BROOKLYN
Saúl Holguín Cuevas Ya en plena chochera, algunos veinte años de distancia de mi última visita, los olímpicos me permitieron volver a New York. Padecí cinco horas enlatado en el avión, me arrastré por el gigantesco puerto JFK y, ya frustrado, conseguí un uber que me acercara al mínimo que alquilé en Brooklyn. Por fortuna el chofer, un haitiano, por demás paciente y risueño me toleró e intercambió amable charla mientras sorteaba el tráfico. Balzac aconsejaba conocer París con los pies. Siguiendo su sabio consejo la primera noche en compañía de mi hijo Saúl nos atrevimos por calles tranquilas, casi desiertas si las comparamos con la de Manhattan. Pequeños grupos mitigan con una pachita (botella de licor) y aspiraciones de la buena. Las centenarias casas de piedra rojiza al estilo victoriano en decadencia. El poderío económico los zopilotes manhatteros hacen negocio redondo: las adquieren baratas, las maquillan y caras las venden a las nuevas generaciones de technoids; les vale madre empujar a la calle y al olvido a los proletarios negros y latinos que aquí radican, pero que ya vieron mejores días. A esta rapiña se le llama gentrificación, pero no tiene nada de gentil; prefiero elitizacion, aburguesamiento. Por fortuna aún le quedan al trabajador opciones de comer: en alguna pescadería con buen recaudo, le fritan o cocinan al vapor su pez o sus camarones, acuden choferes, policías, locales fregadones; también para la prole comederos dominicanos con lechón, arroz con gandules, plátanos fritos para llevar a casita; aparte de tienditas y negocios de chácharas atendidas por boricuas, poblanos, haitianos, africanos, que van cediendo ante las transnas que impunes se adueñan de todo. Esquivo el carero, aunque aquí todo es carero, restorán afrancesado L’Antagoniste en favor del haitiano Grandchamps. Gustoso chupo los huesillos de un guiso de cabro, así como la entusiasta charla con el cocinero, me disculpo, olvidé el nombre, usted, estimada lectora, espero comprenda los estragos de la chochera.* De ahí arrancamos a un hoyo,* el bar Bed-Vyne Brew, a despachar una pinta de cheve de barril. La noche fresca invita salir a disfrutar del cielo nublado. La única mesilla y tres troncos de árbol que pasan por asientos están ocupados por unos clientes, entre ellos un fornido que, por lo visto es el mero mero de estos rumbos, casi todos lo que al bar se adentran y los que por ahí deambulan lo saludan o se detienen a charlar con él, que despreocupado echa a volar el humillo verdoso y al parecer es proveedor de algún elixir prohibido. Para cerrar la noche nos arrimamos a un nocturno de techos bajos, Lunático, un hoyo muy popular de reducido espacio donde la musiquilla, dizque un refrito peruvian jazz retumba. Aprovechando una de dos mesitas disponible afuera salimos a concluir la cebada. Cerca de la hora de la bruja retornamos al refugio. Vale la pena el traqueteo para pasar unos días con mi hijo Saúl “porvenir de mis huesos y de mi amor [Miguel Hernández]”. *Dice Corominas: procedente de clueca, variante romance de la gallina que empolla, porque el vejo achacoso debe permanecer inmóvil como la gallina clueca. Hoyo: en el sentido de refugio, traducción del inglés hole, por lo general en el barrio Van Nuys solía ser un garaje donde se reunían los amigos a pistear (tomar) y cotorrear (charlar). © Saúl Holguín Cuevas
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Saúl Holguín CuevasBrevis kurrikulum vitæ Archives
February 2023
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