Por Manuel Murrieta Saldívar
Por cortesía de: https://manuelmurrietasaldivar.com/poecronicas/bombardero-serie-mundial.html La oportunidad llegó a mi casa al centro de Phoenix, muy cercana al estadio y aledaña a la historia, así, como si me llamaran: --¡Ven, acércate, acá te espera la posteridad! Porque se trataba del juego, no de un juego, al que había que asistir aunque fuese por obligación. No era tanto presenciar el movimiento de bates y pelotas en el séptimo partido de esa “serie mundial”, no. Era más bien rodear el escenario del estadio de los Diamonds Back, listo para ser techado en automático, y de esta manera evitar que se paralizara la locura en caso de una lluvia de monzón. 2 Llegar me fue fácil, bastó tomar la decisión y enfundarme unos shorts, tenis y nada de sillas portables, cachuchas o vasos contenedores. Al caminar sobre la Central Ave rumbo al sur, iba reflexionando lo que zumbaba en el ambiente: Phoenix era el centro del universo norteamericano y beisbolero todo…entonces temí en un posible atentado relacionado con aquel fatídico September 11, pensamiento nada gratuito: los talibanes sabían que los yanquis de Nueva York estarían aquí, y no sólo los beisbolistas, sino también aficionados provenientes de Manhattan con todo y alcalde Rudy Giuliani experto ya en resolver tragedias urbanas inesperadas. …. 3 Otros pensarían y temieron lo mismo porque, al instante de iniciar la ceremonia de inauguración del trascendental partido beisbolero, sobre nuestras cabezas sentimos un enorme monstruo alado: era el bombardero B-2, negra manta raya de los cielos, acabando de llegar del Medio Oriente donde había desovado sus huevos hechos bomba, como se supo después, es decir, sus descargas “destalibanizadoras”. Y ahora estaba ahí, en el cielo sonrosado del desierto, erizando los pensamientos más límpidos mientras surcaba la metrópoli de moda: la nave se asomó por el hueco del estadio con sus repletas graderías y desapareció como Ovni viejo hacia el oeste buscando quizá otra recarga mortífera. El susto se me fue diluyendo cuando sentí unirme al gentío, ya iba por la calle Van Buren y la Seven Street, empujado hacia el centro de la acción. Pero volví a aterrarme al descubrir dentro de los gigantescos garajes públicos un completo y eficiente arsenal bélico: minitanques antimotines, caballerizas como de conquistadores romanos o españoles y paramédicos en súper ambulancias. ¡Ah!, y un ejército armado para erradicar a cualquier “bin Laden” que osara romper el orden del último juego definidor del campeonato... Sin embargo, noté que ese cuerpo de seguridad se miraba cortés y hasta simpático, como si estuviera de adorno y no fuese capaz de aniquilar hasta diez veces a cualquier enemigo, estuviese donde estuviese en cualquier rincón del mundo. La seguridad se justificaba también—reflexioné—porque no se sabe cómo van a reaccionar los arizonenses al ser esta su primera final de la “World Series”—¿por qué se empeñan en llamarle así si sólo juegan entre ellos?... Bien podría haber derrumbamiento de postes e incendios de autos, destrozos de vidrieras producto de la alegría de salir campeones, o rompimiento de mesas, sillas de los bares, quebradero de semáforos, asaltos a negocios a causa de la ira si acaso sucedía la derrota. ¿Cómo iban a responder?...nadie de cierto lo sabíamos, nunca habían llegado los Diamondbacks hasta esta instancia de una final… 4 Lo primero que busqué para captar lo verdaderamente histórico fue el epicentro: el pasto diamantino de donde emana el juego. Observé desde afuera del estadio ese césped fresquecito, alumbrado por las enormes torres de iluminación y las luces coloridas de las pizarras, todo pareciendo surgir desde una gran alberca, novedad que apenas entendí: ¿una piscina adentro de un estadio? Me impacté al ver ondeando con magnificencia la bandera de las barras y estrellas, violada el 11 de septiembre, moviéndose al unísono con los ritmos humanos de las gradas. Porque al interior ya estarían los personajes de importancia, esos privilegiados sentados detrás del cátcher con boletos cotizados hasta en diez mil dólares y también, por supuesto, los demás, todos los miles de butacas sobrantes. Pero lo único que pude apreciar a través de los ventanales e intersticios, entre fuerzas policiales y gruesas barreras de concreto, fueron las altas estructuras que arman el estadio Ball Park. Y allá, con cierta nobleza, un vaivén chillante de pañuelos blancos movidos por caras amorfas, igualadas en colores, como si los diversos colores de la piel no existiesen y todo se uniformara por efecto de la distancia... 5 La otra opción fue mirar afuera lo mismo que sucedía allá adentro: todo en unas gigantescas pantallas de TV gratuitas, unas cuatro colocadas estratégicamente en el exterior. Una maravilla puesto que además me di un intenso baño de pueblo anglosajón, rociado con gotas de gente hispana, un rocío afro, nativo americano y asiático. Porque todos ya estaban pegados como insectos a esas pantallas, y así lo empezaría a hacer yo, chupando luz, hipnotizado por esas imágenes del rey de los deportes que recorrían el mundo después de los gritos humanos provenientes del interior. En efecto, la única ventaja y seña que me convertía en un ser especial (después de los aficionados con boleto pagado), era escuchar simultáneamente, en vivo y en directo, los rugidos de las gargantas que se escapaban estrambóticos por el techo, ¡aaahhh, eeeh, wooow!, a cada ponche ha logrado por un tal Curt Schilling o un esporádico hit del dominicano Danny Bautista. Porque eran aullidos calientitos, sin filtros de ningún tipo, vibrantes como víboras de cascabel. Luego observaba en esos enormes monitores de TV, como privilegiado de segunda clase, la misma jugada que había provocado aquellos alaridos venidos desde adentro, mezclándose con el griterío de afuera rodeándome sin remedio. Y eso era todo. Estar pues en las explanadas del Ballpark era similar a lo que sucedía en cualquier sportbar, restaurante, patio o sala casera, con y sin cerveza; la diferencia era sentir estar como en una gran cantina pública, cheves budlight infinitas, o en un cine al aire libre como los de antes. Otro plato fuerte era tener siempre la sensación de poder atrapar una pelota bateada por cualquier jugador ligamayorista de verdad y desde adentro, de jonrón o de faul!. 6 ¿Qué hacer entonces para llegar hasta el noveno inning de la historia? Hubiese sido estúpido no asistir, viviendo tan cerca, me autoconvencí, para después seguir recorriendo los grupos y localizar las mejores vistas. Así, pude descubrir lo indescifrable: fanáticos yanquis que no alcanzaron boleto y que en silencio festejaban, marginados, las jugadas neoyorkinas con leves chillidos de ratón rodeados por sus contrarios, verdaderas culebras del desierto. Vi bares atestados con inmensas colas de parroquianos queriendo ingresar sostenidos en pie con la remota esperanza de que alguien desocupara una mesa, ¡en pleno juego! Me pregunté quiénes financiaban esas enormes pantallas que entre inning e inning fomentaban el consumo, un consumo que se saciaba de inmediato en los puestos de todo—hot dogs, souvenirs, bebidas—y que me tenían bien rodeado. Pensé en por qué no me topaba con algún conocido habiendo tanta gente, sobre todo gente extraña, esos ancianos vestidos de cowboys, rubios tipo marlboro, machotes con pantalones resaltando sus curvas. Y, por supuesto, mujeres con prendas formales de iglesias protestantes, otras en blusas cortamente sugestivas que resaltaban espaldas, pechos, muslos y caderas como una pasarela de la primera base al home plate. También capté a uno que otro indígena que ya no recordaba sus juegos prehispánicos o afroamericanos que no llamaban la atención de nadie a pesar de su hip hop. Participé en el levantamiento de brazos y de cuerpos cuando pasaba en un zoom la cámara de TV, sí, una de las razones de muchos para estar ahí, saberse en la tele, se cometiera o no otro hit. Me impresioné con la cantidad de fans vestidos con gorras y camisetas del equipo local, incluyendo las de “Durazo”, pelotero mexicano que se quejaba de discriminación, muy bueno para los hits y que tenía muchos seguidores a pesar de no jugar tanto, o no le daban chanza. Me quedó energía para maldecir la poca lluvia que trajo una tolvanera de otoño y por eso pensé: al cielo se le ocurre llover en el único día de la historia de Arizona en que no debió de hacerlo. Pero luego me retracté porque las abultadas nubes nunca soltaron toda su descarga lo que hubiera afectado únicamente a los de afuera porque a los de adentro, ¡ah los gringos!, un techo movible los protegería, sin interrupción del juego ni de las transmisiones que para eso era un estadio de mâs 400 millones de dólares… 7 De esta manera, supe de varios hits, de batazos improductivos, bolas y straikes, ponche tras ponche por ambos bandos pero pocas, muy pocas carreras, a dos por bando y ya en la última entrada. Hasta que me posesioné en mi pantalla y espacio favorito, me quedé quieto para aguardar el desenlace. No deseaba perderme lo que ya imaginaba: el tronido del gentío al alzarse el triunfo…o el silencio sepulcral de la derrota, descubriéndome, of course, estar a favor de los locales, nuestros Diamondbacks de la “Finiquera”, tan sólo para ver contentos a quienes me rodeaban con esa intensidad que sucede solamente una vez. Y, tal y como si estuviese planeado, ¿lo estaría?, el noveno inning fue el de la magia: sufrí, pues, el contagio de los fans, testigos todos de la conjunción de circunstancias, de los azares del juego que se fueron acumulando en las dimensiones de la suerte. En un partido a duras penas empatado, un hombre llegó a segunda base por un mal tiro del lanzador yanqui y con apenas un out; el mismo pitcher golpeó a otro bateador y se registraron las bases llenas. Fue en ese momento que escuché los suspiros de “my god!”, o my god, santo y seña de que la victoria era posible para los Diamondbacks. En instantes, la audiencia se descompuso, soltó sillas y cervezas, se paralizaron las caras y las manos, latieron acelerados corazones y esperanzas poniéndose de pie en el graderío como si fuesen agujas imantadas. Se escuchaba el grito de mujeres entronas, de chavos rabiosos, de hombres aspirantes al orgullo mundial, vedado en Arizona para cualquier equipo profesional incluyendo los Cardenales en el fútbol americano: —¡Gonzo, Gonzo!—le vociferaban al bateador de la responsabilidad, la de la tragedia o la del heroísmo. —¡Dbacks, dbacks!—escuché el aullido de madres y maridos alborotando a los niños. —¡Come on, stand up, stand up!—fue la orden de quienes lidereaban las tribunas Sí, exigían, ¡de pie, de pie!, implorando sin haber tanta necesidad porque de todos modos me levanté junto con los más de 60 mil que lo hacían con regocijo, tanto dentro como afuera. Vaya, hasta pude observar a los de look businessman, los de camisetas y bermudas que se habían puesto histéricos de tanta esperanza ni tan esperada. Había llegado la hora de la verdad: Arizona sería conocida no solamente por su desierto, su Grand Canyon, sus leyes antiinmigrantes y su sheriff anti latino, el tal Joe Arpaio. Me sentí, pues, atrapado por esa sensación de éxtasis y yo aceptaba y toleraba cualquier reacción de anhelo y de festejo, viendo un bat que podía golpear una simple pelota para hacer todo realidad... 8 Lo primero que escuché fue una catarata de ruido apocalíptico, pero esta vez de alegría, que demolió al estadio. Al unísono, la pantalla me lo confirmó: el cubanoamericano Luis González, Gonzo!, Gonzo!, había cumplido con un jit por el jardín central que inició las locuras: se movió el de tercera base hacia el “home” para que todo acabara. ¡3-2 contra los yanquis!...la unión de los de boleto pagado con los de la calle sin boleto, espontánea, hermanable, me arropó sin remedio. Pero antes de recibir mi cuota de confraternidad, sin merecerla tanto, mi cuello fue jalado por tronidos multicolores que atravesaron el cielo: estaban pariendo ya el triunfo hacia todo el universo. Lo demás me llegó por contagio, como ese instante de reflexión, esa de que los psicólogos sabrán explicar por qué un individuo, sin ser aficionado y sin estar ahí adentro, se siente contento con el simple hecho de observar la felicidad de una multitud. ¿Se deberá en parte—pensé—a que nunca en la historia no habían celebrado nada que los pusiera en el mapa de campeones mundiales de algo? ¿Se deberá también—continué—a la creencia férrea de que todo el planeta nos observa? Porque así lo confirmaron los gritos y las escenas del triunfo repetidas sin cansancio en las pantallas, incluyendo uno que otro de mí mismo, cualquier ruido gutural, aunque fuese ininteligible, aullaba sabe qué expresión en un torbellino de éxtasis en el que yo recibía un toque de manos, palmadas, chócalas, “give me five!, o yeah yeah!, vaya, hasta un abrazo casi casi sin discriminación acepté como si murieran de repente choques culturales ancestrales... 9 Pero sin embargo, y era muy obvio, noté que los únicos serios, circunspectos, cargando aún el orgullo herido por la caída de las torres gemelas, eran los fans neoyorquinos. Los pude identificar por las siglas “NY” o “FDNY”, estampadas en gorras o camisetas, además iban en silencio, aguantando los ataques e insultos del “¡yanqui go home!” Nunca jamás tan bien utilizado como hoy. Lo más hiriente fue cuando rápido les espetaban: “go to NY”! No obstante, observé que los neoyorkinos portaban una educación urbana, una diplomacia de metrópoli, una cortesía acumulada quizá por experimentar tantos triunfos beisboleros. Por eso responden con mudez, con silencios, concluyí, por eso son respetuosos y evitan caer en provocaciones, como concediendo un rato de felicidad a esos arizonenses de cultura cowboyesca, de nueva urbanidad que prueba una primera victoria trascendente. Mientras tanto, yo continuaba recibiendo raciones de fraternidad, en tumultos intermitentes, un festejo sincero como un hechizo que existía mientras la masa estaba unida en la explanada, en las calles aledañas. Sí, un hechizo…porque la armonía de esta especie humana iría poco a poco desapareciendo, esparciéndose, como lo capté a medida que me alejaba y me arropaba la noche resguardando los residuos de esta felicidad colectiva La “normalidad” de nuevo me atrapó, esos gritos y cláxones cada vez más esporádicos así me lo indicaron. Pero las fantasías y los sueños son posibles, medité, sí, son posibles, aunque fuese por minutos antes de que regrese la inoportuna realidad: el bombardero B-2, ahora sin ser captado por nadie, luego de haber inaugurado el primer festejo mundialista de una Arizona sedienta de glorias, se dirigía otra vez hacia el Medio Oriente porque la guerra aún no terminaba, aún existían muchos talibanes. Ante ello, no lloré de tristeza, como no lo hice de felicidad por el triunfo recién obtenido, y pude muy bien haberlo hecho…sí, definitivamente, la normalidad había regresado… --- (*) Del libro: La gravedad de la distancia. Historias de otra Norteamérica.Crónicas y relatos. Primera Edición 2009.Editorial Garabatos. Hermosillo, Sonora, México. Más información y para adquirirlo en: https://www.manuelmurrietasaldivar.com/libros/la_gravedad_de_la_distancia.html
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