Guajolotazo
Saúl Cuevas EN pleno bacanal de football, alcoholes i pavote engordado con hormonas, antibióticos i demás magias químicas, cabe recordar una cena de más espíritu i menos consumismo por el demente afán de consumir. Casi cuatro siglos atrás llegaron a nuestro continente unos mojados, pero bien mojadotes, habían cruzado apenas cinco mil kilómetros de salado mar. Unos buscaban aventura i fortuna, otros huían de la intransigencia religiosa, de leyes opresivas o de las deudas. Se establecieron en tierras norteamericanas, entonces de indios. Ahí, el cruento invierno apenas permite sembrar una vez al año. Para sobrevivir conviene imitar a las hormigas, almacenar alimentos, así fuesen secos o salados. Cosecha abundante, invierno generoso, pero... Los peregrinos venían prevenidos, sembraron las semillas de trigo que traían. El terreno cenagoso arrojó magra cosecha, el invierno se tornó cruel, escasa caza i pesca, pronto el hambre i su hermana, la muerte, rondaron muy cerca. Murieron débiles, ancianos, niños. Quizá enterraban sus muertos cuando un par de nativos, entre ellos Squanto, aparecieron como de milagro. La historia de Squanto es una verdadera saga. Primero, desde su tierra (lo que es hoy el noreste de EE. UU.) acompañó a un marinero a Inglaterra, ahí aprendió inglés. Regresó a su terruño, hecho prisionero terminó de esclavo en Cuba. Ahí un sacerdote lo ayudó, compró su libertad i, ya libre, lo embarcó a España. Escaló en Inglaterra camino de regreso a su tierra. Squanto i sus cuates enseñaron a los mojadotes los secretos de sembrar maíz, el uso de yerbas medicinales i a construir con materiales por ahí abundantes. En el septentrión pronto llega el otoño. Agradecidos, los emigrantes compartieron la mesa con sus benefactores. Como la invitación era para la familia i, el concepto de familia entre los indígenas es amplio, acudieron unas noventa personas a la cita. La desnutrida mesa de los anfitriones pronto engordó con la generosidad de los invitados: tres venados, pavos silvestres, productos del maíz, nueces, calabazas, miel. Servida la mesa, las indígenas, cual era su costumbre, compartieron la mesa con los hombres. Las mujeres europeas, siguiendo su tradición patriarcal machista, sirvieron i esperaron su turno. Tres días duró el festín. Años después la intransigencia religiosa de los protestantes i la lucha por la tierra desató el genocidio de los nativos. Así es amigo lector, este feriado, anticipando el primer bocado i el primer sorbo, derrame una lágrima por los desdichados descendientes de Squanto. Véalos arrastrar siglos de miseria por las reservaciones, diabéticos, ahogados en alcohol, olvidados. © Saúl Cuevas
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Boston
I. Tren suburbano a Rockport, pasando por Salem, la tierra de las escobas. Por encargo de Ana, amiga a quien tanto extraño, desde Boston arranqué en tren rumbo costa arriba hasta Rockport, al merito Bearskin Neck. Ahí, cuenta el mito, una ola brava ahogó a un osote. Gracias al frío, pocos turistas. Camino a mis anchas hasta Roy Moore, el último dueño de un puestecito, ya centenario, que oferta langosta y otras frutas del mar. Despaché langosta y ostras en su concha, recién arrebatadas del Atlántico. Durante la lenta caminata charlé con uno y otro de los locales que paseaban a sus perros peludos que ansiosos andaban tras la encerrona del cruento invierno, el peor del siglo, se queja una con ya larga vida por estos pagos. Bajé a la playa y anduve ilusionado. Aunque nublado, la temperatura fresca, agradable. Gracias por sugerirlo, amiga Ana. II. Walden: Tren suburbano a Concord. Cada región tiene sus mitos, esa explicación de lo que no tiene lógica. En EE.UU. persiste la leyenda del self-made man. La cosa reza maomenos así: Cualquier güey, con una gota de ingenio y un chingo de empeño (hard work, grit), llegará a multimillonario. Muchos se la creen y piensan un día emular a Bill Gates, Rockefeller, Carnegie y demás carroñeros. No se indaga de sus robos, monopolios y otras marrullerías, se les ensalza y se les tributa cuales santos milagrosos. Este mito perdura y prolifera en todos los niveles de la sociedad. Pocos se rebelan contra esta falacia. Quizá el rebelde más famoso es Henry David Thoreau. No goza de la bendición oficial, pues a estos personajes se les margina, se les tilda de comunistas, antipatriotas y, en estos tiempos, de terroristas. Esta voz de la primera mitad del siglo XIX palpitó y se opuso a las guerras imperialistas (la invasión de México), a la destrucción de la naturaleza y del nativo, pero, sobre todo, al consumismo, la causa principal que hoy nos mantiene viscos, serviles y esclavizados del auto, del móvil y demás juguetes mientras manipulan nuestros gustos y disgustos a su antojo. Aprovecho un breve paseo a Boston para encaminarme a Concord, en particular al charco conocido como Walden Pond, herencia del deshielo algunos diez mil años atrás. Ahí vivió Thoreau dos años, dos meses y dos días para demostrar que el hombre puede vivir con menos. Discípulo del trascendentalita, R. W. Emerson quien alababa la natura, al indio y la vida sencilla. El alumno puso a prueba las teorías del maestro. Por unos dólares compró las ruinas de una choza para aprovechar la madera y los clavos. Se instaló a orillas del charco, construyó su casita con chimenea, una mesita y tres sillas rusticas, una para la soledad, otra para la amistad y la tercera para la sociedad. Del récord de su experiencia se conocen arriba de 350 ediciones. Libro de cabecera de los rebeldes del 68, que por un instante intentaron volver a una vida alejada de la rapaz fiebre de oro. Por la vida andaba yo, allá en mis mocedades, merqué o me prestaron una copia de Walden pero, no lo leí, mi parco inglich de entonces me dificultó la lectura. Pasó el tiempo e intenté, de nuevo, sin éxito. Fue hasta que se vislumbró la posibilidad de viajar a Boston, y ya con un piquito más de inglich, me entregué a la lectura. Ese memorable día, en compañía de mi amigo Boanerges y de mi compañera, anduvimos algunas 5 millas, en total. Lástima que la carretera pavimentada es la única manera de caminar desde el pueblo al lago. Esquivando los raudos caminamos de la mano del Maestro y comulgamos y lo leímos como lo leyeron: Gandhi, Luther King Jr, Tolstoy… Ya de regreso en el pueblo todavía pasamos por las casas de Emerson y de Louisa Mary Alcott, autora de la telenovelita, Mujercitas. Exhaustos nos adentramos en el Main Street Market y Café a refrescarnos con una negrita (Guiness stout). © Saúl Cuevas |
Saúl Holguín CuevasBrevis kurrikulum vitæ Archives
March 2022
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