Por Daniel Vargas Minerbi
Viajó por mares que no entendía, con el vaivén del agua salada meciéndole el sudor en su rugosa piel, llevándola lejos de la pradera que la vio nacer. Desde la India hasta Lisboa, Ganda fue más que una rinoceronte: fue un enigma flotante, una criatura que no encajaba en los mapas ni en las memorias de los hombres. Un artista renacentista alemán, que nunca la vio, la dibujó con sus propios ojos prestados por la descripción de un escritor. Le dio un cuerpo de escamas, una piel de armadura, cuernos que no tenía. Y así, sin haber pisado nunca su sombra, la inmortalizó en un grabado. Durante quinientos años, la imagen de Ganda viajó por el mundo, más real que ella misma, más cierta que la carne que una vez respiró. Dicen que en el idioma guyaratí la llamaban Ganda, que antes en malasio era bada, y en la lengua de sus captores se transformó en abada. Como si con una letra pudieran domesticar su existencia, como si nombrándola la hicieran suya. Pero Ganda no era de nadie. Fue símbolo de resistencia, de longevidad, de armonía y de poder. Tal vez, en algún rincón del tiempo, su espíritu sigue vagando, sin jaulas ni océanos que la contengan, recordándonos que hay nombres que no pueden poseerse, porque nacen para quedarse en la historia.
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