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Por Violant Muñoz i Genovés
El invierno en Millburn y otros relatos, publicado por Acantilado en 2025, no es un libro al uso, sino una incursión en la duda, la disidencia formal y el cuestionamiento radical del propio acto de escribir. Porta, fiel a sí mismo y a su linaje literario (Bolaño, Vila-Matas, Claude Simon), se interna aquí en un territorio difícil de cartografiar: el del cuento que no quiere ser cuento, del relato que quiere ser cartografía. La obra se articula en cuatro secciones: Sunday Afternoon (una serie de nueve cuentos que no son tales), Una historia insólita con Florence Cambray Bronchard, Silver Kane Revisited y El invierno en Millburn. El conjunto no busca la unidad ni la coherencia, sino precisamente lo contrario: la multiplicidad de formas, la digresión como estética, la intertextualidad como centro gravitacional. El resultado es un libro que exige al lector no una posición pasiva, sino una participación activa, interpretativa, casi detectivesca. En Sunday Afternoon, el autor parte de una idea ya peculiar: reescribir los Nine Stories de J.D. Salinger desde un lugar propio. Pero lo que podría haber sido un simple homenaje o una operación de estilo se transforma rápidamente en una crónica del desconcierto. El narrador (una proyección del propio autor, aunque Porta nunca cae en la autobiografía directa) intenta reconstruir un proyecto narrativo fallido a partir de notas, esbozos y frases sueltas. La frase inaugural, "En el hotel había noventa y siete publicistas neoyorquinos", se convierte en punto de fuga, en detonante de una narración que se expande como rizoma, sin centro ni dirección fija. Lo que encontramos no son cuentos cerrados, sino relatos en proceso, tentativas de narrar lo que ya no puede contarse. La historia del astronauta Jean-Pierre y su hijo Teddy, por ejemplo, ocupa varios de estos relatos apócrifos. Jean-Pierre parte hacia Marte como parte del Programa de Migración Interplanetaria. Su hijo, desde la Tierra, dialoga con un robot que replica al androide que acompaña a su padre. La premisa podría derivar en ciencia ficción convencional, pero Porta subvierte toda expectativa: no hay acción, no hay conflicto clásico. Lo que hay es una serie de reflexiones sobre el miedo, la ausencia, la comunicación y la muerte, que el niño verbaliza con una madurez turbadora. Teddy habla con su robot sobre el temor a quedarse sin dinero, a los ladrones, a la muerte de sus seres queridos. El robot, limitado por la lógica de sus algoritmos, no puede consolarlo. En este desencuentro se cifra buena parte del espíritu del libro: la incomunicación como constante, el lenguaje como herramienta inadecuada. Porta no escribe sobre la distopía, sino sobre la imposibilidad de nombrar la experiencia humana desde un lugar estable. A través de estos cuentos que no terminan de cuajar, el autor despliega una poética de la tentativa, del borrador, del proyecto interrumpido. Es una forma de resistencia frente a la narrativa productiva, esa que exige clímax, resolución y moraleja. En El invierno en Millburn no hay moralejas. Hay fragmentos, hay intuiciones. Hay, sobre todo, una mirada lúcida que desconfía de todo relato cerrado. La prosa de Porta acompaña esta propuesta formal con una elegancia irónica y un ritmo que recuerda al monólogo interior. Hay digresiones constantes, frases que se interrumpen, pensamientos que se bifurcan. La escritura avanza como pensamiento en voz alta, como mente que duda. Es imposible no pensar en Thomas Bernhard, aunque Porta no comparte su densidad nihilista. Su ironía es más sutil, menos abrasiva, pero igualmente eficaz. En Silver Kane Revisited, por ejemplo, el autor juega con la figura del escritor de novelas pulp para construir un relato sobre la ficción popular, sus códigos y sus trampas. El resultado es un ensayo disfrazado de cuento, o un cuento que se cree ensayo. Porta no traza líneas claras entre géneros. Más bien los deja contaminarse, mezclarse, volverse ilegibles. En el relato final, que da título al volumen, volvemos a encontrar esa sensación de extrañeza. Los personajes parecen atrapados en escenas de las que no saben cómo salir, como si fueran actores sin guión. Porta describe con precisión ambientes anodinos (hoteles, salones, cafeterías), pero los convierte en escenarios de lo inestable, lo insólito, lo apenas perceptible. La tensión nunca estalla, pero siempre está al acecho. Hay en esta obra una voluntad de hacer literatura desde el margen, no como gesto provocador, sino como única forma honesta de abordar lo real. Porta sabe que el mundo no es un relato y que toda ficción que pretenda capturarlo está condenada al fracaso. Pero no por eso renuncia a escribir. Al contrario: escribe desde ese fracaso, desde esa conciencia de los límites, con una lucidez que se agradece en un panorama saturado de narraciones fáciles. El invierno en Millburn y otros relatos no es un libro para todos los lectores. Su complejidad formal, su fragmentarismo deliberado y su rechazo a la linealidad lo sitúan en una tradición literaria exigente. Pero para quienes acepten el reto, se trata de una experiencia inolvidable. Una obra que no se limita a contar historias, sino que las interroga. Que no busca emocionar, sino pensar. Que no quiere gustar, sino permanecer. En definitiva, Porta ha escrito un libro que no quiere ser libro, una serie de cuentos que no quieren ser cuentos, una literatura que no quiere ser literatura. Y en ese gesto, paradójicamente, reside su mayor potencia.
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Por Violant Muñoz i Genovés
Diez años después de Americanah, Chimamanda Ngozi Adichie vuelve a la novela con Unos cuantos sueños (Random House, 512 páginas, traducción de Carlos Milla Soler), una obra coral que confirma su condición de narradora imprescindible, capaz de hilvanar la intimidad de lo doméstico con los pulsos políticos y culturales de nuestro tiempo. El regreso de Adichie no es solo literario: es también emocional, atravesado por un duelo personal que late bajo la superficie y que, sin imponerse, impregna la textura de la narración. La pandemia de covid-19 sirve aquí de telón de fondo, no como crónica de un confinamiento sino como tiempo suspendido, fértil para la introspección. Desde ese umbral, cuatro mujeres —Chiamaka, Zikora, Omelogor y Kadiatou— trazan un mapa de sueños y renuncias que viaja de África a Estados Unidos y viceversa. Lo que comparten no es tanto la geografía como la grieta entre lo que imaginaron para sí y lo que la vida, con sus imposiciones y azares, les concedió. Cuatro espejos, una misma fractura Chiamaka, escritora de viajes nigeriana en Maryland, inicia un “recuento de sueños” durante el encierro, repasando amores fallidos y el progresivo desgaste de su ideal romántico. Zikora, abogada brillante, encarna las promesas incumplidas de la clase media nigeriana: éxito profesional pero vacío afectivo, maternidad en solitario y un tardío acercamiento a la madre con la que siempre mantuvo un pulso. En Abuya, Omelogor —prima de Chiamaka— abandona la banca corrupta para reinventarse como benefactora y estudiante de Estudios Culturales, mientras explora el impacto de la pornografía en las relaciones contemporáneas. Kadiatou, empleada doméstica guineana, carga con un pasado marcado por la mutilación genital y la pérdida, y sobrevive a la agresión sexual de un cliente de hotel, en un eco ficcionado del caso Strauss-Kahn. Adichie no suaviza: su prosa, limpia y lúcida, avanza sin sentimentalismos pero con una compasión radical. Cada historia se ancla en lo personal para irradiar hacia un retrato más amplio de género, raza y clase, exponiendo las violencias visibles y las más sutiles, aquellas que moldean aspiraciones y autopercepciones. Feminismo, amor y narrativas robadas Si Americanah exploraba el amor atravesado por la migración y la identidad, Unos cuantos sueños lo hace desde un lugar más maduro, casi desencantado, donde la pregunta ya no es cómo alcanzar la felicidad, sino si esta es posible bajo los marcos impuestos. La autora pone el foco en cómo las narrativas dominantes —de hombres poderosos, de clases privilegiadas— arrebatan a las mujeres la voz sobre su propia experiencia. El episodio de Kadiatou cristaliza este conflicto: la dignidad negada a quien no encaja en el molde de víctima “respetable”. No faltan en la novela los diálogos afilados, las observaciones irónicas y las pequeñas epifanías que son marca de la casa. Adichie destila aquí su credo literario: la ficción como herramienta de verdad, implacablemente honesta, más interesada en comprender que en juzgar. La madre bajo todas las máscaras En la nota final, Adichie reconoce que no pretendía escribir sobre su madre, pero que el duelo por su pérdida aflora en la relación entre sus personajes femeninos y sus hijas. Es un hilo invisible que une a Kadiatou con Binta, a Zikora con su madre, a Chiamaka con la sombra de la suya. En estas relaciones se concentra la tensión entre legado y ruptura, entre repetir los errores heredados y forjar otro destino. La guerra de cada día Unos cuantos sueños podría leerse, como apuntó The Times, como una Guerra y paz feminista: una épica sin batallas de cañón, pero plagada de combates íntimos contra prejuicios, mandatos sociales, violencias normalizadas. La autora articula un fresco contemporáneo que viaja del parto al aborto, de la mutilación genital a la histerectomía, del amor soñado a la soledad aceptada. Con esta novela, Adichie reafirma su lugar en el canon de la narrativa global contemporánea. Su mirada combina la amplitud de una cronista de la diáspora africana con la precisión de quien escucha los matices de una conversación privada. El resultado es un libro que incomoda y emociona a partes iguales, y que, fiel a su título, nos recuerda que a veces basta “unos cuantos sueños” para reconstruir la trama de una vida, o para advertir que el tejido siempre tuvo hilos rotos. Por Violant Muñoz i Genovés
En el corazón de Pompeya, en los días previos al estallido del Vesubio, una mujer lucha por preservar lo único que ha conquistado con astucia y coraje: su libertad. En La casa de la puerta dorada, segunda entrega de la trilogía Las lobas de Pompeya, Elodie Harper no solo amplía el universo de su protagonista, Amara, sino que continúa su ambiciosa labor de rescate emocional y literario de las voces femeninas perdidas en el relato oficial de la historia. Lo hace con una prosa contenida pero emocional, una precisión histórica que no abruma, y un sentido de justicia poética que trasciende el género de la novela histórica. La autora británica, consolidada ya como una de las narradoras más interesantes del panorama contemporáneo, nos ofrece una obra que dialoga con los restos de un pasado fragmentado, transformándolos en un lienzo humano, cálido y feroz. Y lo hace desde una premisa tan sencilla como demoledora: ¿quiénes eran aquellas mujeres cuyos nombres quedaron inscritos en las paredes de los lupanares, pero nunca en los libros? Una ciudad hermosa y brutal Pompeya es algo más que un decorado en esta novela: es una protagonista silenciosa, viva, decadente y a punto de morir. Elodie Harper la reconstruye no como una postal arqueológica, sino como un organismo palpitante, lleno de pasiones, jerarquías, secretos y contradicciones. A través de los ojos de Amara, que ahora habita una casa privilegiada pero aún cargada de peligros, descubrimos los mecanismos sociales que rigen la ciudad romana: el clientelismo, el patriarcado, la esclavitud, el estigma. La autora no necesita exponer datos arqueológicos para sumergirnos en este mundo. Los detalles aparecen con naturalidad: un perfume, una inscripción, un tipo de pan, una fiesta religiosa. Todo se incorpora al flujo narrativo con elegancia y sin pedantería. La erudición se disuelve en el relato, como debe ser en toda gran novela histórica. Amara: una protagonista para recordar El personaje de Amara crece en esta segunda parte y se convierte en una figura literaria de gran complejidad. Si en Las lobas de Pompeya la veíamos escapar del infierno del lupanar, aquí asistimos a su transformación en una cortesana respetada, aunque siempre vigilada. Su vida ha cambiado, sí, pero la fragilidad de su posición es constante. Depende de la voluntad de su protector, del capricho de un sistema que nunca termina de acogerla. Y sobre todo, del pasado que vuelve a por ella con rostro y nombre: Félix. Pero lo que hace de Amara una protagonista memorable no es solo su lucha externa, sino su mundo interior. Está construida con matices, contradicciones, heridas y aspiraciones. No es heroica en sentido clásico, pero sí admirable. Es pragmática, sensual, inteligente, vulnerable, feroz. Ama, teme, se equivoca. En sus decisiones se juega constantemente su dignidad y su libertad. Su evolución emocional es uno de los grandes aciertos de la novela. La relación con las otras mujeres del lupanar, su conexión con la joven Philos, la manera en que revisa sus sentimientos hacia su madre, o su deseo de amar sin ser poseída, configuran un retrato femenino extraordinariamente humano. La autora logra que Amara no sea solo una víctima de su época, sino una mujer que piensa y se rebela desde el lugar que le ha tocado habitar. Una novela de mujeres, pero no solo para mujeres Si bien el foco principal está puesto en las experiencias femeninas —prostitución, esclavitud, maternidad, deseo, sororidad—, La casa de la puerta dorada no se limita a un universo cerrado ni cae en la simplificación. La masculinidad también es explorada, en sus múltiples formas: el poder patriarcal que representa Félix; la ambigüedad emocional de su amante, Rufus; la ternura resignada del joven Silvanus. Cada personaje, incluso los secundarios, está tratado con una profundidad que revela la mirada empática de la autora. El mérito está en presentar personajes que no responden a clichés. Félix no es solo un villano; también es un hombre atrapado en su propia visión del mundo. Rufus no es el amante idealizado; también tiene miedo, prejuicios, zonas oscuras. Harper no juzga, pero muestra. Y en esa exposición, los lectores encuentran la posibilidad de reflexionar sin sermones. Historia, arqueología y ficción: un triángulo perfectoUno de los aspectos más fascinantes del trabajo de Harper es su capacidad para combinar las fuentes históricas con la imaginación literaria. La autora parte de hallazgos arqueológicos reales —como la reciente “habitación de los esclavos” descubierta en una villa pompeyana— para construir escenas cargadas de sentido. No se limita a describir espacios, sino que especula con sensibilidad sobre quiénes los habitaron, qué sintieron, cómo sobrevivieron. Este gesto no es menor. La arqueología, como disciplina, rara vez pone el foco en las emociones de los sujetos subalternos. Harper llena ese vacío con ficción, pero una ficción honesta, respetuosa, casi arqueológica en sí misma. Al igual que Madeline Miller en sus relecturas del mundo griego, Harper reescribe el pasado con voz contemporánea, sin anacronismos evidentes, pero con una ética narrativa clara: devolver humanidad a quienes la historia ha reducido a nombres, cifras o grafitis. La sexualidad como espacio de poder y peligroUn eje fundamental de la novela es el cuerpo femenino como campo de batalla. Amara ha usado su belleza y su ingenio para ascender socialmente, pero sabe que ese poder es inestable. El deseo masculino la protege y la amenaza al mismo tiempo. La novela explora con crudeza —pero sin morbo— las dinámicas de deseo, control, transacción y amor. La sexualidad no se romantiza ni se idealiza: es una herramienta de supervivencia, pero también una fuente de placer, de trauma y de autonomía. En este sentido, La casa de la puerta dorada se inscribe en una tradición de narrativa feminista que no teme mostrar los cuerpos en toda su complejidad. La mirada de Harper es tierna y dura a la vez. No hay victimismo, pero sí una denuncia constante de las estructuras que convierten a las mujeres en bienes de cambio. Y lo más interesante: también se muestra cómo las mujeres, incluso dentro de esas estructuras, crean redes, espacios de cuidado y resistencia. Estilo narrativo: equilibrio entre emoción y precisiónLa prosa de Harper es clara, medida, a ratos poética, siempre funcional al relato. No abusa de los adjetivos ni de las frases grandilocuentes. Se permite momentos de lirismo —especialmente en los recuerdos, los sueños y las escenas íntimas—, pero nunca pierde el ritmo narrativo. Cada capítulo avanza con un propósito, cada escena añade una capa de significado. El uso del tiempo verbal, la construcción de los diálogos y la elección de las descripciones muestran un dominio maduro de la narración. La autora sabe cuándo acelerar, cuándo detenerse, cuándo dejar espacio al lector. Hay una economía emocional que hace que los momentos de mayor intensidad tengan verdadero peso. Ecos clásicos y resonancias actuales Aunque ambientada en el siglo I d. C., la novela dialoga con temas profundamente contemporáneos: la trata de personas, la violencia de género, la precariedad laboral, el clasismo, el racismo. El lector no necesita forzar analogías: las resonancias están ahí, latentes, naturales. Esa es una de las grandes virtudes de Harper: mostrar cómo las estructuras de opresión pueden cambiar de forma, pero no de fondo. Además, hay un diálogo constante con la tradición literaria. Las sombras de Sappho, Ovidio y Petronio se cuelan en las frases, en los versos inscritos en los muros, en los pensamientos de Amara. Pero también hay guiños a autoras contemporáneas: la fuerza mítica de Circe, la melancolía de Hanya Yanagihara, la intensidad emocional de Maggie O’Farrell. Una lectura que es también un acto político Leer La casa de la puerta dorada no es solo sumergirse en una buena historia: es participar en un acto de recuperación simbólica. Es recordar que las grandes ciudades, las grandes civilizaciones, se construyeron sobre cuerpos explotados y vidas olvidadas. Es reconocer que la literatura, cuando se hace con rigor y corazón, puede ser una forma de justicia. La autora lo expresa con claridad en la carta que acompaña al libro: a veces, la ficción puede ser como ese triángulo blanco pintado en la pared de una habitación de esclavos. Un gesto mínimo, pero lleno de sentido. Una forma de amplificar la luz. De crear un espacio donde otros puedan imaginar, jugar, existir. Conclusión: una obra necesaria La casa de la puerta dorada es mucho más que una secuela: es una novela poderosa, compleja, emocionalmente precisa y literariamente sólida. Su éxito internacional no sorprende: tiene todos los elementos que hacen grande a una obra de ficción histórica, pero añade algo más difícil de encontrar: alma. Elodie Harper ha construido un universo propio, con personajes inolvidables, tramas sólidas y una mirada ética admirable. Si Las lobas de Pompeya fue un descubrimiento, esta segunda parte es una confirmación. Y deja al lector con un deseo inevitable: conocer el desenlace de esta historia que es, al mismo tiempo, íntima y universal. |
Violant Muñoz i Genovés
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