Por Armando Alanís
Conocí a David Alberto Muñoz en Hermosillo: los organizadores del Horas de Junio nos habían hospedado a todos en aquel hotel que era como un laberinto: dabas vueltas y vueltas hasta encontrar tu cuarto, y muchas veces regresabas al punto de partida. Pasados tres o cuatro días, ya te sabías el camino; pero también concluía el encuentro de escritores y había que dejar el hotel. Varias veces David me tocó de compañero de cuarto, y también compartimos mesas de lectura con otros colegas. ¿Qué recuerdo de David? Lo primero que viene a mi memoria es su sonrisa. Siempre sonreía, todo el tiempo estaba de buen humor. No recuerdo haberlo visto ni una sola vez triste ni preocupado. Bueno, una vez me tocó verlo preocupado, pero no era para menos: nos había detenido la policía por pasarnos y un alto y con aliento alcohólico. Vestía ropa informal y cómoda: guayaberas, pantalones de pliegues, zapatos negros y bien boleados. Moreno, de pelo negro azabache, compartíamos mesas de lectura durante los días del encuentro, como yo comenté, y por las noches visitábamos los mismos lugares de diversión. También en el encuentro Lunas de Octubre, en La Paz: a mediodía, caminábamos en el malecón bajo un sol vertical que arrancaba del mar destellos vedes, rojizos y azueles, para dirigirnos, al entrar por una calle, a la Casa de la Cultura. Ambos éramos cuentistas. Andábamos en lo mismo. Fueron muchas las veces que lo encontré en la habitación del hotel, dando forma a un cuento en su laptop. Escribía un relato breve y luego otro y luego otro, que publicaba en la revista digital Peregrinos y sus Letras, que él dirigía. No le gustaba hablar de sí mismo como “cuentista”: se consideraba “cuentero”, y así lo anunciaba en su revista digital Peregrinos y sus letras: “Y desde el “headquarters” de Peregrinos y sus Letras, el cuentero de David Alberto Muñoz nos regala el cuento: “$50 pesos.” Y cómo olvidar su lema predilecto, que él era el primero en cumplir a cabalidad: “¡A escribir se ha dicho!” Entre sus temas recurrentes, estaba el del mexicano que se va a trabajar a los Estados Unidos. El mexicano que consigue establecerse, aquel al que le va bien, que echa raíces en el país vecino sin olvidar nunca su procedencia. Un tema que él conocía mejor que nadie, pues ese era su caso. Trabajaba de tiempo completo en un Community College en Chandler, Arizona, donde impartía la cátedra de Teología. Pero no se crea, por este último dato, que David era un especie de monje laico. Para nada. Era, eso sí, una buena persona; más aún, una excelente persona. Le gustaban el sabor de la cerveza y la plática con los amigos y las buenas formas de las chicas de los tables. Muchas veces lo acompañé en sus aventuras, que eran también mis aventuras. ¿Quién era, pues, quién sigue siendo David Alberto Muñoz? Las circunstancias de la vida lo habían llevado a residir en uno de los cincuenta estados que forman los Estados Unidos de América. Pero había nacido en México y se sentía mexicano hasta la médula, aunque hubiera tenido que nacionalizarse estadounidense. Entrevistado por Manuel Murrieta Zaldívar, afirma: “Me gusta pensar que sigo siendo mexicano, mi identidad está muy bien anclada ahí. Sí, reconozco mi aculturación, incluso he cambiado mi forma de expresarme, mi modo de vida, pero me gusta al menos sentir que soy mexicano, que nací en el sector de Miguel Ángel de Quevedo de la Ciudad de México.” Reconocía, refiriéndose a los Estados Unidos: “Soy ciudadano de este país, pago mis impuestos, pero para mí la patria es sentimiento, pasión, calor, como el simple hecho de escuchar el Himno Nacional Mexicano, recordar que llevaba la bandera o daba órdenes a la escolta los lunes en la primaria”. No le gustaba que le llamaran chicano, pero tampoco le preocupaba demasiado: “Soy chicano, no problem”, aceptaba. Escribía en español y en inglés. En los encuentros en La Paz, en Los Cabos y en Hermosillo, leía siempre cuentos escritos originalmente en español; cuentos que hablan de “emigrados que viven del lado norteamericano de la frontera, los empresarios en pequeño, las familias establecidas, los estudiantes de universidad, los que sacan posgrados, e incluso los jornaleros… Pero también hay otro público en mente, el lector de México”. En cuanto a su preparación académica, contaba con una Maestría en Teología y con el doctorado en Filosofía de la Religión. Creía en Dios, en un ser superior, pero admitía otras maneras de pensar porque consideraba, siguiendo a Kierkegaard, que “la verdad es subjetiva, la verdad está sujeta al individuo”. No era para nada, como ya he dicho, un hombre que llevara una vida recatada: le gustaba gozar, con toda libertad, de los placeres que ofrece este mundo. Disfrutaba por las noches, horas y horas, de los encantos que ofrecía algún concurrido lugar de diversión para adultos. Pero también era, en todo momento, un escritor que se la pasaba escribiendo. Un libro tras otro. Pocas personas me ha tocado conocer que disfrutaran con tal intensidad del oficio de escritor. Y era también un buen lector. En los encuentros de escritores que he mencionado, y en otros, le gustaba leer su obra pero también escuchar los cuentos y poemas de los demás. Reconocía el talento ajeno ahí donde lo encontraba, aplaudía a quien leía en las mesas de lectura un cuento que le gustaba, un poema de su agrado. No era ostentoso, no presumía de nada, no hacía menos a nadie y reconocía sin resquemores el talento de los demás. Era un amigo sincero, honesto; una vez que entrabas en su corazón permanecías ahí para siempre. Un amigo sin dobleces, sin hipocresías. Un escritor sin aspavientos. Así era David. Así quiero recordarlo.
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CUARTO DE AZOTA
Recuerdos de Pedro Páramo Armando Alanís Recuerdo que cuando leí por primera vez Pedro Páramo me sorprendió averiguar, en las primeras páginas, que el personaje que daba título a la novela ya estaba muerto. Luego me enteraría de que no sólo él sino todos los personajes, incluyendo al hijo que llega a Comala a buscarlo, están ya muertos. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” El padre murió hace muchos años. El hijo, habla desde la tumba: lo mataron los murmullos en medio de la plaza. Pedro Páramo, se ha dicho, es novela pionera del realismo mágico, cultivado por autores como Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, y por el colombiano García Márquez. Para mí, la obra maestra de Rulfo es una novela fantástica. Una novela de fantasmas que andan penando por las calles desoladas de Comala, “lugar sobre las brasas”, más caliente que el infierno pues los habitantes, cuando mueren y se condenan, regresan por su cobija. Hace más calor en Comala que en el mismísimo infierno. Una novela tan trágica y fantasmal como Pedro Páramo no está exenta, sin embargo, de sentido del humor. Un humor amargo, pero humor al fin. Recuerdo a aquel borrachito que sale de la cantina, gritando: “¡Ay vida, no me mereces!” Cuando era estudiante, tomé un curso de narrativa hispanoamericana en el Claustro de Sor Juana. Un curso de verano, los sábados por la mañana. La maestra: María Teresa Bautista, a la que tanto debo y de la que ya nada sé. Recuerdo que esa luminosa mañana analizábamos el principio de Pedro Páramo: la llegada a Comala de Juan Preciado, quien se instala como huésped en casa de doña Eduviges. ¡Pobre de doña Eduviges! Debe de andar penando todavía… Salí del claustro hacia mediodía y anduve vagando, pues tenía tiempo libre, por las calles aledañas a la Torre Latinoamericana. De pronto, pasé por una calle solitaria. Un callejón, más bien. Hacia mí, caminaba una muer enrebozada. Sus pies parecían no tocar el suelo. Como si flotara. Cuando pasó a mi lado, alcancé a vislumbrar los rasgos inconfundibles de su ajado rostro: ¡era la mismísima Eduviges Dyada! El personaje femenino más interesante de la novela de Rulfo es, qué duda cabe, Susana San Juan. Pedro Páramo, el cacique todopoderoso, tiene a sus pies a todas las mujeres del pueblo. Con muchas se acuesta. A muchas deja embarazadas. Pero sólo ama a una, la única que no puede corresponderle: la loca Susana San Juan. Una mujer que no era de este mundo. ¿Y cuál era el mundo de Susana San Juan? Esa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber. La loca que llega a La Media Luna en compañía de su padre, fue una muchacha preciosa, sensual, erótica. Le gustaba meterse al río con su novio, ambos desnudos. Le gustaba sentir que su cuerpo era rodeado, de la cabeza a los pies, por el agua. Antes, fue amiga del niño Pedro Páramo. Él le ayudaba a volar papalotes. Luego, el niño se masturbaba en el excusado, recordando a aquella niña a la que amaba profundamente. Nunca la tendría. Nunca sería suya. Ni los más poderosos son dueños de todo. De todos sus hijos, Pedro Páramo sólo reconoció, no sabemos por qué, a Miguel. Miguel Páramo. Hijo de su padre, el muchacho es alebrestado, enamoradizo. Se acuesta con una y con otra. Mata por matar. Y una noche, yendo en busca de una de sus novias, salta a caballo un muro construido por su padre: el caballo tropieza, el muchacho cae al suelo y se desnuca. Su caballo, desesperado, pasará la noche yendo y viniendo de un lado a otro, hasta que los hombres de Pedro Páramo lo lazan y se lo llevan a La Media Luna, a donde otros hombres llevaron el cadáver de Miguel. ¿Qué le hicieron a Miguel? Nadie le hizo nada, don Pedro. Él sólo encontró la muerte. El cacique ordena que maten al caballo, para que ya no siga sufriendo. Estoy comenzando a pagar, dice, más vale comenzar temprano para terminar pronto. Al final de la novela, el arriero Abundio Martínez apuñala a Pedro Páramo, quien se derrumba como un costal de piedras. Eso era Pedro Páramo: una piedra. Nada más. © Armando Alanís CUARTO DE AZOTEA
Coitus Interruptus (La Terquedad Ediciones, 2016) Armando Alanís Mosquito Tiene clara su razón de ser: no dejarme dormir esta noche. Clavadista Fue su mejor clavado; no importa que la alberca no tuviera agua. Hasta la fecha su cráneo sigue encajado en el fondo de la alberca. Dorian Gray El verdadero Dorian Gray estaba en el retrato. El otro era una ficción. Multitud Perdidos entre la multitud nos damos cuenta de que somos muchos los solitarios. Político Se tragó sus palabras y murió de indigestión. Soñador Era un soñador de tiempo completo. Estaba desempleado. Violinista Esa noche tocó el violín como nunca, pero recibió, a la puerta del café, las monedas de siempre. Cuentos eróticos Ella descubrió en la cama que los cuentos eróticos de aquel autor no eran autobiográficos. Sirena defectuosa Hubo una vez una sirena bellísima, irresistible, con un solo defecto: era muda. Epitafio “Volveré”. Hortensia Todas las noches, al regresar ebrio a casa, orinaba sobre la hortensia de la derecha. Fue la que mejor se dio. En el museo de las momias –Mamá, ¿nosotros también nos vamos a convertir en momias? –Ya lo somos, hijo –contesta la madre desde otra de las vitrinas. Olas Las olas respetaron el castillo de arena, pero se llevaron al niño. Monstruo El monstruo de la soledad está con ella en la cama y es invisible. Retiro –Paso a retirarme –dijo, y se murió. Pero ahí se quedó, apestando. H de hotel La h de ese hotel no era muda: gemía cada siete minutos. Ratas Cuando las ratas dieron cuenta de toda la tripulación, comenzaron a devorarse entre ellas. La última se arrojó al mar. Al puerto llegó un barco fantasma. Tiempo Tenía todo el tiempo del mundo: estaba muerto. Profeta Subió a la montaña para esperar el fin del mundo, y ahí lo alcanzó un rayo. Tiro al blanco No erró el tiro, como creyeron todos: el objetivo no era la manzana sino la cabeza de su mujer. Novia –Tú sí sabes morder –dijo la novia de Drácula. Damas En el ajedrez, la dama que se va del tablero regresa cuando un peón se corona. En el ajedrez de la vida, la dama que se va ya no regresa. Las Vegas En sus últimos años, el mago se conformaba con desparecer el vestido de su asistente. Ella ya había desaparecido con el domador de tigres. El hacedor Sembró un árbol, tuvo un hijo y escribió un libro. El libro fue el primero en morir. © Armando Alanís |
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