitiva a los aposentos de Zulma, el olor a flores era impresionante, aunque fuese otoño; más parecía un jardín que una habitación. El príncipe se quitó el sombrero, la capa y avanzó a la cama. Descorrió los velos y apreció un bello rostro 100 pálido, con una cabellera obscura, densa y larga. Había recorrido por meses una ruta de estrellas, guiado por la constelación de Orión. Había tenido el temor de que otro príncipe se hubiese presentado antes. Limpió sus labios y lentamente se agachó hasta el rostro de Zulma. El rostro olía a azahar. Sintió el delicado respirar y besó sutilmente con amor los labios semifríos. Ante el contacto, éstos se abrieron como una flor ansiosa de luz. El príncipe se apartó y se sostuvo de uno de los acompañantes, se le aflojó el cuerpo y se le doblaron las corvas. Mientras la princesa se desperezaba, bostezaba, se incorporaba y veía a la multitud con asombro; el hechizo, cedió con la rapidez de ese beso tierno y nuevamente brillaban sus ojos. A un costado de la cama de la princesa el príncipe se derrumbó, padeciendo de convulsiones y gritos desgarradores, como si hubiese bebido un veneno explosivo. Quedó sin vida y con un gesto de asco y desconcierto en el rostro. Jesús Antonio había sido fulminado por el hedor recalcitrante y acumulado en la boca de Zulma durante un año; más aún en la fiesta donde la princesa se desvaneció por el maleficio, en ese momento comía carne asada, que se le incrustó entre los dientes. El tufo de la boca de Zulma era el de una letrina mortal. Al tender al príncipe, en el antes lecho donde yacía la princesa, ya se iban armando versos de un romance, sobre un príncipe que había muerto dando su vida para rescatar de los valles tenebrosos de la muerte a la princesa Zulma. © Conrado Córdova Trejo JOSÉ BAROJA Nació en Valdivia, Chile, en 1983. Egresado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, posee los grados de Licenciado en Letras, mención Lingüística y Literatura Hispánica y Magíster en Letras, mención en Literatura, ambos obtenidos con máxima distinción académica. Siendo especialista en las obras del Siglo de Oro español, Baroja ha dictado cátedras sobre la materia, así como sumado varias publicaciones acerca de la literatura hispanoamericana en revistas especializadas del continente. Desde el 2006, también ha participado en actividades culturales ligadas con el mundo de las letras, tales como charlas en colegios, fanzines, cafés literarios, diálogos, foros, revistas, prólogos, cuentacuentos, etc.
HERENCIA JOSÉ BAROJA “El paso del tiempo condena al olvido la memoria de un país”. Arthur Miller Son las siete de la tarde, Joaquín está entretenidísimo jugando con sus matchbox sobre la gran alfombra que cubre casi todo el living. Solo tiene cinco añitos. Ya han pasado varias horas desde que regresara de la escuela por lo que ahora simplemente sonríe. Sonríe, como todo niño o niña debería hacerlo a su edad, sobre todo cuando está acompañado por sus juguetes favoritos y por una imaginación que, afortunadamente, aún permanece viva. Joaquín conoce de memoria el nombre y modelo de cada uno de los coches que tiene allí regados. Me retracto, no están regados, están colocados estratégicamente. Cada línea de la enorme alfombra representa en la mente de Joaquín un camino dentro de la gran ciudad, cuyos límites él mismo ha establecido: al Norte, la cordillera (el sofá); al Sur, el mar (el piso flotante); al Este, un pequeño monte (la caja de sus juguetes); al Oeste, una mínima pirámide (sus zapatos). Él se ocupa con la habilidad de quien da vida a lo que no lo tiene de mover los carros de un lado a otro, de hacer las voces y los ruidos de éstos como si fuera un artista mostrándonos su particular mirada. Cada cierto tiempo, se escucha un fuerte ¡brrrum, brrrum! Joaquín sonríe. A las siete con treinta, un vehículo se ha detenido fuera de su casa. Probablemente sea su padre. Sí, es él. Su madre se lo ha hecho saber al dirigirse con cautela hacia la puerta principal. Joaquín ha dejado sus matchbox para correr a saludar a ese hombre al que no ve muy seguido. De seguro le ha traído un nuevo juguete para así aumentar su ya de por sí numerosa colección. ¡Sí! ¡Una furgoneta! Es igual a la que maneja él. Gracias, papá, se escucha decir con esa genuina alegría de quien no ha perdido su imaginación por la escuela o por el diario vivir. Rápido se la enseña a su madre, quien le sonríe con amor, aun cuando desde hace varios días solo finge una explícita felicidad. Por su hijo, piensa. Joaquín no ha notado esto; o eso creo. Su mamá es su mamá, punto. Cosas de grandes, punto. Quizá sus pocos años lo protegen de algo más. No estoy seguro. Joaco corre de regreso a la alfombra para sentarse entre esos carros que sin él no tendrían vida. En tanto, su padre le ha regalado una dura mirada a Andrea sin decir palabra alguna. Ha salido nuevamente por esa puerta como si el diablo lo empujara. Joaquín ha vuelto a su juego, ha elegido la furgoneta; afuera, Raúl ha encendido el motor de la suya. Debe reunirse con dos personas con las que previamente ha hecho un trato. Joaquín ha puesto en movimiento el carro que le acaban de regalar. Una media hora después, su padre recogerá a esos dos sujetos cerca de Juárez. Una media hora después, Joaquín escuchará a su madre llorar. Raúl, Mireya y Artemio se colocarán un pasamontañas antes de llegar al destino. Joaquín correrá donde Andrea para abrazarla. Como carroñeros dos se bajarán del vehículo para quitarle la vida a aquello que ya lo tiene. Joaquín abrazará con fuerza a su madre dejando el juego atrás. Ellos golpearán a una mujer en la cabeza. Se la llevarán a la furgoneta. Joaquín llorará desconsoladamente sin tener claro el por qué. Sin tener claro lo que vendrá. © José Baroja José Luis Barragán Martínez. Originario de Cuauhtémoc, Colima, radica en Hermosillo, Sonora, desde 1979. Estudió Ciencia Política y Administración Pública en la Universidad Nacional Autónoma de México, y Sociología en la Universidad de Sonora. Desde 1986 ha colaborado en diversos periódicos y revistas con temas socioculturales.
En esa casa sí hay papá José Luis Barragán Martínez La vida de aquella calle en aquel fraccionamiento semi nuevo había sido sin novedad, comentarios normales por la remota reestructuración de la deuda hipotecaria, arreglos entre vecinas para ir a medias con el costo de las bardas tan necesarias para resguardar mejor sus casas (“casas guajoloteras” dicen ellas y sueltan la carcajada), temblorina por los gastos de diciembre que se acercan, posible cooperacha colectiva para el pago de policía porque los malandros ya mostraron su presencia y hasta en la espalda se han llevado los tinacos. Pero aquella tarde algo nuevo había ocurrido; Samuelito, de seis años, había entrado corriendo a la casa con rostro de sorpresa y, jadeando, llamó a su madre. —¡Mamá, mamá, ven! Tomó a su progenitora de la mano y la mujer, no más de veinticinco años, se dejó llevar. En la banqueta, el niño señalaba atropelladamente la casa abandonada de enfrente y cuya ocupante no había podido seguir cumpliéndole al banco, las “ratas de dos patas” se habían llevado puertas, ventanas, sanitario y demás, y ahora de un troque bajaban catres, estufa de petróleo, un abanico, tres sillas y una mesa. Las bolitas de vecinas se formaron aquí y allá, una de las mujeres se acercó con la mamá de Samuelito y comentó. —Dicen que se trata de una familia de Zacatecas, que vinieron al corte de la uva y que se van a quedar a vivir en Hermosillo, están invadiendo la casa, a ver cómo les va con el banco, de seguro los van a echar pero cuando menos van a librarse de pagar la renta durante un tiempo. Al día siguiente, al mediodía, Samuelito entró nuevamente a su casa y gritando sacó a su mamá a la calle, señalando la casa de enfrente. —¡Mamá, mamá, en esa casa hay papá, en esa casa hay papá! Sin dar tiempo a ninguna respuesta, el niño interrogó. —Mamá, ¿qué es un papá? Sucedió que sin darse cuenta, sin haberse puesto de acuerdo, en aquella calle del aquel fraccionamiento habían coincidido mujeres solas, madres jóvenes con hijos que no conocían a sus padres: Martha (le gustaba que le dijeran “Martell”), de veintisiete años, había ido a Tijuana a probar fortuna y regresó con tres niños, dijo que por allá se había casado pero que había enviudado, los pequeños tenían ojos, piel y pelo de diferentes colores. Estefanía, veinticinco años se decía “mujer liberal”, trabajaba en una estética, en cuanto empezó a ganar dinero se independizó de sus padres, quería ser libre de hacer lo que le viniera en gana, libre de dirigir su vida, nadie supo (ni nunca quiso decir) la paternidad de sus dos pequeñas. Clara, veintiún años; se casó a los dieciséis, pero antes de que naciera Clarita se divorció “por incompatibilidad de caracteres”. Catalina, veintinueve años, tres hijos; se rumoraba que su amor de siempre estaba en la cárcel y que lo visitaba con frecuencia, los niños no lo conocían. Mercedes, Ramona, Carmina, Ofelia, Soledad, Carlota y demás eran otras tantas madres solas, madres jóvenes que trabajaban duro para sacar a sus hijos adelante. Y aquel papá, aquel hombre raro para aquellos niños, aquel ex pizcador de uva originario de Zacatecas acostumbraba salir por las tardes y sentarse en la banqueta a tomarse una taza de café. Los niños lo veían de lejos con curiosidad, poco a poco se fueron acercando y poco a poco le fueron tomando confianza. —¿Cómo te llamas?”- preguntaron. —Crisóforo—Todos sonrieron, más porque el hombre tenía las mandíbulas muy grandes. Unos le decían “micrófono”, otros “gorgorito”, “Nicéforo”, “fósforo”, pero todos le fueron tomando cariño, mucho cariño. La simpatía fue mutua, más porque Crisóforo tenía los dientes manchados y algunos de los niños también. —Es por el agua de Zacatecas que tiene minerales y los afecta, además, aquí en Hermosillo también hay gente con los dientes amarillos, me dicen que hace tiempo el agua de por acá estaba muy clorada—les dijo. Con el tiempo, los niños esperaban con ansia que llegara la tarde para que aquel hombrón saliera a tomar café, les había despertado un sentimiento muy bonito, inexplicable, que los hacía sentirse bien, como si su presencia fuera un manto protector, de seguridad. Mientras tanto, las madres observaban de lejos, sin intervenir, sólo dejaban que la vida siguiera, ninguna quería pensar qué sucedería cuando aquel ex pizcador de uva de la costa se fuera, que el banco lo echara, sólo querían saber, por el momento, que en aquella casa sí había papá, y que los niños eran muy felices por eso. © José Luis Barragán Martínez |
AuthorEsta sección de Peregrinos y sus letras, será dirigida por Esteban Domínguez (1963). Licenciado en Letras Hispánicas (UNISON). Ganador del concurso del libro sonorense en el género de novela en el 2002. Su libro de cuentos Detrás de la barda fue seleccionado para las bibliotecas de aula de la SEP en el 2005. Ganador del Concurso del Libro sonorense, 2010 en el género cuento para niños, con el libro El viejo del costal. Fue presidente de Escritores de Sonora, A.C. y actualmente dirige la Editorial Mini libros de Sonora. Archives
April 2020
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