Boston
I. Tren suburbano a Rockport, pasando por Salem, la tierra de las escobas. Por encargo de Ana, amiga a quien tanto extraño, desde Boston arranqué en tren rumbo costa arriba hasta Rockport, al merito Bearskin Neck. Ahí, cuenta el mito, una ola brava ahogó a un osote. Gracias al frío, pocos turistas. Camino a mis anchas hasta Roy Moore, el último dueño de un puestecito, ya centenario, que oferta langosta y otras frutas del mar. Despaché langosta y ostras en su concha, recién arrebatadas del Atlántico. Durante la lenta caminata charlé con uno y otro de los locales que paseaban a sus perros peludos que ansiosos andaban tras la encerrona del cruento invierno, el peor del siglo, se queja una con ya larga vida por estos pagos. Bajé a la playa y anduve ilusionado. Aunque nublado, la temperatura fresca, agradable. Gracias por sugerirlo, amiga Ana. II. Walden: Tren suburbano a Concord. Cada región tiene sus mitos, esa explicación de lo que no tiene lógica. En EE.UU. persiste la leyenda del self-made man. La cosa reza maomenos así: Cualquier güey, con una gota de ingenio y un chingo de empeño (hard work, grit), llegará a multimillonario. Muchos se la creen y piensan un día emular a Bill Gates, Rockefeller, Carnegie y demás carroñeros. No se indaga de sus robos, monopolios y otras marrullerías, se les ensalza y se les tributa cuales santos milagrosos. Este mito perdura y prolifera en todos los niveles de la sociedad. Pocos se rebelan contra esta falacia. Quizá el rebelde más famoso es Henry David Thoreau. No goza de la bendición oficial, pues a estos personajes se les margina, se les tilda de comunistas, antipatriotas y, en estos tiempos, de terroristas. Esta voz de la primera mitad del siglo XIX palpitó y se opuso a las guerras imperialistas (la invasión de México), a la destrucción de la naturaleza y del nativo, pero, sobre todo, al consumismo, la causa principal que hoy nos mantiene viscos, serviles y esclavizados del auto, del móvil y demás juguetes mientras manipulan nuestros gustos y disgustos a su antojo. Aprovecho un breve paseo a Boston para encaminarme a Concord, en particular al charco conocido como Walden Pond, herencia del deshielo algunos diez mil años atrás. Ahí vivió Thoreau dos años, dos meses y dos días para demostrar que el hombre puede vivir con menos. Discípulo del trascendentalita, R. W. Emerson quien alababa la natura, al indio y la vida sencilla. El alumno puso a prueba las teorías del maestro. Por unos dólares compró las ruinas de una choza para aprovechar la madera y los clavos. Se instaló a orillas del charco, construyó su casita con chimenea, una mesita y tres sillas rusticas, una para la soledad, otra para la amistad y la tercera para la sociedad. Del récord de su experiencia se conocen arriba de 350 ediciones. Libro de cabecera de los rebeldes del 68, que por un instante intentaron volver a una vida alejada de la rapaz fiebre de oro. Por la vida andaba yo, allá en mis mocedades, merqué o me prestaron una copia de Walden pero, no lo leí, mi parco inglich de entonces me dificultó la lectura. Pasó el tiempo e intenté, de nuevo, sin éxito. Fue hasta que se vislumbró la posibilidad de viajar a Boston, y ya con un piquito más de inglich, me entregué a la lectura. Ese memorable día, en compañía de mi amigo Boanerges y de mi compañera, anduvimos algunas 5 millas, en total. Lástima que la carretera pavimentada es la única manera de caminar desde el pueblo al lago. Esquivando los raudos caminamos de la mano del Maestro y comulgamos y lo leímos como lo leyeron: Gandhi, Luther King Jr, Tolstoy… Ya de regreso en el pueblo todavía pasamos por las casas de Emerson y de Louisa Mary Alcott, autora de la telenovelita, Mujercitas. Exhaustos nos adentramos en el Main Street Market y Café a refrescarnos con una negrita (Guiness stout). © Saúl Cuevas
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Saúl Holguín CuevasBrevis kurrikulum vitæ Archives
February 2023
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