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Por Violant Muñoz i Genovés
Turistas sentimentales: la memoria que viaja y el deseo que observa: Christopher Isherwood, uno de los grandes cronistas del siglo XX, regresa a las estanterías españolas con una nueva edición de Amigos de paso, publicada por la editorial Acantilado y traducida con sensibilidad y pulso literario por María Belmonte. No se trata de una novedad, sino de una obra largamente reclamada, considerada por muchos —como ha apuntado The New York Times— como su mejor novela. Quizá no sea tan popular como Adiós a Berlín o Un hombre soltero, pero es sin duda su obra más introspectiva, más compleja y probablemente la más madura. En esta novela, Isherwood despliega con elegancia y crudeza una mirada fragmentada sobre sí mismo: un autor que se convierte en personaje, un narrador que escribe desde la escisión entre la experiencia vivida y la mirada que observa con el filtro del tiempo. La novela se estructura como una sucesión de episodios, distribuidos en cuatro escenarios geográficos y temporales que abarcan doce años de vida: la Berlín de 1928, una isla griega en 1933, el Londres de 1938 y la California de 1940. Cada uno de estos episodios gira en torno a una figura central —casi siempre masculina— que actúa como catalizador del deseo, espejo de conflicto interno o faro emocional. Pero no se trata de una sucesión de amores perdidos ni de memorias sentimentales al uso: lo que hace de Amigos de paso una obra singular es el modo en que Isherwood teje su narración desde un lugar intermedio entre la autobiografía ficcionalizada y la novela psicológica. En ese espacio ambiguo, emerge la voz del autor como un testigo lúcido de su tiempo, de sus contradicciones, y sobre todo, de la difícil existencia de quienes, como él, se vieron obligados a vivir su afectividad desde los márgenes. Retrato de una generación sin patria emocional: Los personajes que pueblan la novela son “amigos de paso”, pero también figuras simbólicas de una generación desplazada. El primero, el señor Lancaster, un hombre rígido, moralista, cuya presencia en la Berlín libertina de los cabarets parece fuera de lugar, sirve como contraste para que el joven Christopher descubra, paradójicamente, su despertar erótico. La contraposición entre el puritanismo británico y la efervescencia sexual de la República de Weimar es tratada aquí no desde el escándalo, sino desde la inteligente observación de la hipocresía social. El segundo episodio transcurre en una isla griega, en 1933, donde conoce a Ambrose, un rico británico hastiado de la mojigatería de su país y resignado a llevar una vida donde podrá satisfacer su deseo, pero difícilmente hallar el amor. Ambrose representa el desencanto, la belleza crepuscular de quienes aceptan su condena con elegancia pero sin esperanza. Hay aquí un tono elegíaco, de tragedia sutil, que recuerda a los personajes de Forster o incluso a los de Henry James. En el tercer acto aparece Waldemar, un oportunista que pretende utilizar a una joven inglesa heredera para escapar de la Alemania nazi. Su ambigüedad moral, su uso del deseo como herramienta de supervivencia, introduce una capa política en la narración: ya no se trata solo de vivir como extranjero en una cultura hostil, sino de resistir como sujeto deseante en un mundo en colapso. Finalmente, en California, surge Paul, un gigoló estadounidense que se mueve con soltura entre los ricos y decadentes personajes de Hollywood. Paul es encantador, pero también superficial, efímero. Su relación con Isherwood encarna el conflicto entre el deseo físico y el hambre de sentido: el cuerpo que se entrega no siempre viene acompañado de una conexión real. El afecto, como el propio título sugiere, es un tránsito sin destino fijo. El estilo como resistencia, la mirada que no juzga: El mayor logro de Isherwood en esta novela no es solo el retrato social, sino la radical honestidad de su mirada. No hay victimismo, ni alarde, ni sentimentalismo. El narrador se muestra vulnerable sin volverse patético, reflexivo sin resultar didáctico. Hay una claridad estilística que recuerda a la mejor prosa inglesa de entreguerras: directa, contenida, a veces irónica, siempre precisa. La traducción de María Belmonte mantiene esa transparencia formal, trasladando con acierto los matices del original sin traicionar su espíritu. Su trabajo se alinea con el cuidado que Acantilado ha demostrado en otras ediciones del autor, como El señor Norris cambia de tren o La violeta del Prater. Es importante subrayar que Amigos de paso no es una novela lineal ni convencional, y eso puede desconcertar a algunos lectores. Su estructura episódica, casi como una serie de relatos interconectados, permite captar el paso del tiempo y la evolución del personaje narrador con una riqueza emocional que se asemeja más a la memoria que a la ficción pura. Una política del deseo, vivir fuera del centro: Resulta inevitable leer Amigos de paso desde una perspectiva queer, no solo por la orientación sexual del autor, sino por la manera en que la novela plantea la marginalidad como una forma de existencia estética y ética. El deseo homosexual aparece en la obra como una fuerza a la vez reveladora y peligrosa: permite descubrir el mundo y a uno mismo, pero también expone al rechazo, al exilio, a la soledad. Isherwood, como otros escritores de su generación (piénsese en Jean Genet, en Tennessee Williams, en Edward Carpenter), escribe desde un lugar de dislocación identitaria. No se trata de una militancia explícita, sino de una apuesta por la representación honesta de experiencias afectivas que, en su época, apenas tenían espacio en la narrativa dominante. En este sentido, la novela también puede leerse como un diario de formación, una suerte de bildungsroman queer, donde el protagonista va entendiendo que el amor, el cuerpo, la pertenencia, son lugares negociados, nunca seguros. No hay épica, pero sí una dignidad silenciosa en la manera en que el narrador asume su rareza como un hecho poético. Conclusión: una obra mayor, por fin recuperada: Con esta edición de Amigos de paso, Acantilado continúa su labor encomiable de rescate y difusión del legado isherwoodiano, en un momento en que su voz resuena con una fuerza renovada. En tiempos de repliegue identitario, de discursos excluyentes y de banalización de la experiencia íntima, leer a Isherwood se convierte en un acto de resistencia cultural. Esta novela, compleja y conmovedora, debería situarse entre las grandes obras del siglo XX por su capacidad de retratar la fragilidad de los afectos en tiempos de violencia y desplazamiento, y por su valentía al nombrar lo invisible. No se trata de una obra complaciente, pero sí de una lectura profundamente gratificante para quien se acerque a ella con la disposición a dejarse interpelar. Amigos de paso no es solo un título sugerente: es una metáfora existencial. En la vida, como en la literatura, todos somos visitantes fugaces en las emociones ajenas. Isherwood lo supo decir como pocos. Y en estas páginas, nos lo recuerda con una belleza que aún deslumbra. (c) Violant Muñoz i Genovés
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