Por Héctor Vargas
Aquí no nada más se repite aquella vieja consigna: PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE, Sospecho que aquí se inventó. Teziutlán, una preciosa joya del estado de Puebla, México, está enclavada en el vértice de la sierra Madre Oriental, asentada en un pequeño valle rodeado de agrestes montañas bañadas por tres ríos, adornándole con una orografía espectacularmente arrobadora. El centro de la ciudad está asentado en un terreno con declive, por lo que sus habitantes al encontrarse en la calle, se saludan preguntándose: ¿Vas pa’ rriba o vas pa’bajo?. Además, debido a su posición geográfica, recibe neblina por las tardes procedente del cercano Golfo de México, producida por la evaporación de sus aguas causada por el calor del día. Ello hace que sea un lugar libre de polvo. Su altitud rebasa los 6,500 piés sobre el nivel del mar, y tiene un 55% de humedad, por lo que llueve mucho durante el año. Esta condición, le da una característica muy peculiar a sus habitantes, notoria en sumo grado en sus mujeres, quienes lucen un cutis terso y chapeteadas por la altura. Tal parece que la complexión de su piel asemeja la tersura de un durazno maduro. A veces, es tan fuerte la arribazón de neblina, que la ciudad desde temprano en la tarde se envuelve en una bruma hasta la aparición de los primeros rayos del sol del nuevo día. Ha habido ocasiones, cuando se celebra por las tardes un partido de fútbol, éste se tenga que suspender, ya que se dan casos de que al portero de un equipo sin visión, ni siquiera al manchón del penalty, de repente se le aparezca junto a él, un jugador contrario con todo y balón. Este clima reinante en la región, favorece la siembra de árboles frutales, tales como manzana, pera, ciruela, durazno, etc. Hay granjas donde se cultiva con esmero diversos tipos de estas frutas. Amén de hortalizas con las verduras que Ud. se pueda imaginar. El caserío diseminado entre los cerros que circundan la ciudad, así como la vegetación reinante donde aparecen lotes tupidos de flores con una gama extensa de colorido, dan la impresión de que ese panorama nos evoca el traje de china poblana con sus lentejuelas. Esta ciudad fué la cuna del General Manuel Avila Camacho, quien durante su gestión como Presidente de la República, realizó un sinfín de mejoras, dotándole de carreteras, distribución eficiente de agua potable, un magnífico alumbrado, edificios públicos, calles encementadas, en fin, remozó totalmente su antigua fachada. Como solía pasar algunos días en su finca cada vez que sus actividades se lo permitían, mucha gente, funcionarios, empresarios, políticos, visitantes extranjeros, invitados inclusive, acudían a verle para presentar o finiquitar sus asuntos. Ello hizo necesario el disponer de un lugar apropiado para recibir a gente de esa categoría, así que se construyó un lujoso hotel en el centro de la ciudad. Sus habitantes aprovecharon su bien surtida barra, convirtiéndola en el centro de reunión más concurrido. En una de sus paredes, colgaba un gran cuadro al óleo en donde el almirante Cristóbal Colón, sentado en una bita en un muelle, su mirada estaba en dirección hacia la barra, como como tratando de averiguar en dónde se encontraba en lo infinito del mar lo que hoy llamamos América. Algún guasón, con agudo espíritu satírico, una vez pegó un papel donde se leían los pensamientos que ocupaban la mente del marino al ver, supuestamente, a los que tomaban : ¿ Y para esto descubrí América? …..!! En el pueblo había habitantes de varias nacionalidades, ocupándose de sus propios negocios o empleos, donde había familias que poseían fábricas de ropa, establos lecheros, de cría de ganado vacuno, caballar, criaderos de borregos finos, piaras de cerdos finos, comercios de todas clase, líneas camioneras de carga y pasaje, tres modestos hoteles y pocos restaurantes y varias fondas. Desde luego, había dos o tres peluquerías y un salón de belleza. En una de ellas, Chemo, el peluquero, sabía la vida y milagros de cada uno de los habitantes. Otro con igual sabiduría, era Don Pedro, el panadero de abolengo que surtía el pan entre las familias de relieve. No podemos dejar de mencionar a don Jesús, el zapatero más antiguo del pueblo, quien una vez recibió un pedido por carta y en el sobre decía: “Don Jesús - Zapatero Conocido - Teziutlán, Puebla”. Seguían los profesionales de la medicina, con consultorios y hospitales para todas las especialidades. Dos bufetes de abogados y un expendio de billetes de la Lotería Nacional donde se vendió, en el primer sorteo de esa clase, el premio mayor de un millón de pesos. Para el tamaño de la ciudad, funcionaban solo tres expendios de licores. Había un señor el cual elaboraba caseramente un exquisito vino de frutas. En una ocasión en que me lo recomendaron, fuí y compré algunas como muestra, pues el fin de semana siguiente iría a la ciudad de México donde tenía un amigo dueño de cabarets y pensé en ofrecerle ese sabroso vino. Mi amigo quedó muy complacido con su sabor y pidió que le enviasen veinte cajas, pues quería repartirlas en sus varios negocios. Cuando regresé, fuí a ver al vinatero para darle la noticia con la cual iniciaría un negocio más próspero. “No, mi amigo, me dijo, a duras penas embotello unas veinte veces a la semana para venderla a mis cuates que desde hace años me favorecen y cuando vienen a recogerlas, platico con ellos. Me dio la lección de que no todo es por dinero, hay otro valores que dan mayor satisfacción. Mi aparición en ese lugar fue, digamos, accidental. Me encontraba en ese entonces (l948), en la Capital de la República gestionando mi contratación en un buque-tanque de Pemex, cuando me topé con mi querido y excelente amigo el Dr. Veterinario Luis Sánchez Osuna, a quien no veía desde hacía algunos años. Era uno de los directivos de la Comisión México-Americana para el combate contra la fiebre aftosa, flagelo que estaba asolando en aquella época a la ganadería mexicana. Con el gusto de vernos, me informó que estaba adscrito al distrito de Teziutlán y me ofreció empleo como Inspector de ganado, prometiéndome su decidido apoyo. Por probar una experiencia diferente, acepté agradecido de buena gana. Mi trabajo consistía en localizar, conjuntamente con el compañero de la sección americana, las concentraciones de ganado susceptible de contraer la enfermedad y organizar la actuación de las brigadas de vacunación. En un jeep, recorríamos determinados territorios de la zona. En mi primer semana, me alojé en el hotel y luego encontré una casa de asistencia, regenteada por dos señoritas mayores, quienes habían disfrutado, en vida de sus padres, de una posición social y económica envidiable, hasta que un hermano dilapidó la fortuna en los juegos de azar. Les quedó una residencia con varias recámaras, piano en la sala, todo muy bien amueblado, al grado de que hasta los muebles de baño fueron construídos con diseño propio y ahí iniciaron su negocio para sobrevivir. Entre los huéspedes, jóvenes todos ellos, se encontraba un contador, el subgerente del banco, un oficinista y un entrenador de fútbol. A mi me asignaron una recámara doble, donde también se alojaba un ingeniero quien trabajaba en una cercana mina de cobre y venía al pueblo solo en los fines de semana. En mis primeras incursiones por el pueblo, no había una nevería o cafetería donde encontrase a las muchachas locales. Por las tardes, se reunían en una pequeña librería donde su dueña, una señora ya grande, impartía clases de costura y tejido a un reducido número de ellas. En una ocasión me aventuré y entré con el pretexto de comprar un libro. Ellas me miraban con disimulo, pero sonriendo. Cuando pregunté por el libro,“Pasión Salvaje”, la dueña airada me contestó: Aquí no vendemos esa clase de libros. Señora, le repliqué, es la historia de un niño perdido en la selva. Las muchachas soltaron una carcajada y la dueña, turbada, me contestó: De todas maneras, no lo tenemos aquí. Aquella presentación me abrió las puertas para entablar conversación con aquel grupito de muchachas, pues cada vez que nos encontrábamos en la calle, el mero saludo se extendía en una amigable plática. (Jarrito nuevo, ¿dónde te pondré?). Les pregunté qué dónde se reunían y me contestaron que no tenían un lugar donde pasar el tiempo. También expresé mi extrañeza de que fuesen tan pocas, cuatro o cinco, las que tomaban las clases en la librería. Me informaron que el pueblo estaba dividido y una mitad no se mezclaba con la otra. Averiguando aquí y allá, me enteré de la causa de aquella división. No sé exactamente cuándo ni cómo se inició su desmedida afición al fútbol, cuando me aparecí por esos lares, era ya una desenfrenada euforia. Resulta que por su apasionada afición al fútbol, se habían formado dos equipos, cada uno de ellos patrocinado por seguidores, entre los dueños de distintas empresas. Empezaron a contratar jugadores semi-profesionales, ofreciéndoles a cambio empleos en sus negocios y uno de los equipos contrató a un entrenador costarricense, único que recibía paga directa por sus servicios. (El huésped en la casa de asistencia). En una final de la liga donde participaban, además de los dos equipos de Teziutlán, otros de pueblos circunvecinos, resultaron finalistas precisamente los dos locales. En el juego final para dilucidar al campeón de aquel torneo, los ánimos estaban bien caldeados y en una jugada muy discutible, el árbitro marcó un penalti. Fue tanta la exaltación del equipo sancionado y de sus seguidores, que al presidente del club derrotado, personaje prominente, querido y respetado en el pueblo, sufrió un infarto y ahí mismo expiró. El árbitro tuvo que salir fuertemente resguardado por la policía, pues lo querían linchar ahí mismo. Y parte del público atribuyó aquella muerte no nada más al aterrado árbitro, sino a todo el equipo contrario junto con sus seguidores y hasta con los patrocinadores. Y el pueblo quedó definitivamente dividido. Si un cliente era miembro del club que patrocinaba a uno de los equipos y el dueño del negocio era miembro del otro club, se abstenía de ir a comprar a ese lugar. Al grado de que si la mercancía que necesitaban no la tenían en una tienda “amiga”, preferían ir a otra ciudad a comprarla. Esa nefasta separación afectó, inclusive, a miembros de una misma familia. Así siguió dicho feudo durante varios años, hasta que llegué de “metiche” a tratar de resolver el problema. Antes del conflicto, las muchachas habían formado un club, “Las Mostacillas”, el cual se había desmembrado por esa deserción. Les propuse rehacerlo y ponerlo en funciones otra vez. Empecé atrayéndome a las de mayor disposición, aunque fuesen del mismo bando, pero que no tenían reticencia a que se integraran en un futuro con las muchachas de la otra mitad. Comencé con celebrar reuniones para hacer nuestros planes, habiendo escogido un salón del Virreinal, aquel hotel elegante, pues a pesar de que algunas de ellas me habían ofrecido su casa, calculaba yo alguna desavenencia en las gentes adultas de dicha casa, que pudiesen mantener algún resabio a admitir gente de la otra mitad. O que invitásemos a muchachas no afines y no les diesen permiso de asistir a la casa de un contrario. Nuestras primeras juntas se celebraron en petit-comité, pues la mayoría seguía poniendo pretextos para asistir. De todas maneras, en dichas reuniones me eligieron Presidente del Club. Para no ser el único varón en la mesa directiva, nombró como tesorero al jóven, muy entusiasta, pagador de la Federación en aquel lugar y a otro querido amigo como secretario, a quien había animado a abrir un negocio de cafetería, nevería y pastelería donde nos pudiéramos reunir. Ni en mis sueños más psicodélicos había imaginado que algún día iba a ocupar un cargo de esa naturaleza. Para aumentar el quórum de nuestras juntas, ideé un atractivo: En cada una de ellas efectuaba la rifa de un perfume o algún otro regalo novedoso. Eso “jaló” más asistencia. Cuando la concurrencia fué mayor, rifaba una serenata. Muchas de esas muchachas no habían gozado esa experiencia y al poco tiempo, nuestras juntas resultaban abarrotadas por integrantes de las dos mitades antagónicas. Discurrí realizar días de campo en alguna de las fincas que con mucho gusto nos accedieron. Entre ellas, estaba una hacienda rentada por la Comisión donde tenía los caballos en que algunas veces teníamos que montar para llegar a lugares escabrosos. Dicha hacienda tenía una gran avenida bordeada de árboles de nogal y una pequeña presa. Su dueño, una vez me regaló un pavo alimentado exclusivamente durante tres meses con nueces de castilla (walnuts). Una de las más exquisitas delicias que he comido. En esas reuniones, jugábamos competencias de carreras enfundados en costales o amarrados uno de la pierna derecha con la izquierda de otra persona, También organicé bailes periódicos en el hotel con orquestas que contrataba en la ciudad de México. Todo un éxito, pues había muchachas que jamás habían asistido a un baile. Invité a paseos, unos en bicicleta y otros a pié, contando con el auxilio de patrulleros de la policía local, a cuyo jefe, persona muy amable, me lo había ganado regalándole dos camisas nuevas de lana de las usadas por oficiales del ejército de los Estados Unidos, a las cuales adornó con más insignias que un mariscal. Tanto las apreciaba, que le pidió a su esposa que cuando las lavase, usara un fino jabón de tocador. Organicé una función de teatro con la participación de jóvenes de ambos sexos. Entre mayores, concursos de canasta uruguaya muy de moda en ese entonces. Hasta una función de box. Todo ello en beneficio de organismos asistenciales de la localidad. Siempre con llenos completos. No se me escapaba la celebración de algún cumpleaños, ya fuese de una de las socias o de sus padres, para reunirnos en alegre festejo. Debido a ello, muchas familias dejaron atrás sus rencores arcaicos y se empezaron a reunir entre sus adultos, pues veían al gusto con el que sus hijas congeniaban socialmente. Ante aquel cambio en la vida social del pueblo, el editor del único periódico semanal me invitó a colaborar. Inicié con una columna a la que titulé “Fricassée Social” en la cual relataba todo lo relacionado con las socias del club, así como entrevistas con personajes de la localidad. Ello despertó un interés inusitado que aumentó la circulación del referido periódico, pues querían enterarse de los chismes que se publicaban. El editor, feliz. No obstante, solo quedó una familia resentida por la pérdida del familiar cercano. Aunque las demás permitieron de buena gana que sus hijas condescendieran con otras a quienes habían apartado, cambiando la actitud negativa sostenida durante tanto tiempo.. Algunos los mis nuevos amigos, entre intrigados y enojados, protestaban cuando les informaba que iba a casa de “fulanita” porque me había invitado a tomar un chocolate con galletas que había horneado para la ocasión: ¿Cómo es posible que tu puedas meterte tan campante a la casa de cualquiera de las muchachas del pueblo, un recién llegado, si nosotros, que nuestras familias se conocen desde siempre, cuando nacimos y luego fuimos juntos a la escuela, no nos son permitidas esas libertades, ¿Por qué tú sí?. Bueno, sencillamente porque yo me atrevo a hacerlo y ustedes no. El hecho es que soy bien recibido, tanto por ella como por sus familiares. Y a la salida, hasta me regalan las galletas sobrantes. Recuerdo la vez que fuí a visitar a una de las más entusiastas animadoras del club, además de ser una de las más guapas. Al tocar en su casa, salió a abrir la puerta su papá, un hombre fornido muy alto. Yo, muy natural y desparpajo, no me amedrenté y le saludé muy cordialmente, presentándome y diciéndole que venía a visitar a su hija. Noté su turbación, vaciló un momento y luego muy serio, me invitó a pasar. Ya en la sala, su hija le habló de mí y se despidió moviendo la cabeza, dejándonos solos. Tiempo después, seguí frecuentando esa amistad y en una ocasión en que ya hasta jugaba ajedrez con él, me confesó que la primera vez que nos vimos, le había agarrado “fuera de onda”, pues nunca antes un desconocido se había atrevido a buscar directamente a su hija. Los noviazgos se mantenían al márgen de la supervisión familiar, aunque fuese notorio o se sospechara. Solo se permitía la entrada a la casa hasta formalizar la relación para casarse. Sus encuentros, mientras tanto, estaban controlados por el ojo avizor de de una chaperona. Cuando se hacía pública la decisión del matrimonio, empezaban las fiestas de despedida a la soltería, organizadas tanto por las amigas de la novia, como por las del novio. En la iglesia, se promulgaban las amonestaciones respectivas. Cuando se realizaba el matrimonio, generalmente se acudía al Juzgado Civil a firmar los documentos. En el caso de las familias pudientes, el Juez iba por las noches al domicilio de la novia, donde con gran pompa, las familias de ambos novios, sus padrinos e invitados, brindaban por la felicidad de los desposados. Al día siguiente, se efectuaba el enlace religioso, donde la contrayente, acompañada de su familia y del brazo con su padre, salían a pié de su domicilio caminando por el pueblo, no importando si estaba ubicado cerca o lejos, o el status social o económico, con el completo y elegante atavío característico en estos casos, debiendo dar una vuelta completa en el jardín principal, previo a la ceremonia en la iglesia. Era una prueba irrefutable de que aquel casamiento se celebraba cumpliendo los requisitos tradicionales y la gente viese que todo estaba en órden, evitando así cualquier suspicacia o maledicencia. En una de tales celebraciones, al concluir la boda civil, los amigos del novio la siguieron por su cuenta y le jugaron una broma muy pesada. Se propuso un brindis personal entre el novio y cada uno de los amigos invitados. Huelga decir que el pobre novio “agarró una papalina” de pronóstico reservado y sus amigotes lo fueron a acostar muy tomado. Aquellos traviesos, al ver el estado en que se encontraba, idearon el enyesarle una pierna y decirle al día siguiente que se había caído debido a su borrachera. En la mañana, le despertaron con hielo en la cabeza y varias tazas de café bien cargado. Le consiguieron un bastón, y así, “crudo”, contrito y cojeando, tuvo que caminar hasta la iglesia. Pero la bromita no paró ahí. Éste ya había hecho reservaciones para que terminando la boda, salir en avión por una semana a Acapulco. Al regresar a casa, después de una decepcionante y catastrófica luna de miel, alguien le reveló la verdad y durante varios días anduvo armado con un rifle buscando al culpable de aquella maldad. El tiempo aminoró el rencor, pero no el olvido. Mi amigo el Dr. Sánchez Osuna y otros veterinarios en las oficinas, con frecuencia tenían que asistir a reuniones de trabajo en la ciudad de México y me dejaban sus coches, permitiendo que yo aprovechara para pasear con las socias del club. En una ocasión, me facilitaron un coche para ir a Tampico a visitar a mis padres, a quienes no veía hacía un buen rato. A mi vez, invité a tres de mis amistades del pueblo para acompañarme. Uno de ellos, iba con mucha frecuencia a Teziutlán a visitar al dueño del café-nevería; era un jugador profesional de fútbol del equipo Puebla, apodado La Pulga, debido a su corta estatura, iba sentado al frente, atrás los dos teziutecos y yo manejando. Bajando y serpenteando por la sierra, al llegar cerca de un pueblo de la costa, el calor apretaba. El coche, aunque de modelo reciente, no tenía aire acondicionado y al abrir la pequeña tapa de la ventila que en aquellos tiempos se usaba para refrescar, impedía la visión a La Pulga, quien a duras penas alcanzaba, estirando el cuello, a librar la altura del tablero del coche. ¡Ya me tapaste la vista! Me gritó. Los demás soltamos la risa ante lo chaparro de nuestro acompañante. En ese instante, pasábamos al lado de un grupo de zopilotes quienes estaban devorando los restos de un burro muerto atropellado al lado del camino. Espantados, uno de ellos alzó el vuelo hacia el lado contrario de la carretera y se estrelló en el parabrisas de coche, bañándonos de cristales, plumas y sangre con una hediondez inmunda. En el pueblo, buscamos donde nos lavaran el coche y encontramos la reposición del parabrisas. Seguimos nuestro camino, que resultó muy ameno e interesante para mis amigos teziutecos, quienes no conocían otro lugar fuera del estado de Puebla. Poco tiempo después, al regresar de un viaje de casi una semana por las zonas más alejadas del distrito, estaba yo saboreando un café en la pastelería, cuando un amigo del pueblo, al pasar me vió por el escaparate y entró a ponerme al corriente con las últimas noticias. Había gran expectación por saber quién sería el agraciado con un premio de cincuenta mil pesos en un sorteo de la Lotería Nacional que había caído en el pueblo. Tenían casi ocho días buscándole y no se había presentado a cobrarlo. Recordé que yo había comprado un billete antes de mi viaje y no me había ocupado de ello. Tampoco lo noté al dar a lavar la ropa usada durante mi ausencia. Terminé mi café y me dirigí a la casa, en donde la sirvienta ya había echado a remojar la ropa usada. Hurgando en ella, saqué de la bolsa de un pantalón un billete chorreando agua. Con suma delicadeza, lo extendí y la sirvienta me lo planchó, pues estaba muy arrugado y me fui a comprobar si era el premiado. Resultó que sí y al rato ya todo el pueblo estaba enterado de ello. Me fuí al banco y se lo dí al gerente, otro buen amigo, para que lo cobrara y lo obtenido lo depositara en mi cuenta. En la casa y en la calle, no paraban los pedigüeños de solicitar ayuda o tratar de venderme algo. Otro más de mis buenos amigos, un jóven propietario del almacén de abarrotes más importante del pueblo, quien tuvo que dejar sus estudios a la muerte inesperada de su padre, surtía mercancía en las zonas aledañas y recién empezó a invertir en siembra de café, ranchos y ganado (Llegó a ser el presidente nacional de la Comisión del Café). Tenía dos hermanas, la menor, tomó los hábitos de monja y la otra quedó atendiendo la casa, pues su madre había muerto antes que el padre y además, se ocupaba en varias organizaciones católicas de caridad. Un día me propuso un plan disparatado: Vámonos a Cuba. Ponemos cada uno la mitad de los gastos y nos pasamos una buena aventura. No fueron oídos sordos los que oyeron aquello y en quince días íbamos ya en avión a Cubita la bella, pero antes pasamos dos días en Yucatán visitando los sitios arqueológicos, pues el vuelo entonces no era directo. Llegando, recorrimos toda la isla, aunque la mayor parte la pasamos en la Habana, donde nos encontramos en la suite conjunta al cómico mexicano Tin Tan y a su Carnal Marcelo, quienes estaban filmando una película con Rosita Fornes, la vedette de moda en el Tropicana. Algún empleado del hotel les informó de sus vecinos, también mexicanos, y nos invitaron a las fiestas que celebran todas las noches. Después de una semana, tuvimos que pedir fondos para poder regresar, pues nuestro presupuesto quedó corto. Ya de vuelta, en ese entonces había puesto mis ojos en una de aquellas “Mostacillas”, una jóven con mucho cariño a la vida, aspiraciones y respetuosa de sus raíces, era la sobrina preferida del general Avila Camacho. A mi compañero de viaje, también le llenaba sus pupilas. Yo me veía en desventaja, pues él podía ofrecerle mucho más que yo, pero en el amor no hay imposibles ni nada es seguro y al final, me dedicó mayor atención, así que con esa manifiesta preferencia, nos hicimos novios, lo que no causó ningún rompimiento en la amistad con mi amigo. Aceptó tácitamente el cambio. Un día, una de las dueñas de la casa de asistencia me pidió que le ayudara con su hermano, quien se encontraba en la vil penuria y su familia sufría las consecuencias. Con mucho gusto me avoqué al caso y conseguí trabajo en la Comisión como vacunador de ganado. Otros días después, me confesó que tenía problemas económicos y al rehusar el préstamo que de inmediato le ofrecí, me pidió que mejor le adelantara la renta de tres meses y con eso resolvería su problema. Ipso facto tuvo el adelanto. Cerca de un mes más tarde, no recuerdo exactamente qué favor casero le pedí, donde no intervenía ningún gasto, pero al ver que no me lo concedía, le recordé de mi petición y me contestó que estaba ocupada y que no tenía tiempo por algo que le había solicitado el tesorero del club, asiduo concurrente en la casa. Me dolió el no verme correspondido de la misma forma en que yo la trataba y le dije que me cambiaría de casa, pero que lo que le había adelantado, me lo podía pagar cuando pudiese, sin fijar fecha para ello. No lo aceptó y no sé cómo ni dónde, consiguió el dinero y me lo devolvió recién había salido de su casa. Renté un departamento en el centro del pueblo, que se convirtió en el nuevo centro de reunión de mis cuates. Buen café, sabrosas botanas y barra libre. Héctor Vargas Enero, 2018
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AuthorHe aprendido a valorar en forma contundente lo que significa la Vida para mi. Los riesgos a perderla, me hacen meditar lo mucho que debo esforzarme para dar una mejor calidad a mi forma de vivir, de apreciar en toda su valía lo que se me regala, cuando puedo contar con un día más en mi existencia. A no desperdiciar el tiempo que me resta y dejar una huella a mi paso por el mundo. Archives
May 2024
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