Por Ángel Luna
Narrativas como Vida y época de Michael K (1983) de J. M. Coetzee, representan oro molido para los interesados en el tema de migración. En la novela, se nos muestra a un personaje errante. Inicialmente es llamado Michael K. Después pasará a convertirse en Michael, algunas veces Michaels, y al final, solo K. Cabe mencionar que, dichas variantes en el nombre, no son poca cosa. Muestran la paradoja de la identidad. Ese ámbito del ser en constante cambio, aunque inalterable en esencia. Quizás sea confusa la expresión, pero, quien ha migrado, sabe bien lo que significa seguir siendo uno mismo en una tierra donde la adaptación implicará, inevitablemente, el cambio. En dicho relato, se halla algo más que la radiografía de un personaje. Se encuentra el perfil de una época y un sitio; sobre todo, sus fracturas. El pesar del doliente atrapado en una Sudáfrica que aprisiona y lastima. En los inicios del texto, resulta inevitable la identificación con un Michael entregado —en su adultez y soledad— al cuidado de su madre. Mujer moribunda que extiende una última voluntad: pasar los últimos días de su vida en la tierra donde nació, ese lejano lugar donde conoció el mundo por vez primera. Michael se apropia de ese deseo. Sin embargo, su cumplimiento implica una total odisea. Se vuelve necesario convertir en mudanza la vieja bicicleta. De esa manera, el éxodo se torna en una caricatura desesperada y contra reloj. Es así como, a través de la palabra, vamos acompañando a ambos personajes en su aventura. El constante peligro de muerte lejos del hogar, pero en la misma patria; el dilema de la migración interna. El trayecto se convierte en una sobrevivencia, en un esquivar balas, engañar al hambre, sobrevivir asaltos, huir de encierros. Una migración de vida esquivando la muerte a cada paso. Así aparece lo inevitable. No obstante, la muerte entrega factura doble. Si bien, Michael respira en cuerpo y alma, su vieja personalidad no. Desaparece el hijo, el tibio jardinero, para dar lugar a un nuevo sujeto que asume la tierra de su madre, la casa de sus ancestros en arraigo a su linaje. Pero el arraigo no es permanente en la novela. Michael termina arrancado y vertido sobre un campamento. Ahí, él percibe cárcel y encierro. La sociedad, seguridad, hospedaje y alimento. Es la metáfora del hombre arrojado a un mundo que no fue moldeado a su medida. Lugar donde experimentar la otredad implica daño. Donde el diferente se aferra a segregarse. Pero la migración es siempre una revancha contra el destino que nos ajustó a una época y espacio. Así es cómo Michael se vuelve el migrante perpetuo, el errante que no acepta fronteras, que vuelve a zafarse del mundo para retomar el duelo con sus ancestros, en la vieja casa, sobre una tierra que le alimenta, que le entrega una nueva vocación y lo aleja de lo humano, siempre tan despreciable para él. Otra tarea imposible. Casi moribundo y enfermo, Michael es removido de su tierra para, de nuevo, ser devuelto a la humanidad; una humanidad que le habla de una misericordia desconocida por él, y que, por lo tanto, desprecia. Es ahí cuando la voz del texto es tomada por un narrador médico. Otro sujeto insatisfecho, harto de un mundo burocrático, asqueado de la guerra y atormentado por la desgracia humana. Un ser que admira la falta de adaptación del ahora Michaels; respetándola aún en contra de su vocación sanadora. Un médico que hace todo para que ese sujeto enigmático viva, pero, ¿cómo entender los múltiples significados de la palabra “vivir”? Quizás tarde, pero el médico acepta aquel destino. Evoluciona. Es así como el narrador nos despide de un Michael enfermo. El dibujo de un indigente que terminó como objeto de diversión para turistas en una playa. Desfalleciendo. Un sujeto que se apropia del mundo encerrándose bajo sus propios límites, dentro de sus mismas fronteras. Poco antes de concluir, el texto dice adiós a un sujeto que añora volver a su tierra. Que ansía el abrazo, ¿de Robert?, ¿del médico?, ¿de una mujer?, ¿de la madre?, no lo sabemos con exactitud. De lo único que hay noticia, es de su ilusión por una compañía que entienda el significado de la tierra, de sembrar, de estar juntos. Así, solo estar. Un sujeto que ansía dar fin a una migración permanente, donde la rebeldía contra el destino cese, y se encuentre un significado tolerable a las enigmáticas preguntas que no siempre resultan fáciles de responder, ¿de qué manera vale vivir la vida?, ¿existe algún lugar donde ello sea posible?
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AuthorÁngel Luna (Tijuana, 1986). Psicoanalista, doctor en migración y escritor. Sus escritos aparecen en revistas como El comité 1973, Erizo Media, Espiral. Su próxima publicación aparecerá en la compilación de cuentos Letras peregrinas, coordinado por Rosina Conde en colaboración con la Universidad de Arizona y Peregrinos y sus letras. Archives
May 2022
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