Por Miguel Ángel Avilés
El uso de la tecnología no es lo mío. No, no lo es. Ni de muchos otros. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que usé la aplicación de Uber. También lo debe de recordar el chofer de ese viaje porque, estando en la capital Sonorense, el destino lo ubiqué en Nicaragua. No sé cómo ese hombre dio conmigo. Quizá me buscó por puro morbo para saber quién carajo quería viajar en carro desde Hermosillo a Nicaragua. Pudo hacerlo también ilusionado, rogándole a dios que esa inaudita posibilidad fuera real y él hiciera su agosto, para dejar de trabajar por muchos meses, gracias a un tipo al que no se le da el uso de la tecnología y que, según la lectura de su fon, deseaba ir hasta Centroamérica. Ni hablar, el uso de la tecnología no es lo mío. Y la de muchos otros tampoco, dije. A estas alturas, si bien me desespero, no me agüita porque si esa plataforma o cualquier otra lo ocupo, insalvablemente o es necesario para dar un paso en mi vida laboral, profesional o familiar, le hago la luchita y aprendo. Faltaba más. Pero no es lo mío. Es decir, si bien reconozco que la tecnología, sobre todo la moderna, aumenta la productividad y la eficiencia de las actividades humanas, al permitir que se realicen las tareas en menos tiempo y, además, gracias a la gran cantidad de información que se dispone, es posible tomar decisiones más acertadas y reducir los errores humanos, eso no significa que, a diferencia de algunas personas, a mí me fascine, me llene de gozo el estar pariendo cuates o sudar frío al momento de hacer una transferencia bancaria en un teléfono, o arreglar un contratiempo en la computadora o instalar una pantalla o preparar lo necesario para estar presente en una videollamada o en reuniones virtuales por Zoom. Feliz no me pone, créanlo. ¡Para nada! No me encuentro pues y fusílenme por ello, en el batallón de los que han dado a llamar tecnófilos, que son aquellos adictos a la tecnología, consumistas compulsivos por su apego hacia esta, los cuales se caracterizan por tener dispositivos de tecnología de punta, cual si le fueran a suplir sus necesidades básicas o que su coeficiente intelectual se disparara exponencialmente, como Popeye se fortalecía de inmediato al comer espinacas, con solo tener un objeto o gadget en sus manos, cualquiera que sea su costo pero entre más caro sea, mejor. A diferencia de estos, quienes ven en la tecnología un valor de cambio y estatus social, existimos otros que por necesidad tenemos que agarrar a la tecnología por los cuernos porque no nos queda de otra. Así me pasó cuando, trabajando como reportero en un semanario allà a principio de los años noventa, me pusieron frente a mí una especie de televisión como de las antiguas, de bulbos pero a la que llamaban computadora. Como ha ocurrido siempre con mi proceso de aprendizaje, al inicio me desesperé, pero al rato me sentía todo un ingeniero en ciencias computacionales, pese a que únicamente sabía lo más elemental. Así es siempre: me frustro creyendo que no aprenderé nunca, pero más adelante ,ya que ha pasado la tormenta y soy todo un experto en el menester sobre el cual temía fracasar, concluyo, excedido en autoestima, que con esa capacidad hasta transformar al mundo entero o , mïnimo pudiera gobernar a un país aunque al final lo deje en los puros rines, nomás que al rato módulo el alcance de mis habilidades y me doy una llamada de atención por atrevido. Es cuando hago una autocrítica, algo tan urgente en estos tiempos y evaluándome yo solito a manos alzada frente al espejo, llego a la equilibrada conclusión de que, para algunas gaitas, soy muy limitadito pero en otras nadie me gana. De esto último ahora no hablaré porque dicen que elogio en boca propia es vituperio. Basta de fomentar el culto a la personalidad que ya en los años recientes, hemos tenido bastante. Mejor recordemos lo que dije al principio-el uso de la tecnología no es lo mío ,ni de muchos otros - y pensemos en esa gente que, al igual que yo, le batalla para aprender y que anda por ahí aplastando botoncitos, siguiendo pasos indescifrables o jurando por sus trece últimas generaciones que no son un robot , para poder acceder, en un enésimo intento, a una página electrónica o plataforma digital en donde se encuentran datos que son exclusivamente nuestros. En mi caso he aprendido no sin antes sufrir las consecuencias que ya les conté o porque he tenido mentores con inolvidable paciencia y sabiduría como la que tuvo la maestra Egriselda cuando nos enseñó a leer a Anibal, al Tony, a otros y a mí, en el primer grado escolar o como Ivonne Karina, trabajadora del banco en donde tengo mis incalculables fortunas, quien pese a estar ocupada lejos de la sucursal, atendió, compasiva, mi ruego e hizo lo que tuvo a su alcance para resolverme un problema y con una calma envidiable me ofreció todo lo que yo necesitaba. Pero fracasé y no por sus limitaciones didácticas, al contrario, sino porque a mí, a la primera, no se me da la tecnología También como Alejandra, esa joven que ese mismo día tuvo la habilidad y la cortesía de atender a una fila de clientes en dicho banco y supo resolver todas pero todas las peticiones que le expusimos los que nos amontonamos junto a ella porque no se nos da el uso de la tecnología o nos le encontrábamos la cuadratura al círculo de tal o cual aplicación. Por todo lo que ambas hicieron en un ratito, yo, al menos, me pongo de pie y así como José José pidió un aplauso para el amor porque este le había llegado, mi corazón les brinda otro a ellas. Ignoro si están conscientes de lo que hicieron, pero supieron entender en cada uno de lo que le dimos lata que si bien no sabíamos nada, si teníamos la voluntad y la disposición de aprender. Por eso les dije: gracias, muchas gracias. Y a la primera todavía, le advertí: tú no pudieras ser cajera de un Oxxo, no al menos no en ese que está aquí en el centro, por esta misma calle por donde está el banco ,ya que contrario a tu habilidad y a la calidez que mostraste frente a esa adulta mayor que pidió tu ayuda y fuiste pura generosidad, allá, metros adelante, una cajera baja de estatura, morena, reseca en el trato, parecía el Tuca Ferreti en una mañana de entrenamiento o de un juego, con sus jugadores, tratando, groseramente , a esa doñita que le proporcionaba un dato que batallaba para sacarlo de su teléfono, y a quien no se tuvo ninguna paciencia . Perdón, creo que ya agarré el monte, pero ustedes entenderán mi catarsis. Bueno, entonces quedamos que no es lo mío el uso de la tecnología y ya les di pormenores y razones. Pero en lo que algunos si es lo suyo es aprovecharse de estas desventajas y válidos de la ocasión, instalan en los cajeros o en aparatotes asï, un programa tal para su uso, quizá para que a la mera hora nos cuatrapeemos o pidamos involuntariamente un seguro de vida o solicitamos un préstamo que no deseábamos pedir o dones más de la cuenta a una fundaciôn representada por unos nïños con unas caritas que dan ganas de ir por ellos y adoptarlos. Entiendo lo generosa que puede ser la tecnología para eficientarnos miles de actividades y abreviar nuestras ocupaciones pero nunca será suficiente ni los neófitos lo reconoceremos ,si al momento de aplicarla, la vuelven compleja y truculenta que a la vista de la mayoría puede no resultarles así, pero un instalador o un reparador tecnológico debe de pensar en esos señores y señoras de edad avanzada que acuden caminando lentos a una cajero para retirar dinero o realizar un pago, sin embargo luego de tanto botoncito aplastado, después de tantas respuestas de si o no o continúe y de tanta preguntadera que si queremos donar o no o que si queremos un crédito o si esto o lo otro y más interpelaciones o en estas minorías que batallamos para dominarla quienes más que unos usuarios de una institución bancaria, parece que estamos respondiendo un agotador examen del Ceneval de quince hojas y pura opción múltiple.
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Miguel Ángel AvilésMiguel Ángel Avilés Castro (La Paz B.C.S. 1966.). Es abogado por la Universidad de Sonora. Practica el periodismo y la literatura desde 1990. Archives
September 2024
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