CUARTO DE AZOTA
Recuerdos de Pedro Páramo Armando Alanís Recuerdo que cuando leí por primera vez Pedro Páramo me sorprendió averiguar, en las primeras páginas, que el personaje que daba título a la novela ya estaba muerto. Luego me enteraría de que no sólo él sino todos los personajes, incluyendo al hijo que llega a Comala a buscarlo, están ya muertos. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” El padre murió hace muchos años. El hijo, habla desde la tumba: lo mataron los murmullos en medio de la plaza. Pedro Páramo, se ha dicho, es novela pionera del realismo mágico, cultivado por autores como Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, y por el colombiano García Márquez. Para mí, la obra maestra de Rulfo es una novela fantástica. Una novela de fantasmas que andan penando por las calles desoladas de Comala, “lugar sobre las brasas”, más caliente que el infierno pues los habitantes, cuando mueren y se condenan, regresan por su cobija. Hace más calor en Comala que en el mismísimo infierno. Una novela tan trágica y fantasmal como Pedro Páramo no está exenta, sin embargo, de sentido del humor. Un humor amargo, pero humor al fin. Recuerdo a aquel borrachito que sale de la cantina, gritando: “¡Ay vida, no me mereces!” Cuando era estudiante, tomé un curso de narrativa hispanoamericana en el Claustro de Sor Juana. Un curso de verano, los sábados por la mañana. La maestra: María Teresa Bautista, a la que tanto debo y de la que ya nada sé. Recuerdo que esa luminosa mañana analizábamos el principio de Pedro Páramo: la llegada a Comala de Juan Preciado, quien se instala como huésped en casa de doña Eduviges. ¡Pobre de doña Eduviges! Debe de andar penando todavía… Salí del claustro hacia mediodía y anduve vagando, pues tenía tiempo libre, por las calles aledañas a la Torre Latinoamericana. De pronto, pasé por una calle solitaria. Un callejón, más bien. Hacia mí, caminaba una muer enrebozada. Sus pies parecían no tocar el suelo. Como si flotara. Cuando pasó a mi lado, alcancé a vislumbrar los rasgos inconfundibles de su ajado rostro: ¡era la mismísima Eduviges Dyada! El personaje femenino más interesante de la novela de Rulfo es, qué duda cabe, Susana San Juan. Pedro Páramo, el cacique todopoderoso, tiene a sus pies a todas las mujeres del pueblo. Con muchas se acuesta. A muchas deja embarazadas. Pero sólo ama a una, la única que no puede corresponderle: la loca Susana San Juan. Una mujer que no era de este mundo. ¿Y cuál era el mundo de Susana San Juan? Esa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber. La loca que llega a La Media Luna en compañía de su padre, fue una muchacha preciosa, sensual, erótica. Le gustaba meterse al río con su novio, ambos desnudos. Le gustaba sentir que su cuerpo era rodeado, de la cabeza a los pies, por el agua. Antes, fue amiga del niño Pedro Páramo. Él le ayudaba a volar papalotes. Luego, el niño se masturbaba en el excusado, recordando a aquella niña a la que amaba profundamente. Nunca la tendría. Nunca sería suya. Ni los más poderosos son dueños de todo. De todos sus hijos, Pedro Páramo sólo reconoció, no sabemos por qué, a Miguel. Miguel Páramo. Hijo de su padre, el muchacho es alebrestado, enamoradizo. Se acuesta con una y con otra. Mata por matar. Y una noche, yendo en busca de una de sus novias, salta a caballo un muro construido por su padre: el caballo tropieza, el muchacho cae al suelo y se desnuca. Su caballo, desesperado, pasará la noche yendo y viniendo de un lado a otro, hasta que los hombres de Pedro Páramo lo lazan y se lo llevan a La Media Luna, a donde otros hombres llevaron el cadáver de Miguel. ¿Qué le hicieron a Miguel? Nadie le hizo nada, don Pedro. Él sólo encontró la muerte. El cacique ordena que maten al caballo, para que ya no siga sufriendo. Estoy comenzando a pagar, dice, más vale comenzar temprano para terminar pronto. Al final de la novela, el arriero Abundio Martínez apuñala a Pedro Páramo, quien se derrumba como un costal de piedras. Eso era Pedro Páramo: una piedra. Nada más. © Armando Alanís
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