Por Héctor Vargas
En el pueblo había personajes muy interesantes, como la frecuente presencia del conocido actor Joaquín Pardavé y su señora esposa, en su finca Cholita. Otra visitante renombrada fue la actriz Sofía Alvarez, quien tuvo el apoyo del Gral. Maximino Avila Camacho para trabajar en muchas películas filmadas en México, inclusive con Cantinflas, en “Ahí está el detalle”. Después de la muerte del general, seguía yendo reservadamente y por muchos años, a depositar flores a su tumba en cada aniversario. Deambulaba por el pueblo una anciana pordiosera acompañada de un rechoncho puerco al que llamaba Chacho, que como perro faldero, la seguía obedeciendo sus órdenes. La gente le socorrió además de algunas monedas, con comida, ropa y muebles viejos. En una ocasión en que junto con mi compañero andábamos por las orillas del pueblo buscando dónde pudiese haber animales, llegamos a su humilde choza. Seguramente avisada por vecinos, escondió a su Chacho dentro de un viejo ropero de dos lunas que adornaba la salita de su vivienda. Cuándo preguntamos por él, ya que eran inseparables, nos dijo que ya no lo tenía. La verdad es que temía se lo vacunamos, pues corría la versión de que así los estabamos matando. Lo curioso, es que mientras estuvimos ahí, el puerco no hizo el menor ruido ni movimiento en el interior del ropero, como si supiese el riesgo que estaba corriendo. Al final, logramos vacunarlo. Otro caso muy peculiar, era el presentado por un rico negociante del lugar, quien viviendo en una mansión ubicada en el centro del pueblo, junto con su esposa y su única hija, tenía ahí mismo dos vacas jersey muy finas, porque quería dar a su familia alimento sano. Para tal efecto, contrató, además de los habituales sirvientes en la casa, dos estableros para cuidar y asear el lugar donde se encontraban dichas vacas. Esos empleados, estaban exclusivamente dedicados a mantener una extrema limpieza en aquel lugar, cuidando, cada vez que las vacas se orinaban o defecaban, limpiar inmediatamente el piso de cemento y bañarlas, pues tenía una fobia muy fuerte hacia las moscas. Para la ordeña, tenían que esterilizar los recipientes usados, así como sus manos y ropa. De entre aquel conjunto de personas tan peculiares, destacaban dos ancianas, quienes para sobrevivir modestamente aunque sin apremios, ejercían un oficio inaudito cargado de paciencia. Se dedicaban a vender pájaros, a los cuales enseñaban a hablar. Bueno, a imitar voces. Dichos pájaros, tardaban algunas veces hasta tres años en aprender los sonidos de las letras de canciones populares. Los tenían en tres categorías, según sus habilidades para aprender: De una, dos o tres canciones, llegando a valer hasta mil pesos por canción. Una de las familias de abolengo fué la del italiano Vicenzo Lombardo Cetti, con una historia sorprendente, según me informaron de su pasado. Viviendo en Teziutlán, tenía a su cargo una casa de cambio en el vecino pueblo de Martínez de la Torre, en el Estado de Veracruz. Ahí se negociaban convenios de compra y venta de ganado y de las diferentes cosechas de los cultivos de la región, depositándose ahí mismo el monto de dichas transacciones (No había en ese entonces bancos en esos lugares) para mayor seguridad, pues eran zonas constantemente asoladas por abigeos, cuatreros o gente alzada contra el gobierno buscando recursos para su causa, que asaltaban y mataban a la gente pudiente. Cuentan que en una ocasión, le avisaron a don Vicenzo con mínima anticipación del inminente ataque que planeaban aquellas huestes para robarle el resguardo que celosamente cuidaba y que siendo temporada de cosecha, significaba un importante capital. Presuroso, con la ayuda de su más fiel servidor, esa misma noche vació la caja fuerte y empacó en bolsas de cuero las monedas de oro y plata con las que en esos tiempos se hacían los negocios y a lomo de mula salieron en la madrugada rumbo a Teziutlán. La recua consistía de diez robustas acémilas. El sol les agarró trepando por la sierra, evitando los caminos de tránsito o rodeando pueblitos o ranchos para que nadie pudiese dar razón de su huída. Así caminaron durante todo un día y en la noche tuvieron que acampar para dar descanso a las mulas por lo pesado de la carga. Al amanecer del día siguiente, siguieron serpenteando buscando los arroyos que bajaban en torrente para no dejar huella por si los seguían. Al tercer día, don Vicenzo, armado con su pistola, iba adelante arreando sus mulas y su fiel criado al cuidado de la retaguardia, con el único rifle que tenían y con oído avizor por si acaso los seguían. Cuentan que ya cayendo la tarde de ese día, don Vicenzo escuchó una breve balacera y como ya había descargado para el descanso de sus mulas, rápido empezó a escarbar y a esconder todas las bolsas conteniendo el dinero. Luego espantó a dos de sus mulas lejos del lugar donde se encontraban acampados y empezó a caminar toda la noche jalando por la rienda al resto y las fué soltando poco a poco para que no despertaran sospecha todas juntas. Del criado, no se supo nunca más, pues jamás volvió a aparecer. Don Vicenzo, anduvo errando otros tres días y por fin pudo llegar a salvo a Teziutlán. Siguieron diciéndome que años después, algunos miembros de su familia y amigos, le pidieron que fueran a recuperar lo enterrado, porque al cabo ese dinero ya no era de nadie, puesto que los bandidos, al no poder arrebatárselo a sus dueños en su intentona, de puro coraje los mataron junto con sus familias cuando se los exigieron. Don Vicenzo,muy firme, se negó en absoluto, aduciendo que ese dinero no le correspondía y por lo tanto no quería aprovecharse de un bien que no le pertenecía. Pasó un tiempo viviendo modestamente, mientras prospectaba en los cerros circunvecinos buscando oro. Un día, en el pequeño pueblo de Aire Libre, cercano a su casa, encontró una veta de un mineral la cual mandó a analizar a los Estados Unidos. Resultó que no contenía oro, pero en cambio, había cobre de excelente calidad y manganeso. De inmediato recibió interés de un decidido inversionista y así se formó la Teziutlán Copper Co., de quienes anualmente recibía un millón de dólares por concepto de regalías. Como dato paradójico, uno de sus hijos, el Lic. Vicente Lombardo Toledano, fue líder de izquierda en México, defensor de la clase trabajadora y fundador del sindicato de trabajadores con mayor representación política. Siguieron diciéndome que para no ostentar la alta posición económica de su familia, se mandaba hacer docenas de trajes con idéntica tela, para que la gente creyese que tenía solo uno. Retomando el tema de mi actuación en la vida social de Teziutlán, me nombraron presidente de la Feria Agrícola y Ganadera que año con año se celebraba con gran expectación y esplendor. El festejo que más llamaba la atención, era el concurso para elegir a la Reina que engalanaría con su presencia hasta el siguiente año, todos las actividades que desarrollasen en la Feria. En mi doble calidad de presidente, propusimos a una de nuestras “Mostacillas”, compitiendo contra otras que no pertenecían al club. Ese año la competencia estuvo muy reñida, por lo que me acerqué a doña Soledad Orozco, esposa del Presidente Avila Camacho y le pedí su generosa ayuda para adquirir más votos a nuestra candidata. Cual no sería mi sorpresa que al día siguiente, uno de sus ayudantes me entregó un sobre con un billete de diez mil pesos, nominación vigente en aquellas épocas. Nuestra candidata resultó electa por amplio márgen. El Presidente Avila Camacho nos facilitó una exhibición ecuestre, encabezada por el entonces coronel Mariles montando su famoso caballo Arete, quien acababa de resultar triunfador en la competencia de salto en las olimpiadas, venía acompañado con el resto del equipo ecuestre de la Secretaría de la Defensa Nacional. En la noche, para cerrar con broche de oro los festejos de la Feria, tuvimos un fastuoso baile en el hotel Virreynal. DIcen que en el libro de la Historia siempre hay una página negra. Aquí se repitió dejando un hondo penar. Los jóvenes tenientes componentes del equipo, alojados en el mismo hotel, celebraban copiosamente por su cuenta su actuación y bajaron de sus habitaciones a mezclarse con la concurrencia del baile. Uno de ellos, el más tomado, sacó a bailar a una de las más jóvenes de nuestras socias, quien venía acompañada con su novio, un muchacho perteneciente a una de las familias más distinguidas del lugar. Por cortesía, ella accedió y el teniente se animó a seguir bailando sin soltarla y al negarse ella a continuar, en forma prepotente empezó a jalonearla, saliendo su novio en el acto a defenderla. Llegaron a los puñetazos y al rodar en el piso, se acercaron los demás integrantes del equipo y empezaron a golpear salvajemente al novio, quien por su corta estatura y débil constitución física, llevaba la peor parte. Sus dos hermanos, al ver aquello, salieron en su auxilio, pero el número de atacantes era superior y los sometieron, enseñándose contra el mayor de ellos, a quien ya inconsciente y en el suelo, empezaron a herirle en la cara y en su cuerpo con los acicates de sus botas. Todo ello se suscitó en breves minutos. Muchos nos enteramos al oir los gritos de auxilio de la concurrencia y en ese momento bajó de su habitación Mariles y con voz enérgica ordenó la retirada a los componentes de su equipo y en pocos minutos, abandonaron presurosos el hotel rumbo a la ciudad de México. El baile se suspendió ante lo sucedido y los heridos fueron atendidos esa misma noche. Quedó un sabor muy amargo entre los comensales. Todo el pueblo se unió en la lamentación de lo ocurrido El equipo quedó proscrito de retornar a Teziutlán. A los agredidos, les tomó varios meses de tratamiento para reconstruir sus rostros y sanar las heridas en sus cuerpos. Con lo acaecido, tuvimos un receso en nuestras actividades sociales. Además, mi trabajo se acrecentó al quedarme solo durante una semana, pues mi compañero salió a gozar sus vacaciones. Coincidentemente, se requirió de obtener mayor suministro de agua y energía eléctrica, al ampliar las instalaciones administrativas y de servicio en el campamento de la Comisión. Otra vez tuve que actuar como mediador para conseguir tales servicios ante el Presidente Avila Camacho, lo cual logré después de varios días de espera, pues tenía su agenda muy ocupada. Mientras, me asignaron un vehículo más grande, un Power-wagon, ya que me acompañaba un pelotón de soldados como resguardo, incursionando en lugares antes no visitados. Con este acompañamiento, tuve experiencias muy interesantes. Por ejemplo, había lugares donde la gente asustada corría apartándose de nuestro camino, pues no habían visto jamás un vehículo en su vida. En otra ocasión, llegamos a una pequeña aldea con apenas una docena de chozas y no vimos a nadie. Me bajé del vehículo, junto con el cabo de mi pelotón y nos dirigimos a la choza más cercana preguntando en voz alta si había alguna gente dentro. Al no obtener respuesta, me asomé al interior y vi a una anciana acostada en un petate con una expresión de terror y sin poder articular palabra. Al regresar a mi vehículo, salió de entre las plantas que circundaban el área, un jóven campesino tembloroso diciéndome en un español difícil de entender, que la anciana era su madre. Entró a hablar con la anciana y ya más calmados, empezaron a salir el resto de la familia, quienes igualmente se habían escondido ante nuestra llegada. Luego, como pudo, me explicó que su madre, siendo niña, había sido testigo de la matanza perpetrada en su familia por fuerzas militares en épocas aciagas y al verme con un soldado, creyó que iba a suceder lo mismo. En otra ocasión y por diferente área, vimos a un niño pastoreando un rebaño de más de doscientos borregos. Le pregunté que cuántos borregos cuidaba y me contestó que no sabía el número. Entonces, ¿cómo sabes si se te pierde alguno? Le pregunté. Por que los conozco a todos, me respondió. A ver, vamos a hacer una prueba, le dije, si me la adivinas, te regalo este paquete de dulces, que yo acostumbraba traer consigo para regalar A ver, vamos a dar una vueltecita en mi camión y a esconder unos de tus borregos. Y luego me vas a decir cuántos te faltan. Le dimos un pequeño paseo y luego que regresamos le volvimos a preguntar. Bueno, ¿dinos cuántos te faltan? No tardó ni cinco minutos y muy seguro nos respondió: Me falta “La Chorreada y la Pintita” . Se ganó dos bolsas, pues mi cabo le regaló la bolsa donde traía los tacos de su bastimento. Y pensar que una inteligencia así se puede quedar toda una vida pastoreando. En otra ocasión, me dieron una conmovedora lección de lo que para algunas personas significa el arraigo a la tierra. Entre las funciones que se me asignaban, estuvo la compra de avena para la caballada. Entre los proveedores, encontré a uno que sembraba gran extensión en unos montes limitando con el pueblo de Perote, en el estado de Veracruz. A pesar de tener visión natural para los negocios de donde obtenía buena cantidad de dinero por su venta, este hombre, su esposa, dos hijos y una hija, vivían en lo alto de la sierra, en una choza que levantaba apenas un metro y medio del suelo, con frío y sin agua en su cercanía, ni escuela o servicios sociales a la mano. En repetidas ocasiones le aconsejé que con sus posibilidades podría mudarse a una ciudad o a una región más benigna y no seguir sufriendo las carencias que les agobiaban. He aquí su respuesta: En estas tierras nacieron y murieron mis abuelos, mis padres y aquí están mis hijos que me ayudan. No aspiro a vivir en otro lugar. Aquí también yo moriré algún día. En una ocasión, la única, me invitó a tomar café dentro de su casa. Era una sola habitación que fungía como sala, comedor, recámara y cocina con estufa de leña, muebles desvencijados de madera. Dos lámparas de gas alumbraban a duras penas aquella penumbra. Fue grande mi sorpresa cuando ví, cerca de la mesa donde nos sentamos, un enorme candelabro de plata maciza, muy pesado, de aproximadamente un metro de altura por unos diez centímetros de diámetro, simulando una garra de águila aprisionando una bola de cristal. Asombrado, le pregunté por aquello y me confesó que su padre, escarbando en una cueva, la había encontrado por aquellos montes. Me explicó que había muchas leyendas de tesoros escondidos en esa zona. En tiempos de la Colonia, la Nueva España enviaba por diligencias el diezmo de lo recolectado por el Virrey en turno. Dichas diligencias, sufrían el amago de robo en dos lugares en su trayecto desde la ciudad de México al puerto de Veracruz, donde se embarcaban las remesas de oro y plata. Uno de esos lugares, era Río Frío, en el estado de Puebla, pues al subir la sierra desde el valle de México, las diligencias aminoraban su velocidad, siendo presa fácil de los bandidos que por ahí las esperaban. El otro lugar, era Perote, en el mismo estado de Puebla, parada obligatoria para la remuda de bestias. Los bandidos esperaban a un lado del camino el paso de las diligencias y luego de asaltarlas, huían con el botín a través de un vasto territorio rocoso y yermo llamado malpaís, que se extiende hasta las faldas de la sierra de Puebla, precisamente donde tiene sus siembras mi proveedor de avena. Ahí enterraban el producto de sus asaltos. A la fecha, después de tantos años, las leyendas siguen vigentes y desde la carretera, sobre todo los fines de semana, un panorama consuetudinario en esa sierra es ver las luces de varias fogatas de gente acampada buscando afanosamente los codiciados tesoros. Hasta mi me afectó ese afán. Resulta que el tesorero del club de las Mostacillas tenía planeado visitar a su padre, quien vivía separado de la familia en una remota hacienda en el estado de Veracruz y me invitó a acompañarle. Un viaje sorprendente por lo feraz del terreno, tupido de árboles de caoba y lagos por doquier. Nos recibió muy amablemente y en la noche, después de una opípara cena, nos quedamos largas horas charlando dándole sorbos a un exquisito café. El señor me preguntó sobre mi trabajo y al referirse a mis aventuras descritas en el párrafo anterior, me dejó alelado al proponerme un negocio al que iríamos por terceras partes. Me mostró lo que se llama “un entierro”: un legajo escrito en pergamino donde dibujos a colores y letra muy garigoleada, un bandido relata donde enterró su tesoro, precisamente en la zona antes descrita. Dando santo y seña de su localización, pidiendo que la persona que lo encontrase, pagara misas en su nombre para la salvación de su alma por los crímenes cometidos, pues en dicho documento se asentaba que había asesinado ahí mismo a las personas que le ayudaron a enterrar el tesoro y que por achaques que lo tenían postrado, ya no era capaz de recuperarlo. Yo reconocí con familiaridad, por los nombres y señas dadas, que eran de la zona donde vivía el proveedor de avena. Quedamos muy ilusionados los tres, maravillados con aquella afortunada coincidencia. Cuando regresamos, mi amigo y yo nos dispusimos a hacernos millonarios, por lo que el primer fin de semana emprendimos la búsqueda. Al llegar a la zona descrita, el documento indicaba que había que caminar cien pasos desde una roca en forma de pera, hasta donde estaba plantada una cholla, de ahí, con dirección hacia donde sale el sol, treinta pasos hasta llegar un maguey grande. A su lado izquierdo, estaban enterradas dos bolsas con monedas de plata. En otra sección del pergamino, indicaba que a partir de la roca más alta que encontrásemos, caminar por la misma vertiente hasta llegar donde dá vuelta, y atrás de una nopalera, pegada al cerro, ahí encontraríamos unas rocas apiladas que obstruyen la entrada a una pequeña cueva, donde se encuentran ocho bolsas de cuero con monedas de oro y tres cuerpos de los que llevaron ese tesoro hasta ahí. Encontramos la roca en forma de pera, pero no la cholla. Lo mismo nos sucedió con el maguey. y los nopales. Hasta entonces nos dimos cuenta de que el famoso “entierro” estaba fechado hacía más de doscientos años atrás, por lo que las plantas ya no existían. Nos cansamos de hacer agujeros hasta dejar aquello como coladera y bien cansados nos regresamos tristes a Teziutlán con las manos ampolladas. Al inicio de la siguiente semana, la Comisión recibió aviso de que en un lugar cercano a la población de Papantla, en el estado de Veracruz, se había detectado un brote de fiebre aftosa, por lo que se recurría en auxilio para aplicar la medidas extrema del “rifle sanitario”, consistente en la localización de los animales enfermos, su ejecución por miembros del ejército y su entierro en grandes fosas rellenas con sosa cáustica. Salí comisionado con mi pelotón. El área infectada se encontraba en lo alto de la sierra, con unas cuantas chozas donde vivían los vaqueros que atendían aquel hato de ganado. Me tocó ayudar a organizar nuestra estadía, consiguiendo quien nos hiciera de comer y ordenar la distribución de las tiendas de campaña para todo el personal, médico, inspectores, soldados, operadores de equipo, etc., requeridos para aquella operación. Todo marchó sin contratiempos, y una día antes de nuestra salida de aquel lugar, una de las señoras que había contratado para la cocina, me llamó aparte para “pedirme un favor”. Ella era viuda con tres hijos. La mayor era una muchacha de unos 16/17 años de buena figura y agradables facciones, que le ayudaba en su trabajo. Desde que se juntó con su marido, siempre vivió en aquella choza y desde entonces nunca volvió a bajar a la ciudad. Me confesó que su hija andaba muy encaprichada a irse con uno de mis soldados que la andaba enamorando. Que ella temía por que había visto que el soldado fumaba mariguana y de seguro le iba a dar mal trato a su hija, por lo que mejor prefería dármela a mí, confiada en que yo le daría mejor vida. Traté de eludir aquel compromiso, pero la señora me dijo que su hija estaba bien “amuinada” y que de todas maneras se iría. Dándole vueltas al asunto, lo platiqué con uno de los veterinarios que atendieron aquel brote, con quien tenía buena amistad y de pronto discurrí la solución. Este doctor había padecido de viruela en su infancia y tenía el rostro lleno de cicatrices, lo cual desarrolló una acendrada timidez sobre todo con las mujeres. Nunca había tenido novia y ya tenía treinta y cinco años. Con un dejo de tristeza recibió la noticia sobre mi “regalo”, envidiandome mi suerte. Ahí “se me prendió el foco” y le propuse traspasárselo, saltando de alegría al imaginar que por fin iba a tener mujer. Aquello me libró de un pesar, pues cómo podría yo explicar aquello a mi novia y amistades al llegar a Teziutlán. Aquella muchacha no conocía aseo, apenas hablaba “castilla”, traía puesto solo una especie de bata muy usada y sin ropa interior. El veterinario luego luego echó a volar su imaginación: La llevaría a ciudad de México donde tenía una tía dueña de un taller en donde confeccionaban vestidos para novia y ahí la depositaría para que aprendiera el oficio. Se regresó conmigo trayendo su preciosa carga y se quedaron esa noche en mi departamento, pues le dió pena llevarla al hotel donde vivía, mientras le compraba ropa adecuada. Al día siguiente, me pidió que lo llevase con sigilo, por las mismas razones, a tomar el autobús a Perote. Íbamos en mi jeep, ella atrás y nosotros en los asientos delanteros. Poco antes de llegar a nuestro destino, tuve que detenerme antes de cruzar la vía y dar paso a un tren que se aproximaba, la muchacha se asustó con el ruido y como nunca había visto un tren, mucho menos tan de cerca, se volvió loca de terror y empezó a gritar y a arañarnos queriendo salirse del jeep. Cuando por fin llegamos a la estación de autobuses, solo me restó desearle MUCHA suerte a mi enamorado amigo. Pasaron muchos años y esto se convirtió en un cuento de hadas. La muchacha fué bien recibida, se adaptó, estudió y aprendió tanto el oficio, que a la muerte de la tía, heredó el taller. Cuando se finiquitó la Comisión, mi amigo se fue a vivir a la ciudad de México, donde se casaron y vivieron muy felices con sus dos hijos. En el pueblo, la vida seguía sin mayores novedades. La gente, acostumbrada a mi presencia, me miraba ya como parte del mismo. En una ocasión, circulaba en el jeep cuando en la acera contraria de la calle venía el repartidor de telegramas, quien al verme, me gritó. Oye, aquí te llevo un telegrama de tu mamá. Dice que están bien, que no te preocupes. En ese pueblo no podía haber secretos. Una vez vi un caso que aún me impacta. Conocí a un sabio alemán que vivía en las orillas del pueblo. Con frecuencia le visitaba apreciando sus vastos y profundos conocimientos sobre la naturaleza y sus principios filosóficos. Una eminencia. Sufría de un problema visual por el que no soportaba la luz que poco a poco le estaba dejando ciego, lo cual significaba un verdadera tragedia para quien tanto leía y estudiaba. En una ocasión, arribó al pueblo en su peregrinar por la región, un chamán muy renombrado, quien tenía muchos fieles seguidores convencidos de sus poderes curativos físicos y espirituales. Esa noche, visitaba a otro amigo cuando oímos un gran alboroto en la calle. Al asomarnos, vimos que era una procesión muy concurrida acompañando al chamán a una ermita cercana. Iba custodiado por gente con antorchas entonando salmos. A uno de sus costados, le acompañaba aquel sabio y su esposa. Para mi, fué un choque muy fuerte aquella escena. ¿Cómo es posible que alguien con esos conocimientos, pueda pensar que fuera de la ciencia logre encontrar la solución a un problema físico?. ¿Qué tan fuerte así es su desesperación por no perder la vista, que pueda acogerse a lo que se le presente?. ¿Dónde quedaron esos juicios basados en sus profundos estudios? ¿Es eso a lo que se llama FÉ? En mi mente aún se debate esa discusión. No había pasado siquiera un año, cuando aquel sabio murió. Su esposa me dijo que de tristeza. Meses más adelante, tuve otra duda. Por plática con mi compañero de trabajo, supe que en su tierra, Texas, había un pueblo, Cuero, donde hacían muy buenas botas. Con don Jesús el zapatero conocido, me habían hecho unas hormas de madera, con las cuales me confeccionó algunos pares de zapatos exactamente a mi medida. Así que mandé las hormas a Cuero y recibí un par de botas tejanas muy elegantes con mis iniciales. Me las quitaba solo para bañarme. A los pocos meses, sus tacones se desgastaron y le pedí a don Jesús que me los reparara. Al día siguiente me los devolvió y volví a calzarme mis botas favoritas. Para ese entonces, yo montaba con frecuencia y me gustaba bajarme saltando del caballo aún corriendo y clavar los tacones de las botas en el pasto y parar al caballo con las riendas que no había soltado. Así repetí la suerte, pero los tacones salieron volando ante el impacto, pues don Jesús, por no estar familiarizado con ese tipo de calzado, solo había utilizado cuatro pequeños clavos para colocarlos. Tuve una luxación muy severa y el pié se me inflamó al grado de que no pude sacarlo y tuve que cortar la bota para lograrlo. Así terminó mi lujo. Me recomendaron ver a un sobador para que me ajustara el tobillo, a lo cual me negué, pues alegaba que en pleno siglo veinte y la era atómica, la medicina había evolucionado bastante. Así que me puse en manos del doctor y durante quince días me daba terapia con rayos infrarrojos, pero la hinchazón no disminuía. Tampoco el dolor cedía. Hasta que por fin, un amigo me subió a la fuerza en su coche y me llevó con un afamado sobador de la región y después de dos o tres tirones, salí sin dolor y con los dos zapatos puestos. Entendí que por tratar la torcedura a la “antiguita”, el problema se había solucionado rápido. Ahora que menciono esta palabrita, recordé que en una visita a un pequeño rancho, le proponía a su dueño el recurrir al Banco de Esperma de la Secretaría de Ganadería y solicitar asistencia para mejorar la clase de su ganado por medio de la inseminación artificial, lo cual, le expliqué cómo, usualmente ya se efectuaba y que era una práctica tan generalizada que se aplicaba ya hasta en los humanos. Expresó su duda con mucho sarcasmo: No mi amigo, yo prefiero hacer mejor a toda ley a la “antigüita”. Durante ese tiempo, aprendí innumerables secretos que Natura nos ha puesto ante nuestros ojos durante toda la vida y no hemos sido capaces de comprenderlos. Por ejemplo, en el trabajo una vez tuvimos que auxiliar a otro distrito en la localización de ganado que ocultaban en algunas barrancas del Cofre de Perote, volcán de 4,200 metros de altura. Era época de invierno, por lo que el área en las noches enfriaba hasta la congelación. Una vez no alcanzamos a regresar a nuestra base y junto con nuestro guía, montamos un precario campamento consistente en una hoguera y nos metimos en nuestras bolsas de dormir a la intemperie, pues no traíamos tienda de campaña. El guía solo usaba una cobija de lana no muy gruesa. Esa noche no pudimos dormir a pesar del forro aislante de las bolsas. Nuestro guía, dormía plácidamente y en la mañana le expresamos nuestra extrañeza de cómo podía resistir el frío con aquella ligera cobija. Nos explicó que para soportarlo, humedecía la cara exterior de su cobija y al formarse hielo, éste no dejaba escapar el calor de su cuerpo, formando una cámara de vapor muy confortable. Aprendí el juego de unos niños en la cercana costa veracruzana, en donde había hormigueros de una especie roja, grandes, feroces, cuya picadura causa hinchazón y fuerte ardor. Con cuidado entre sus dedos, aprisionaban aquellas hormigas y las depositaban en sus desnudos bracitos y mordiéndose la punta de la lengua, producían una corriente eléctrica en su cuerpo que hacía saltar atarantadas al suelo a las susodichas hormigas. El juego consistía en ver a quién le saltaban primero. Pasaron muchos años y en uno de mis viajes, debido a una huelga de pilotos de avión, quedé varado algunos días en Surinam,. En su capital, Paramaribo, desemboca el caudaloso río Surinam, en el cual, junto con otro turista, nos aventuramos navegando tierra adentro. Llegamos hasta una aldea de aborígenes en estado primitivo, con sus desnudos cuerpos pintados de rojo, inclusive su pelo, cubriéndose solo el sexo con pieles semi-curtidas de animales cazados con flechas por ellos mismos, hablando un dialecto incomprensible, ví, con mucho asombro, que algunos de los niños jugaban precisamente con las hormigas en aquel juego que había visto varios años antes en México. Sigo preguntándome: Cómo es posible que se transmitiese tal conocimiento a o desde aquella remota aldea perdida en la espesura de la selva? Chi lo sa?. Who knows?. SDS (Solo Dios Sabe). Pasados algunos meses, en mi trabajo nos cambiaron de distrito, asignándome al estado de Michoacán, con base en la población de Zacapu, desde donde revisaría la zona del Bajío, abarcando parte de los estados de Michoacán, Guanajuato y Jalisco. Gran despedida me tributaron en los diferentes sectores de Teziutlán, sobre todo en el Club. Con mi novia, quedamos en que vendría a visitarla cuantas veces fuese posible. En Zacapu me encontré con mi nuevo compañero de trabajo, otro ranchero de Texas, quien padecía alcoholismo, pero lo sobrellevaba sin causar problemas, casado, sin hijos. Su jóven esposa, una bellísima persona, tanto en apariencia como en carácter. Rentamos un duplex, ocupando ellos la parte alta y yo la baja, la cual empecé a amueblar para cuando me casara. Mientras, hicimos un arreglo y tomaba mis alimentos con ellos. Solíamos salir a pasear los tres, pues yo conocía muy bien el estado de Michoacán, porque mi padre era originario de otro pueblo en el mismo estado y lo habíamos recorrido varias veces. En el trabajo, yo llevaba la batuta, mi compañero se limitaba a acompañarme. Salíamos en un jeep y parte de nuestro recorrido lo hacíamos a caballo. Cercana a este lugar, hubo en tiempos anteriores a la Revolución, una hacienda, Cantabria, cuya cosecha de maíz, en aquel tiempo, su venta producía tres millones de pesos, al grado de que para transportarla a la ciudad, se tuvo que construir un ferrocarril. Es una historia apasionante: Porfirio Díaz, el dictador que gobernó México por más de treinta años, entre sus muchos compadres, tuvo uno llamado Íñigo Noriega, español, con una visión muy amplia en irrigación y canales. Este le propuso a Díaz la desecación de una gran ciénega que se extendía, sin ningún provecho, varias hectáreas al lado de Zacapu. Lo que se le concedió y al terminar su trabajo, en pago le premió regalándole el casco de la misma, riquísimas en humus y detritus vegetales, tan fértil, que su proporción era de que por cada kilo de maíz que se sembrase, se recogerían diez. Ya establecida la hacienda, se prohibía fumar dentro de sus límites, pues aún después de muchos años, si tiraban un cerillo o un cigarro encendido, el suelo empezaba a quemarse, desplazándose una sombra negra en aquel terreno tan rico. Los niños que vivían cerca de este lugar, traveseaban con aquella tierra, arrojándose puños de ella, la que al tocar la piel, producía una fuerte comezón por su riqueza en sales minerales. A ese polvo le llamaban “pica-pica”. Igualmente, obtuvo la concesión para desecar el lago de Chalco, con una superficie de diez mil hectáreas; diseñó varios canales y sistemas de riego en el centro y norte de la República. Junto con su hermano Remigio, establecieron diversas empresas, acumulando una riqueza calculada en 40 millones de pesos, considerable capital en aquella época, siendo que cuando llegó de España, había desempeñado trabajos laborales como cantinero, dependiente, vendedor de tabaco, etc. Retomando el tema, el trabajo en Michoacán fue más calmado, sin contratiempos, no como sucedió en un principio. Ello me permitía decidir mi futuro dentro de la Comisión, pues me ofrecían permanecer hasta su total liquidación, desarrollando trabajos administrativos. Esto lo consulté con mi novia en la primera vez que nos volvimos a ver. Cuando le comentaba de los arreglos que estaba haciendo en la casa, me dijo que su familia no quería que me la llevase a vivir lejos de ellos. Que deseaban tenernos cerca y para ello, me podrían ubicar en cualquier puesto en el gobierno de la localidad, ofreciéndome varias opciones. La influencia política de la familia era muy fuerte, por lo que no habría problema para colocarme. Yo insistí en que podía valerme por mi mismo, que no pretendía casarme para obtener un empleo y sobre todo, que deseaba casarme con ella, no con la familia, a la cual estimaba con respeto, pero si no había vivido bajo la férula de la mía, no quería vivir bajo de otra. Fueron varias visitas y discusiones, sin poder llegar a un acuerdo. Ella, al final, acató la imposición de la familia y la relación se fue enfriando hasta que decidimos terminarla. Aquel cambio suscitó otros, por lo que decidí no seguir en tierra firme y volver a mi trabajo en los barcos. Había probado nuevas experiencias. En la Comisión me reiteraron el ofrecimiento para seguir hasta el final, pero mi resolución ya estaba tomada y renuncié. Antes de salir de Michoacán, junto con otro de los inspectores gringos, con quien había hecho buena amistad, pues estaba tan loco como yo, ideamos tomarnos unas vacaciones y a caballo, recorrimos durante casi dos meses, la zona del Bajío, paseándonos de pueblo en pueblo durante las ferias que se celebran en honor del Santo Patrono de cada lugar, asistiendo a bailes, palenques, corridas de toros, etc. Salimos desde Zacapu y fuimos a dar hasta San Juan de los Lagos en Jalisco, donde vendimos los caballos y cada quien para su casa. Los relatos que se describen en esta reminiscencia, duraron aproximadamente dos años de mi vida. Si se me concede más tiempo, relataré otras etapas que igual contienen sucesos característicos a mi manera de ser y actuar en la vida. Aquí solo quise hacer constancia del cambio efectuado en todo un pueblo. Hasta la próxima Héctor
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Por Héctor Vargas
Aquí no nada más se repite aquella vieja consigna: PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE, Sospecho que aquí se inventó. Teziutlán, una preciosa joya del estado de Puebla, México, está enclavada en el vértice de la sierra Madre Oriental, asentada en un pequeño valle rodeado de agrestes montañas bañadas por tres ríos, adornándole con una orografía espectacularmente arrobadora. El centro de la ciudad está asentado en un terreno con declive, por lo que sus habitantes al encontrarse en la calle, se saludan preguntándose: ¿Vas pa’ rriba o vas pa’bajo?. Además, debido a su posición geográfica, recibe neblina por las tardes procedente del cercano Golfo de México, producida por la evaporación de sus aguas causada por el calor del día. Ello hace que sea un lugar libre de polvo. Su altitud rebasa los 6,500 piés sobre el nivel del mar, y tiene un 55% de humedad, por lo que llueve mucho durante el año. Esta condición, le da una característica muy peculiar a sus habitantes, notoria en sumo grado en sus mujeres, quienes lucen un cutis terso y chapeteadas por la altura. Tal parece que la complexión de su piel asemeja la tersura de un durazno maduro. A veces, es tan fuerte la arribazón de neblina, que la ciudad desde temprano en la tarde se envuelve en una bruma hasta la aparición de los primeros rayos del sol del nuevo día. Ha habido ocasiones, cuando se celebra por las tardes un partido de fútbol, éste se tenga que suspender, ya que se dan casos de que al portero de un equipo sin visión, ni siquiera al manchón del penalty, de repente se le aparezca junto a él, un jugador contrario con todo y balón. Este clima reinante en la región, favorece la siembra de árboles frutales, tales como manzana, pera, ciruela, durazno, etc. Hay granjas donde se cultiva con esmero diversos tipos de estas frutas. Amén de hortalizas con las verduras que Ud. se pueda imaginar. El caserío diseminado entre los cerros que circundan la ciudad, así como la vegetación reinante donde aparecen lotes tupidos de flores con una gama extensa de colorido, dan la impresión de que ese panorama nos evoca el traje de china poblana con sus lentejuelas. Esta ciudad fué la cuna del General Manuel Avila Camacho, quien durante su gestión como Presidente de la República, realizó un sinfín de mejoras, dotándole de carreteras, distribución eficiente de agua potable, un magnífico alumbrado, edificios públicos, calles encementadas, en fin, remozó totalmente su antigua fachada. Como solía pasar algunos días en su finca cada vez que sus actividades se lo permitían, mucha gente, funcionarios, empresarios, políticos, visitantes extranjeros, invitados inclusive, acudían a verle para presentar o finiquitar sus asuntos. Ello hizo necesario el disponer de un lugar apropiado para recibir a gente de esa categoría, así que se construyó un lujoso hotel en el centro de la ciudad. Sus habitantes aprovecharon su bien surtida barra, convirtiéndola en el centro de reunión más concurrido. En una de sus paredes, colgaba un gran cuadro al óleo en donde el almirante Cristóbal Colón, sentado en una bita en un muelle, su mirada estaba en dirección hacia la barra, como como tratando de averiguar en dónde se encontraba en lo infinito del mar lo que hoy llamamos América. Algún guasón, con agudo espíritu satírico, una vez pegó un papel donde se leían los pensamientos que ocupaban la mente del marino al ver, supuestamente, a los que tomaban : ¿ Y para esto descubrí América? …..!! En el pueblo había habitantes de varias nacionalidades, ocupándose de sus propios negocios o empleos, donde había familias que poseían fábricas de ropa, establos lecheros, de cría de ganado vacuno, caballar, criaderos de borregos finos, piaras de cerdos finos, comercios de todas clase, líneas camioneras de carga y pasaje, tres modestos hoteles y pocos restaurantes y varias fondas. Desde luego, había dos o tres peluquerías y un salón de belleza. En una de ellas, Chemo, el peluquero, sabía la vida y milagros de cada uno de los habitantes. Otro con igual sabiduría, era Don Pedro, el panadero de abolengo que surtía el pan entre las familias de relieve. No podemos dejar de mencionar a don Jesús, el zapatero más antiguo del pueblo, quien una vez recibió un pedido por carta y en el sobre decía: “Don Jesús - Zapatero Conocido - Teziutlán, Puebla”. Seguían los profesionales de la medicina, con consultorios y hospitales para todas las especialidades. Dos bufetes de abogados y un expendio de billetes de la Lotería Nacional donde se vendió, en el primer sorteo de esa clase, el premio mayor de un millón de pesos. Para el tamaño de la ciudad, funcionaban solo tres expendios de licores. Había un señor el cual elaboraba caseramente un exquisito vino de frutas. En una ocasión en que me lo recomendaron, fuí y compré algunas como muestra, pues el fin de semana siguiente iría a la ciudad de México donde tenía un amigo dueño de cabarets y pensé en ofrecerle ese sabroso vino. Mi amigo quedó muy complacido con su sabor y pidió que le enviasen veinte cajas, pues quería repartirlas en sus varios negocios. Cuando regresé, fuí a ver al vinatero para darle la noticia con la cual iniciaría un negocio más próspero. “No, mi amigo, me dijo, a duras penas embotello unas veinte veces a la semana para venderla a mis cuates que desde hace años me favorecen y cuando vienen a recogerlas, platico con ellos. Me dio la lección de que no todo es por dinero, hay otro valores que dan mayor satisfacción. Mi aparición en ese lugar fue, digamos, accidental. Me encontraba en ese entonces (l948), en la Capital de la República gestionando mi contratación en un buque-tanque de Pemex, cuando me topé con mi querido y excelente amigo el Dr. Veterinario Luis Sánchez Osuna, a quien no veía desde hacía algunos años. Era uno de los directivos de la Comisión México-Americana para el combate contra la fiebre aftosa, flagelo que estaba asolando en aquella época a la ganadería mexicana. Con el gusto de vernos, me informó que estaba adscrito al distrito de Teziutlán y me ofreció empleo como Inspector de ganado, prometiéndome su decidido apoyo. Por probar una experiencia diferente, acepté agradecido de buena gana. Mi trabajo consistía en localizar, conjuntamente con el compañero de la sección americana, las concentraciones de ganado susceptible de contraer la enfermedad y organizar la actuación de las brigadas de vacunación. En un jeep, recorríamos determinados territorios de la zona. En mi primer semana, me alojé en el hotel y luego encontré una casa de asistencia, regenteada por dos señoritas mayores, quienes habían disfrutado, en vida de sus padres, de una posición social y económica envidiable, hasta que un hermano dilapidó la fortuna en los juegos de azar. Les quedó una residencia con varias recámaras, piano en la sala, todo muy bien amueblado, al grado de que hasta los muebles de baño fueron construídos con diseño propio y ahí iniciaron su negocio para sobrevivir. Entre los huéspedes, jóvenes todos ellos, se encontraba un contador, el subgerente del banco, un oficinista y un entrenador de fútbol. A mi me asignaron una recámara doble, donde también se alojaba un ingeniero quien trabajaba en una cercana mina de cobre y venía al pueblo solo en los fines de semana. En mis primeras incursiones por el pueblo, no había una nevería o cafetería donde encontrase a las muchachas locales. Por las tardes, se reunían en una pequeña librería donde su dueña, una señora ya grande, impartía clases de costura y tejido a un reducido número de ellas. En una ocasión me aventuré y entré con el pretexto de comprar un libro. Ellas me miraban con disimulo, pero sonriendo. Cuando pregunté por el libro,“Pasión Salvaje”, la dueña airada me contestó: Aquí no vendemos esa clase de libros. Señora, le repliqué, es la historia de un niño perdido en la selva. Las muchachas soltaron una carcajada y la dueña, turbada, me contestó: De todas maneras, no lo tenemos aquí. Aquella presentación me abrió las puertas para entablar conversación con aquel grupito de muchachas, pues cada vez que nos encontrábamos en la calle, el mero saludo se extendía en una amigable plática. (Jarrito nuevo, ¿dónde te pondré?). Les pregunté qué dónde se reunían y me contestaron que no tenían un lugar donde pasar el tiempo. También expresé mi extrañeza de que fuesen tan pocas, cuatro o cinco, las que tomaban las clases en la librería. Me informaron que el pueblo estaba dividido y una mitad no se mezclaba con la otra. Averiguando aquí y allá, me enteré de la causa de aquella división. No sé exactamente cuándo ni cómo se inició su desmedida afición al fútbol, cuando me aparecí por esos lares, era ya una desenfrenada euforia. Resulta que por su apasionada afición al fútbol, se habían formado dos equipos, cada uno de ellos patrocinado por seguidores, entre los dueños de distintas empresas. Empezaron a contratar jugadores semi-profesionales, ofreciéndoles a cambio empleos en sus negocios y uno de los equipos contrató a un entrenador costarricense, único que recibía paga directa por sus servicios. (El huésped en la casa de asistencia). En una final de la liga donde participaban, además de los dos equipos de Teziutlán, otros de pueblos circunvecinos, resultaron finalistas precisamente los dos locales. En el juego final para dilucidar al campeón de aquel torneo, los ánimos estaban bien caldeados y en una jugada muy discutible, el árbitro marcó un penalti. Fue tanta la exaltación del equipo sancionado y de sus seguidores, que al presidente del club derrotado, personaje prominente, querido y respetado en el pueblo, sufrió un infarto y ahí mismo expiró. El árbitro tuvo que salir fuertemente resguardado por la policía, pues lo querían linchar ahí mismo. Y parte del público atribuyó aquella muerte no nada más al aterrado árbitro, sino a todo el equipo contrario junto con sus seguidores y hasta con los patrocinadores. Y el pueblo quedó definitivamente dividido. Si un cliente era miembro del club que patrocinaba a uno de los equipos y el dueño del negocio era miembro del otro club, se abstenía de ir a comprar a ese lugar. Al grado de que si la mercancía que necesitaban no la tenían en una tienda “amiga”, preferían ir a otra ciudad a comprarla. Esa nefasta separación afectó, inclusive, a miembros de una misma familia. Así siguió dicho feudo durante varios años, hasta que llegué de “metiche” a tratar de resolver el problema. Antes del conflicto, las muchachas habían formado un club, “Las Mostacillas”, el cual se había desmembrado por esa deserción. Les propuse rehacerlo y ponerlo en funciones otra vez. Empecé atrayéndome a las de mayor disposición, aunque fuesen del mismo bando, pero que no tenían reticencia a que se integraran en un futuro con las muchachas de la otra mitad. Comencé con celebrar reuniones para hacer nuestros planes, habiendo escogido un salón del Virreinal, aquel hotel elegante, pues a pesar de que algunas de ellas me habían ofrecido su casa, calculaba yo alguna desavenencia en las gentes adultas de dicha casa, que pudiesen mantener algún resabio a admitir gente de la otra mitad. O que invitásemos a muchachas no afines y no les diesen permiso de asistir a la casa de un contrario. Nuestras primeras juntas se celebraron en petit-comité, pues la mayoría seguía poniendo pretextos para asistir. De todas maneras, en dichas reuniones me eligieron Presidente del Club. Para no ser el único varón en la mesa directiva, nombró como tesorero al jóven, muy entusiasta, pagador de la Federación en aquel lugar y a otro querido amigo como secretario, a quien había animado a abrir un negocio de cafetería, nevería y pastelería donde nos pudiéramos reunir. Ni en mis sueños más psicodélicos había imaginado que algún día iba a ocupar un cargo de esa naturaleza. Para aumentar el quórum de nuestras juntas, ideé un atractivo: En cada una de ellas efectuaba la rifa de un perfume o algún otro regalo novedoso. Eso “jaló” más asistencia. Cuando la concurrencia fué mayor, rifaba una serenata. Muchas de esas muchachas no habían gozado esa experiencia y al poco tiempo, nuestras juntas resultaban abarrotadas por integrantes de las dos mitades antagónicas. Discurrí realizar días de campo en alguna de las fincas que con mucho gusto nos accedieron. Entre ellas, estaba una hacienda rentada por la Comisión donde tenía los caballos en que algunas veces teníamos que montar para llegar a lugares escabrosos. Dicha hacienda tenía una gran avenida bordeada de árboles de nogal y una pequeña presa. Su dueño, una vez me regaló un pavo alimentado exclusivamente durante tres meses con nueces de castilla (walnuts). Una de las más exquisitas delicias que he comido. En esas reuniones, jugábamos competencias de carreras enfundados en costales o amarrados uno de la pierna derecha con la izquierda de otra persona, También organicé bailes periódicos en el hotel con orquestas que contrataba en la ciudad de México. Todo un éxito, pues había muchachas que jamás habían asistido a un baile. Invité a paseos, unos en bicicleta y otros a pié, contando con el auxilio de patrulleros de la policía local, a cuyo jefe, persona muy amable, me lo había ganado regalándole dos camisas nuevas de lana de las usadas por oficiales del ejército de los Estados Unidos, a las cuales adornó con más insignias que un mariscal. Tanto las apreciaba, que le pidió a su esposa que cuando las lavase, usara un fino jabón de tocador. Organicé una función de teatro con la participación de jóvenes de ambos sexos. Entre mayores, concursos de canasta uruguaya muy de moda en ese entonces. Hasta una función de box. Todo ello en beneficio de organismos asistenciales de la localidad. Siempre con llenos completos. No se me escapaba la celebración de algún cumpleaños, ya fuese de una de las socias o de sus padres, para reunirnos en alegre festejo. Debido a ello, muchas familias dejaron atrás sus rencores arcaicos y se empezaron a reunir entre sus adultos, pues veían al gusto con el que sus hijas congeniaban socialmente. Ante aquel cambio en la vida social del pueblo, el editor del único periódico semanal me invitó a colaborar. Inicié con una columna a la que titulé “Fricassée Social” en la cual relataba todo lo relacionado con las socias del club, así como entrevistas con personajes de la localidad. Ello despertó un interés inusitado que aumentó la circulación del referido periódico, pues querían enterarse de los chismes que se publicaban. El editor, feliz. No obstante, solo quedó una familia resentida por la pérdida del familiar cercano. Aunque las demás permitieron de buena gana que sus hijas condescendieran con otras a quienes habían apartado, cambiando la actitud negativa sostenida durante tanto tiempo.. Algunos los mis nuevos amigos, entre intrigados y enojados, protestaban cuando les informaba que iba a casa de “fulanita” porque me había invitado a tomar un chocolate con galletas que había horneado para la ocasión: ¿Cómo es posible que tu puedas meterte tan campante a la casa de cualquiera de las muchachas del pueblo, un recién llegado, si nosotros, que nuestras familias se conocen desde siempre, cuando nacimos y luego fuimos juntos a la escuela, no nos son permitidas esas libertades, ¿Por qué tú sí?. Bueno, sencillamente porque yo me atrevo a hacerlo y ustedes no. El hecho es que soy bien recibido, tanto por ella como por sus familiares. Y a la salida, hasta me regalan las galletas sobrantes. Recuerdo la vez que fuí a visitar a una de las más entusiastas animadoras del club, además de ser una de las más guapas. Al tocar en su casa, salió a abrir la puerta su papá, un hombre fornido muy alto. Yo, muy natural y desparpajo, no me amedrenté y le saludé muy cordialmente, presentándome y diciéndole que venía a visitar a su hija. Noté su turbación, vaciló un momento y luego muy serio, me invitó a pasar. Ya en la sala, su hija le habló de mí y se despidió moviendo la cabeza, dejándonos solos. Tiempo después, seguí frecuentando esa amistad y en una ocasión en que ya hasta jugaba ajedrez con él, me confesó que la primera vez que nos vimos, le había agarrado “fuera de onda”, pues nunca antes un desconocido se había atrevido a buscar directamente a su hija. Los noviazgos se mantenían al márgen de la supervisión familiar, aunque fuese notorio o se sospechara. Solo se permitía la entrada a la casa hasta formalizar la relación para casarse. Sus encuentros, mientras tanto, estaban controlados por el ojo avizor de de una chaperona. Cuando se hacía pública la decisión del matrimonio, empezaban las fiestas de despedida a la soltería, organizadas tanto por las amigas de la novia, como por las del novio. En la iglesia, se promulgaban las amonestaciones respectivas. Cuando se realizaba el matrimonio, generalmente se acudía al Juzgado Civil a firmar los documentos. En el caso de las familias pudientes, el Juez iba por las noches al domicilio de la novia, donde con gran pompa, las familias de ambos novios, sus padrinos e invitados, brindaban por la felicidad de los desposados. Al día siguiente, se efectuaba el enlace religioso, donde la contrayente, acompañada de su familia y del brazo con su padre, salían a pié de su domicilio caminando por el pueblo, no importando si estaba ubicado cerca o lejos, o el status social o económico, con el completo y elegante atavío característico en estos casos, debiendo dar una vuelta completa en el jardín principal, previo a la ceremonia en la iglesia. Era una prueba irrefutable de que aquel casamiento se celebraba cumpliendo los requisitos tradicionales y la gente viese que todo estaba en órden, evitando así cualquier suspicacia o maledicencia. En una de tales celebraciones, al concluir la boda civil, los amigos del novio la siguieron por su cuenta y le jugaron una broma muy pesada. Se propuso un brindis personal entre el novio y cada uno de los amigos invitados. Huelga decir que el pobre novio “agarró una papalina” de pronóstico reservado y sus amigotes lo fueron a acostar muy tomado. Aquellos traviesos, al ver el estado en que se encontraba, idearon el enyesarle una pierna y decirle al día siguiente que se había caído debido a su borrachera. En la mañana, le despertaron con hielo en la cabeza y varias tazas de café bien cargado. Le consiguieron un bastón, y así, “crudo”, contrito y cojeando, tuvo que caminar hasta la iglesia. Pero la bromita no paró ahí. Éste ya había hecho reservaciones para que terminando la boda, salir en avión por una semana a Acapulco. Al regresar a casa, después de una decepcionante y catastrófica luna de miel, alguien le reveló la verdad y durante varios días anduvo armado con un rifle buscando al culpable de aquella maldad. El tiempo aminoró el rencor, pero no el olvido. Mi amigo el Dr. Sánchez Osuna y otros veterinarios en las oficinas, con frecuencia tenían que asistir a reuniones de trabajo en la ciudad de México y me dejaban sus coches, permitiendo que yo aprovechara para pasear con las socias del club. En una ocasión, me facilitaron un coche para ir a Tampico a visitar a mis padres, a quienes no veía hacía un buen rato. A mi vez, invité a tres de mis amistades del pueblo para acompañarme. Uno de ellos, iba con mucha frecuencia a Teziutlán a visitar al dueño del café-nevería; era un jugador profesional de fútbol del equipo Puebla, apodado La Pulga, debido a su corta estatura, iba sentado al frente, atrás los dos teziutecos y yo manejando. Bajando y serpenteando por la sierra, al llegar cerca de un pueblo de la costa, el calor apretaba. El coche, aunque de modelo reciente, no tenía aire acondicionado y al abrir la pequeña tapa de la ventila que en aquellos tiempos se usaba para refrescar, impedía la visión a La Pulga, quien a duras penas alcanzaba, estirando el cuello, a librar la altura del tablero del coche. ¡Ya me tapaste la vista! Me gritó. Los demás soltamos la risa ante lo chaparro de nuestro acompañante. En ese instante, pasábamos al lado de un grupo de zopilotes quienes estaban devorando los restos de un burro muerto atropellado al lado del camino. Espantados, uno de ellos alzó el vuelo hacia el lado contrario de la carretera y se estrelló en el parabrisas de coche, bañándonos de cristales, plumas y sangre con una hediondez inmunda. En el pueblo, buscamos donde nos lavaran el coche y encontramos la reposición del parabrisas. Seguimos nuestro camino, que resultó muy ameno e interesante para mis amigos teziutecos, quienes no conocían otro lugar fuera del estado de Puebla. Poco tiempo después, al regresar de un viaje de casi una semana por las zonas más alejadas del distrito, estaba yo saboreando un café en la pastelería, cuando un amigo del pueblo, al pasar me vió por el escaparate y entró a ponerme al corriente con las últimas noticias. Había gran expectación por saber quién sería el agraciado con un premio de cincuenta mil pesos en un sorteo de la Lotería Nacional que había caído en el pueblo. Tenían casi ocho días buscándole y no se había presentado a cobrarlo. Recordé que yo había comprado un billete antes de mi viaje y no me había ocupado de ello. Tampoco lo noté al dar a lavar la ropa usada durante mi ausencia. Terminé mi café y me dirigí a la casa, en donde la sirvienta ya había echado a remojar la ropa usada. Hurgando en ella, saqué de la bolsa de un pantalón un billete chorreando agua. Con suma delicadeza, lo extendí y la sirvienta me lo planchó, pues estaba muy arrugado y me fui a comprobar si era el premiado. Resultó que sí y al rato ya todo el pueblo estaba enterado de ello. Me fuí al banco y se lo dí al gerente, otro buen amigo, para que lo cobrara y lo obtenido lo depositara en mi cuenta. En la casa y en la calle, no paraban los pedigüeños de solicitar ayuda o tratar de venderme algo. Otro más de mis buenos amigos, un jóven propietario del almacén de abarrotes más importante del pueblo, quien tuvo que dejar sus estudios a la muerte inesperada de su padre, surtía mercancía en las zonas aledañas y recién empezó a invertir en siembra de café, ranchos y ganado (Llegó a ser el presidente nacional de la Comisión del Café). Tenía dos hermanas, la menor, tomó los hábitos de monja y la otra quedó atendiendo la casa, pues su madre había muerto antes que el padre y además, se ocupaba en varias organizaciones católicas de caridad. Un día me propuso un plan disparatado: Vámonos a Cuba. Ponemos cada uno la mitad de los gastos y nos pasamos una buena aventura. No fueron oídos sordos los que oyeron aquello y en quince días íbamos ya en avión a Cubita la bella, pero antes pasamos dos días en Yucatán visitando los sitios arqueológicos, pues el vuelo entonces no era directo. Llegando, recorrimos toda la isla, aunque la mayor parte la pasamos en la Habana, donde nos encontramos en la suite conjunta al cómico mexicano Tin Tan y a su Carnal Marcelo, quienes estaban filmando una película con Rosita Fornes, la vedette de moda en el Tropicana. Algún empleado del hotel les informó de sus vecinos, también mexicanos, y nos invitaron a las fiestas que celebran todas las noches. Después de una semana, tuvimos que pedir fondos para poder regresar, pues nuestro presupuesto quedó corto. Ya de vuelta, en ese entonces había puesto mis ojos en una de aquellas “Mostacillas”, una jóven con mucho cariño a la vida, aspiraciones y respetuosa de sus raíces, era la sobrina preferida del general Avila Camacho. A mi compañero de viaje, también le llenaba sus pupilas. Yo me veía en desventaja, pues él podía ofrecerle mucho más que yo, pero en el amor no hay imposibles ni nada es seguro y al final, me dedicó mayor atención, así que con esa manifiesta preferencia, nos hicimos novios, lo que no causó ningún rompimiento en la amistad con mi amigo. Aceptó tácitamente el cambio. Un día, una de las dueñas de la casa de asistencia me pidió que le ayudara con su hermano, quien se encontraba en la vil penuria y su familia sufría las consecuencias. Con mucho gusto me avoqué al caso y conseguí trabajo en la Comisión como vacunador de ganado. Otros días después, me confesó que tenía problemas económicos y al rehusar el préstamo que de inmediato le ofrecí, me pidió que mejor le adelantara la renta de tres meses y con eso resolvería su problema. Ipso facto tuvo el adelanto. Cerca de un mes más tarde, no recuerdo exactamente qué favor casero le pedí, donde no intervenía ningún gasto, pero al ver que no me lo concedía, le recordé de mi petición y me contestó que estaba ocupada y que no tenía tiempo por algo que le había solicitado el tesorero del club, asiduo concurrente en la casa. Me dolió el no verme correspondido de la misma forma en que yo la trataba y le dije que me cambiaría de casa, pero que lo que le había adelantado, me lo podía pagar cuando pudiese, sin fijar fecha para ello. No lo aceptó y no sé cómo ni dónde, consiguió el dinero y me lo devolvió recién había salido de su casa. Renté un departamento en el centro del pueblo, que se convirtió en el nuevo centro de reunión de mis cuates. Buen café, sabrosas botanas y barra libre. Héctor Vargas Enero, 2018 |
AuthorHe aprendido a valorar en forma contundente lo que significa la Vida para mi. Los riesgos a perderla, me hacen meditar lo mucho que debo esforzarme para dar una mejor calidad a mi forma de vivir, de apreciar en toda su valía lo que se me regala, cuando puedo contar con un día más en mi existencia. A no desperdiciar el tiempo que me resta y dejar una huella a mi paso por el mundo. Archives
May 2024
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