Dedico este texto a las dos Mireyas, porque han tenido la presencia de espíritu para seguir la labor de escribir, a pesar del dolor, a pesar de la ausencia y para dar tregua a la memoria. Por María Dolores Bolívar Abro con una canción cuyo tema me gusta porque no lo he encontrado en ninguna otra lírica, corta, popular, clásica o antigua. El título ya es sugerente: “Coincidir”. Su autor es el jalisciense Alberto Escobar. “Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y coincidir…” En mis últimos tiempos mexicanos se escuchaba mucho y, también, representaba una nostalgia por la soledad que dejan las migraciones, que nos tocó compartir, de manera masiva, con todo su dolor, con todas sus nostalgias. Cuando uno imagina esa gran nebulosa de coincidencias que sugiere la canción de marras, parece impensable, entre todo ese cúmulo de probabilidades, comprender la complejidad de las relaciones humanas. Vamos, pasamos, somos, dejamos de ser… suma de encuentros y hechos fugaces que se esfuman. A veces, la mayoría de las veces, esos encuentros van a dar al olvido. No hace mucho se me ocurrió calcular el número de alumnos que he tenido. En el intento, se volvía prácticamente imposible la exactitud, pero al hacerlo, me venían a la mente tantos rostros y nombres, tantas aulas y fechas que la tarea me abandonaba en un desgano preventivo. Algunos llaman a las personas que encontramos constelaciones, redes, zonas, genealogías, ecosistemas, comunidades y etceterilla. Y por eso se vuelve tan crucial entender el poder, la mística, la magia, la importancia, el momento mismo de coincidir y de ahí a la coincidencia. Y no me refiero a coincidir, sino realmente a co-incidir, esto es, emprender un tramo de camino de manera coordinada, reunirse a incidir, detenerse, tomar aire, imprimir una huella, propiciar un efecto, algo que quede. Vuelvo a mi cuento/más bien la cuenta. Ya iba por ese punto en el que cualquier tarea no da con el retorno, o la terminas o la terminas… cuando alguien opinó, volviendo mi cúmulo de incidencias algo todavía más difícil, si no imposible. ¿Serías capaz de hacer una lista, como una lluvia de ideas acerca de las personas a las que has enseñado algo? Y fue en ese momento que tracé un círculo, imaginario, alrededor de algunas. El primer año de mi profesorado en Arizona, no tengo idea de por qué, se lleva la parte del león. (Fin de un largo preludio) I Toda buena historia debe contar con un título, un preludio, uno o varios personajes, una trama… Pero no tomaré esta sección de mi escrito para hablar de las historias, en general, sino de una en particular. David apareció en mi vida en una de esas clases de mi primer año de profesora en Arizona State University. Muñoz. El estudiante que llega puntual; Muñoz, lee todo lo que tiene que leer; es Muñoz, el que hace preguntas; Muñoz, quien se acerca al escritorio, religiosamente, al final de la clase. Quiere saber más, quiere seguir leyendo, quiere contar y compartir su historia. Sabe de Wittgenstein y Nietzche, profundiza, filosofa, ha leído a Marx, dice que como todos los estudiantes mexicanos de su generación, pero además le gusta el teatro, la poesía, siempre se sabe el título de la canción que una no recuerda, conoce a los compositores al dedillo, en la primera reunión del grupo se presenta tarareando una estrofa de Serrat. Al poco tiempo fundamos un club. Muñoz es quien llega primero a las juntas, propone, se interesa, participa. Luego fundamos un simposio. Me detengo un poco aquí, porque también las incidencias se multiplican. Recuerdo como si aún tuviera la pintura fresca la muestra que me trajo para hacer las camisetas, con las tarjetas de la lotería. Organizó en su college (porque ya trabajaba en un colegio comunitario) las conferencias con que nos ayudó a recabar más fondos. De última hora le pedimos que fuera al aeropuerto. De su chistera sacaba lo que fuera, hospedaje, comidas, soluciones. Un día me pidió dirigir su tesis. Como no hay trámite sin obtáculo este se presentó con su debido obstáculo. Yo, la nueva, no podría dirigir hasta salvar un hilo de autorizaciones que iban desde el decano menor hasta el mayor y deteniéndose en todos los decanos intermedios. “Ándale, María”. Pues recorrí la brecha. Recuerdo que pasaron un par de años antes de recibir la carta de la primera etapa. Casi al punto de recibir la tal autorización decidí irme de Arizona. Al principio no reparé en detalles. Un día, David me invitó a almorzar. En la plática recorrimos esos años, menos a vuelo de pájaro que ahora, todavía más fresca la pintura y más a la mano todo lo vivido. Apenas podía creer que luego de aquella larga cadena de tropiezos me decidiera por cortar de tajo, y sin dirigir su tesis: “Ya ni la chingas”. Yo me fui, luego de cuatro simposios, cuatro tandas de alumnos organizados en semestres, con sus respectivos veranos. Y al cabo de los años, realmente nada modifica su nitidez en mi recuerdo, Carlos, Francisco, Cristina, Julián, Constantino, Bárbara, Saúl, Angélica, los Manueles. II En Zacatecas fui invitada a editar un suplemento cultural diario. Llenar las páginas de un periódico no es pan comido, mucho menos de un suplemento cultural. Ahí vuelve a aparecer David, con un grupo pequeño de arizonenses/sonorenses a quienes invité a sumarse a mis labores diarias. Pedí textos. El de David llegaba puntualísimo. Le asigné los miércoles, le sugerí que no escribiera textos largos. “Más allá de eso puedes escribir de lo que quieras.” Con esas tres indicaciones los textos no dejaron de llegar. David, junto con Manuel Murrieta, Saúl Cuevas y Leo Cervantes se volvieron mi base editorial. Y hasta allá fueron, en persona, recorriendo las carreteras que se detenían en Melchor Ocampo y Mazapil para perderse, como el camino que lleva a Comala, en ese México profundo de cañones, huizaches, lomas y hondonadas. Los recibimos en un evento público en donde presentaron libros, filosofaron, brindaron, se rieron a sus anchas. Pero las cosas no iban bien para mí. Recuerdo el primer mensaje en que lancé mi SOS, apenas empezaban los emails y las comunicaciones cibernéticas. Tendrás que empezar a pensar en volver a EEUU, dijo, escueto, y me contó una anécdota que involucraba empezar de cero. Sus palabras me inspiraron. En 2003 me establecí de nuevo en San Diego. Y la amistad siguió, como esas matas que se dan maña para sobrevivir, echando brotes y flor durante cada primavera -las verdaderas sobrevivientes del desierto-. El colaboraba con Olas Civiles, mi revista digital, y yo con Peregrinos y sus letras, la suya. Su puntualidad y su constancia eran motivadoras. Si te llamaba para decir que no podía, te sorprendía con una petición fuera de serie, “te lo mando antes.” David era, además, el amigo que siempre te hacía un campito en su agenda. “Necesito una carta”, “necesito una crítica”, “me urge un comentario”. Para lo que fuera, siempre estaba. Nunca exigía de más ni tampoco dejaba de mantenerte en el círculo. “Aquí tienes tu espacio” era como decir, aquí tienes tu casa, tu café y un amigo receptivo, aguardando. Con Olas Civiles, las peticiones de mi parte aumentaron. Cada semana un texto y una fotografía. Y David jamás falló. No sé, nunca supe de donde sacaba tiempo para mantenerse en su puesto de tiempo completo, calificar aquellas pilas de trabajos de análisis filosófico, cuya fotografía nos compartía, sin parecer desmayar; darse maña para celebrar y guardar los días de la familia, viajar, bailar, echarse un palomazo con mariachi o banda. Y nunca daba excusa o anteponía un pretexto para dejar de hacer. Con David siempre era sí, para todo. Y los años y las co-incidencias siguieron. Vimos crecer las horas de junio, las jornadas poéticas de San Luis Río Colorado, las lunas de Octubre, la feria del libro en Puerto Rico. Tiempo y oportunidades para constatar que aquel encuentro breve, aquella constelación inesperada, que hasta hubiera podido resultar en algo intrascendente, morir en una fila burocrática o asfixiarse en el pasillo verde del Departamento de Lenguas y Literaturas, trascendió, en una amistad que se activaba a través de las letras, de los países, de estado a estado, del quehacer de escribir, al reportaje del sueño, de la creación, del vivir sin desperdicio y a parejas con el viento/tiempo. Porque escribir era parte de su ethos, sin duda; el resto, era la amistad. III Al escribir este texto, quise cerrar con una memoria que me viene como salida de esos aparatos de realidad aumentada, donde ves y percibes casi todo. Estábamos en el Viejo San Juan, probablemente la última vez que coincidimos en persona. Luego de un larguísimo día y recorrido a pie, por las callejas y casonas de ese maravilloso puerto antiguo, detenido en el tiempo, nos sentamos a conversar en el patio cuadrado de una casona muy parecida a la que describe Amparo Dávila en un cuento que leímos para una de mis clases, el huésped. A cada arranque de conversación, se inmiscuía un coquí. Fue imposible abordar otro tema que no fuese el coquí ese, escandaloso, ensordecedor, híper presente… y nos pusimos a tratar de fotografiarlo, sin éxito. No volví a ver a David, pese a que la amistad continuó como aquí narro. Su presencia en mi vida se volvió aquel coquí que irrumpía a través de las pantallas y las plataformas cibernéticas cantando, avisando, desquiciando las rutinas de todos con un llamado que parecía ineludible. ¡A escribir se ha dicho! David, como se dice en inglés, incidió en la cultura de Phoenix -La Finiquera-. No solamente con sus libros y sus cuentos que van desde lo más personal hasta las redadas y el ominoso trato a niños inmigrantes; por su gestión llegó a esa ciudad, a ese valle, una hilera larga de estrellas del mundo chicano. David era una universidad en sí mismo, se conectaba con el mundo desde Gilbert-Chandler como si tuviera una antena parabólica a su servicio. Él aviva esa pléyade de la literatura chicana con esa sobria visión de que si estás en un desierto, lo único que tienes que hacer es mirar para arriba -Miguel Méndez, María Amparo Escandón, Luis Valdez, Sandra Cisneros, Estella Pope Duarte-. Pero, ojo, David no vive en una torre de marfil, se mueve en los mercados, en los bares, en los periódicos que no dijeron no al español, en las calles de Guadalupe, en la radio que contrarresta a la cultura del desaprender. A sus terrenos -espacios siderales- no llegaron los índices absurdos, ni los minutemen, ni figuró el cherife Arpaio ni la gobernadora Brewer. No debería subrayarlo pero David era David, con su mariachi, con su pinta, su guayabera, su comparsa, en el corazón de la Arizona blanca. Lo vi en un video cantando “No me amenaces” y su público de fans eran sus compañeros profesores que se fueron con él hasta el mismo Garibaldi, a conocer el México que ningún tour hubiera podido mostrarles. Pensé en ir a rencontrarme con Sandra Cisneros; iría a charlar con Luis Valdez. Conocería, por fin a María Amparo Escandón, pararía por su casa cuando pasara por Phoenix en el 2019. Pero los encuentros no siempre dependen de la voluntad. Y cada una de esas veces nos reiteramos la afición, la pasión y el deseo de escribir… qué importa todo lo demás. ¡A escribir se ha dicho! Se volvió el lema común y martes o miércoles, los días de entrega. Sus espectaculares fotos de amaneceres no dejarán de faltarnos, sus palmaditas en la espalda para empezar el día, sus corazonadas esperanzadoras, sus puntuales deseos de que pasásemos un muy feliz cumpleaños. Porque David era el amigo indiscutible de las redes sociales, ese que no nomás revira y gusta, sino que da sustancia a su presencia. Por sus redes entrábamos en su oficina, seguíamos su trayecto de día, la vuelta a casa; nos enterábamos de los alumnos difíciles, los embotellamientos, las tormentas, la salida del sol, el baile de la luna. Y no me falte espacio para tocar el modo como forjó su red más contundente, la de sus compas, una, varias generaciones de estudiosos de la literatura y que fueron entrando en nuestras vidas a través de esa gran página que sigue siendo Peregrinos. Kepa Uriberri, desde Chile; Violant Muñoz Genovés, desde España; Enriketta Luisi, desde San Diego, como yo. Cuando supe que estaba enfermo, me falló el cálculo. Pensé que saldría bien librado. ¡Cómo no! Por eso me sorprendió, debí decir desconcertó, el anuncio de su deceso. Ya había pensado comentarle lo jalado que me pareció que dejara preparado el texto de antes de su última operación. Tenía pensado decirle que era un mal ejemplo, a nuestra edad, andar cumpliendo tan a pie juntillas con todo. Alguna vez hubiera tenido que fallar… no llegar, no enviar nada, faltar a la lectura, inventarse un pretexto para no entregar la tarea… Pero no. No sé de qué pasta lo hicieron a este hombre que en todo lo demás parecía el vivo retrato de cualquier mexicano. Y con esto acabo, era un placer verlo disfrutar los viajes. ¿Cómo le hacía para siempre acabar cantando con un mariachi o bailando al ritmo de una banda en alguna plaza pública? Su joie-de-vivre era algo contagioso, infeccioso (como se dice en inglés). Y así quedan, amigo, aquellas disquisiciones interminables, filosófico literarias; los sueños de llevar la cultura popular mexicana a cuestas, hasta los campus que pisamos. Las camisetas y los carteles que nos volvieron famosos por nuestro simposio que trascendió más allá de lo que nos propusimos; los amigos que te extrañaremos en esas cantadas y brindadas sin fin; y todas esas fiestas y todos esos hilos de una red infinita que se quedan por hilar, para otras co-incidencias y encuentros donde tocaremos la cuarentena y los virus, el del COVID, el de la rabia blanca, el del racismo, el de la desmemoria… en otros mundos, otros siglos, otros espacios. Julio Cortázar que trató de muchos temas, y por eso no habría dejado de lado la amistad, nos dejó estas palabras, a propósito de los amigos: “En el tabaco, en el café, en el vino,
al borde de la noche se levantan como esas voces que a lo lejos cantan sin que se sepa qué, por el camino”.
0 Comments
|
Archives |