Por María Candelaria Cuevas
Doña Felipa no hablaba, ni un sollozo se le escuchó al nacer. No escuchaba ni necesitaba hacerlo. Los cristeros se acercaban a su choza y ella se fue corriendo como una venada. Cuando abandonó la choza no llevaba infierno ni mandamientos, ni cruces colgando, ella sólo cortó un ramito de salvia para espantarse los recuerdos y a los espíritus que se le colgaban de los hombros. En sus pensamientos tenía rezos, no necesitaba hablar, solo sentir. Decían que ella era y a ella iban. Doña Felipa le volteó la chiquilla a Eréndira, la esposa de Prisciliano, no quería nacer, venía con el cordón umbilical en el cuello. Doña Felipa puso un pequeño petate, se hincó y comenzó a susurrarle a la panza de Eréndira. Quién sabe qué tantas cosas le dijo sin decirle, que el bebé se desenredó. Nació sin llanto, sin oír y sin ver, solo abría sus labios buscando el líquido precioso que la sostendría en este plano terrenal. Desde ese día, Prisciliano nunca dejó de llevarle leña y, si la cosecha era buena, elotes. Doña Felipa no tenía perro que le ladrara, sólo tenía cuervos. Los cuervos siempre volaban en círculos arriba de su choza. Olían sus pellejitos. Nada fue igual desde que llegaron los cristeros. Ella tenía que esconderse para sacarles los demonios a los poseídos; su ramito de salvia era más poderoso que la cruz que le querían enterrar en el corazón. Pasó tres días escondida en una cueva y, cuando salió, no reconoció a nadie. La gente tenía otra mirada, otros cantos y otros miedos. Las mujeres dejaron de danzar alrededor del fuego, dejaron de tostar cacao y conectarse con su corazón. Doña Felipa murió convencida de que su medicina era todo. En la cueva dónde una vez se escondió ahí quedó, en una cama de flores moradas que brotaron de la tierra húmeda. Mientras el humo de su copalera se encendía formando una espiral al cielo, esparciendo su energía y su rezo eterno con el viento, rezo silencioso. Su cuerpo había dejado de moverse, pero su energía sigue sanando a través de la niña que estuvo a punto de morir antes de nacer, la hija de Prisciliano.
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María Candelaria Cuevas
Magnolia se llamaba. Miedo me causó su nombre. No había paso que me llevara de regreso, la bebí hasta el fondo, ya estaba en mí y no había vuelta atrás. Estuve seis meses al filo del abismo, aferrada al miedo, a la inexplicable culpa que anidaba en mis adentros, meses sufriendo la muerte blanca del poeta, acariciando el apego, deslumbrante y falso brillo. Magnolia entró a mi cuerpo, a mi casa en ruinas. Temblé de miedo, cada célula me vibraba sin saber porqué ni para qué. Temí por mis columnas tambaleantes, aún así, arrastré todas mis vidas esa noche. Dentro, muy dentro algo debía morir. Magnolia apareció en menos de dos melodías. En veinticinco metros de largo y diez de ancho pude ver cientos de mis vidas, líneas de colores fosforescentes en total desorden, ¡Demasiado tiempo para poder sostenerlo sola! Mi cuerpo y mi mente sentían una expansión y una presión insostenible. Abrazada a los últimos residuos del apego que me impedían liberarme, me resistí por unos minutos, defendiendo lo indefendible. No era yo en ese momento, era una vieja reprogramación sosteniendo mi mano con tal sutileza para no dejarse ver por mí. Seguía en el suelo alfombrado de gris, a punto de reventar. Magnolia me arrastró hacia ella, la vi gigante como una montaña, me tendí a sus pies, grandes, largos, morenos y muy firmes. Me enterré en su montaña y en ella dejé todo lo que ya no necesitaba, luego miré las capas de corteza y cenizas negras que me habían cubierto la piel como una coraza, caer como un velo. No podía respirar, le pedí a ella que soplara su dulce viento para que abriera mi corazón, me miró con ojos de montaña, ojos de estrella eterna y sopló su aliento largo, aliento de colibrí, entonces entraron en mí dos largas hojas secas de maíz por mi nariz, llegando a mis pulmones, limpiando todo aliento viejo, aire contaminado por mis pensamientos. No podía respirar, abrí la boca tan grande como pude, intentando jalar aire a mis pulmones, cuando lo hice, vi las hojas de milpa secas saliendo en vómito, rasgando mi garganta. Las sentí desde lo más profundo de mi interior salir como lava ardiendo, las miré limpiando como un estropajo todos los residuos negros que se resistían a dejarme. Estaba ciega, pero pude ver todo lo que había dentro de mi ser. Apestaban las imágenes donde hice daño y dejé que me hicieran también. Lloré por mí, por la niña, por la joven, por la madre que ahora soy, y me pedí perdón en un desgarrador llanto, por el daño que me causé y me causaron, le agradecí a la montaña con aliento de colibrí por darme de sus tierras/manos, a Magnolia. Por María Candelaria Cuevas
Lázaro Fierro Es muy difícil en tan poco tiempo, extraer gota a gota la historia del Maestro Lázaro Fierro, les comenzaré contando que él nació en La caña de agua, municipio de Atoyac de Álvarez, Gro. Méx. Es maestro normalista, maestro catedrático, pasante de Derecho, y posee una maestría en educación bilingüe que cursó en la Universidad Estatal de Arizona. Ha sido docente durante casi cuarenta años, ha impartido clases en todos los niveles educativos, exceptuando el kínder. Hasta hace unos días, todavía daba clases de inglés como segunda lengua en una escuela preparatoria y en la Academia de inglés para adultos ESL de donde se jubiló hace unas horas. El Maestro Lázaro Fierro, es un apasionado de la docencia, de la historia y de las letras. Ha creado talleres de literatura de los cuales han surgido exitosos escritores. Como amante de las letras, ha escrito varios libros de diferentes géneros: historia, educación, memorias, narrativa y poesía. Su última obra De tinta y sangre, un poemario que abarca diversos temas, poemario donde nos invita a leer su nueva propuesta de estrofa llamada tetrástrofo birrimo. El maestro Lázaro, en su caminar por la docencia, ha ido sembrando una semilla en cada persona que se ha cruzado en su camino y ha sido reconocido por su labor altruista en varios lugares de este país. Cuando él llega a Phoenix, crea un taller con un pequeño grupo dando clases gratuitas de escritura creativa, gramática y poesía, durante varios años cada domingo, ahí comenzaron a surgir nuevos escritores hispanos y nuevos libros que dejan una historia en este desierto. Su obra desde El México real, Letras de arena y de tinta y Sangre se Han ido formando poco a poco, meticulosamente perfectas y dejándonos un valioso regalo que nació de uno de los nuestros, de esta ciudad y de estos tiempos como lo es la nueva estrofa: tetrástrofo birrimo. Creador de talleres de calaveritas literarias y contador incansable de chistes, nos muestra su lado pícaro y divertido que contrastan con los temas serios de política y los controversiales sobre religión. En su más reciente libro publicado hace unos días; Memorias de un maestro migrante nos presenta su caminar migrando desde muy corta edad. En su nutrida charla podemos ver la mirada de un niño que ha perdido su estabilidad, pero nunca esa fuerza que lo impulsa desde muy adentro, un niño que enfrenta todas las adversidades y aún así, decide caminar hacía un futuro sin quedarse estancado en el pasado doloroso y un presente que se veía desolador. Yo, María Candelaria, agradezco al maestro Lázaro Fierro, por crear un ambiente de confianza y respeto en cada alumno, siempre enseñando con mucha dedicación. Nos llevó por el camino del “sí se puede” aún cuando nos hicieron creer que no se podía, nos enseñó que por más difícil que sea nuestra situación, se puede salir adelante en lo académico y en la vida. Gracias por enseñarme que lo aprendido debe de compartirse, aunque no tengamos títulos o formación académica. Gracias por la abundancia de ese frondoso árbol de la sabiduría que nos sigue cobijando bajo su ramas. Gracias por el mensaje de unión en un mundo elitista. Me quedo con la enseñanza de hacer las cosas mejor, de ser exigente con lo que publicamos; que la cebolla esté finamente picada y los puntos bien puestos sobre las íes. Gracias por no rendirse, los sueños de usted y de muchos de sus alumnos comenzaron a crearse cuando una señora encendió el fogón, puso un mantel de plástico floreado en una mesa afuera de su casa, y comenzó a vender enchiladas. Ahí es donde la historia cambia, da un giro y causa un efecto favorable en muchas vidas. Gracias Doña Josefina por hacer hasta lo imposible, posible. Gracias a ustedes dos, pude yo también cumplir un sueño que tuve de niña; poder escribir y publicar un libro. Muchas gracias. El poeta La totalidad del ser es la conexión de la tierra y el infinito, es un viaje astral sin tiempo ni espacio, donde se sumerge en una profundidad interna y se expande alcanzando el puro y frágil éxtasis que nos permite darle un punto final a un poema o en otros casos, puntos suspensivos… Escribir un poema es la entrega del ser superior verdadero, en esas letras no hay caretas que escondan un rostro falso. En la poesía, se revelan amores clandestinos, asesinatos idílicos, rezos, se viaja a la galaxia en un día y puedes sostener en tus manos el polvo de las estrellas para luego plasmarlos y que exploten en la mente del oyente. Escribir poesía no es para los débiles y escuchar poesía es solo para los que su mente se ha expandido como el propio universo. Son pocos los poetas que son escuchados, no es culpa de ellos, ellos ya han estado en el cielo y en el infierno, ya han sobrevivido a amores que les han atravesado el corazón, es muy difícil entenderlos porque ni ellos mismos se entienden. Los poetas crean sus propios mundos y llegan a palpar con la totalidad de su ser el infinito, no hay límites para el creador que escribe de su entorno, así sean exóticos paisajes, apestosas alcantarillas, o cuerpos de agua, todo tiene su belleza y todo tiene su toque de realidad. Para el poeta no se mete el sol, el sol se está suicidando en la lejanía dejando una oscuridad y un silencio, sabe el poeta que la noche es para sacarle provecho y la adornará con aves que graznan en las sombras. A veces se escribe para no morir, pero cada vez que se escribe es una muerte segura… porque en cada letra, se dejan los minutos que ya no nunca van a regresar. El poeta sabe que las líneas de su tiempo se están acabando en este plano terrenal, aún así decide a conciencia gastarlas sumergiéndose en las horas que ya no tiene, sabe que será eterno, inmortal y sobrevivirá a través de sus letras aunque no le importa, está enfermo de escritura y a morir no le teme, aunque agonize. Escribir no es fácil, es de valientes, es un salto a una conciencia superior sin psilocibina, un salto a otros mundos donde decide hospedarse con todos sus miedos, vencerlos para después tomarse una cerveza junto a ellos, es un clavado a un mar lleno de sirenas menstruando, es el preámbulo al chasquido de un beso húmedo. El poeta se convierte en mártir, lo disfruta hasta saciarse de su propia miseria. No le importa si un poema anida en el corazón de alguien porque ya anidó en el de él y le han crecido ramas, flores y ha dado frutos. El árbol de su poema o su historia se enraíza en todo su ser elevándose hasta ser inalcanzable, pero llega la muerte blanca… La percibe deslizándose por todos los rincones, se estremece y deja de escribir, ahí comienza su agónica espera, es la batalla con el guerrero invisible, el poeta sabe que debe esperar días con la garganta cercenada, con lagunas mentales, inmóvil, en coma, sintiendo su pesado cuerpo, en espera de ese viaje sin mezcalina que lo impulse como un cohete al infinito y volver a plasmar aunque sea una frase, una línea, algo que le diga que no está muerto aún, pero nadie entiende este sufrimiento, nadie ve las llagas invisibles que causa la inmovilidad de la pluma en la mano. Dolor ajeno, dolor de escritor que ha pasado cuándo llega una de las nueve musas y todo comienza de nuevo; llega la primavera/invierno y los volcanes escupen los rojo/azulados vientos que calcinan las naguas de las señoras con sus botes llenos de nixtamal. Es tiempo de celebración, la tormenta ha pasado y todo vuelve a ser normal. Las heridas se comienzan a abrir y el poeta se moja los labios antes de saborearlas, recuerda en cada lamida quién se las hizo y con la mano temblorosa y los labios agrietados, las saborea, aún le saben a ella o a él, la musa le guiña un ojo, entonces el poeta se arrastra en su propio lodazal para tomar papel y un lápiz, es ahora o nunca y comienza a escribir, a vivir y a morir de nuevo. María Candelaria Por Candelaria Cuevas
“¿Recuerdas aquella tarde que le robamos a un día? Cuánta pasión en silencio me tuve que beber…” Santiago Vallejo me escuchó cuando tenía dieciséis años, esa tarde llegó a mi casa ensopado de agua y con las botas llenas de lodo, quería conocer a la muchacha que escuchó leer versos en el canal de encuentro de un radio de bandas altas, recuerdo que era un modelo Cobra 158 con chancla potente y con una antena hecha de un pino muy alto que mi padre había traído de la sierra. De Arteaga, Michoacán venía a ver a la Rancherita número dos —Nombre de la estación—que transmitía desde un cerro, con un equipo raquítico conectado a una batería de carro y que tenía un alcance de varios países; Colombia, Venezuela, Estados Unidos y la frontera norte de México. Santiago decía que él era poeta, me dictó diez poemas que escribí con exactitud, pues quería plasmar cada palabra de su boca en mi vieja libreta de poesía. Sus ojos de medio siglo se humedecieron mientras se despedía de mí, bajo una torrencial tormenta. “Si esta noche me esperas yo vendré con las sombras, como gota de lluvia o como temblor de aurora. Si esta noche me esperas quiero encontrarte sola, solita en el regazo del azul de tu alcoba, para besar tus labios, para morderte toda, y la cruz de tu boca con la cruz de la mía…” El pelo me llegaba abajo de la cintura, tenía llagas en las pantorrillas y un hueco endemoniado en el estómago que llenaba de versos. La que caminaba descalza en los caminos de tierra colorada, no sabía que a lo lejos había un mundo donde las historias se escribían por montones. En el rancho donde crecí, no llegaban los maestros, pues se decía que en esos parajes, las mujeres volteaban las tortillas a balazos. El miedo les impedía llegar, aún así, le susurré a la corteza de cada árbol palabras vivas, palabras con aliento de yerbabuena, palabras que brotaban desde mi corazón de arcilla, la poesía de mis ancestros. El verso perfecto está en los labios que besan, en los surcos de girasoles, en las llagas. Hace falta soplar al viento las miles de mariposas que se forman en el interior, para que les broten alas y se conviertan en puentes. No hay armas en las manos campesinas, sólo puños de maíz para sembrar cada temporal de lluvias. Soy María Candelaria, me da mucho orgullo ser colaboradora de la revista Peregrinos y sus letras. Cuando mi madre enterró mi ombligo en las raíces de un tepehuaje junto a los de mis catorce hermanos, nunca se imaginó que tan largo era ese cordón umbilical, ella no pensó que a miles de kilómetros estaría para siempre unida a mis raíces y les contaría de mis costumbres. Soy una mujer rebelde, de corazón indómito, he cruzado tierras purépechas, guiada por la dulce melodía de una pirekua y cobijada de un gran sueño con el que me cubrí los hombros como un hermoso rebozo azul. En Phoenix, Arizona, encontré un desierto con un oasis multicultural tan hermoso, que opaca el racismo que algunos se empeñan en mantener vivo. Cerca de la víbora de acero que nos divide, puse mi cántaro lleno de agua para que beba un poco del dolor que causa dejar todo atrás, para que pruebe del sudor del inmigrante y tenga piedad, para que conozca lo qué hay dentro del corazón. Aquí encontré mi hogar, aunque en algunas noches de añoranza me sueño hilvanando alas para regresar. En este caminar, Peregrina con mis letras bajo el brazo, me encuentran sembrando en las grietas de la urbanidad en esta gran ciudad, donde deseo poder aportar a la comunidad con mi sección en PYSL como coordinadora comunitaria, a quienes agradezco de corazón el darme la oportunidad de ser parte del comité organizador. El fundador de Peregrinos y sus letras, David Muñoz, nos dijo que ¡A escribir se ha dicho! Escribamos pues. |
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March 2024
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