Por Josué Alfonso (Una historia verdadera que me contaron en Phoenix, Arizona)
Ahora que estoy más vieja, parece como si mi niñez duró muchísimo tiempo; mucho más que todos los años que llevo ya de ser una Mujer adulta... --Richarte! ¡Al 5!--, gritó el guardia, para que me metiera al cuarto número 5. Entrando, me dijo que me sentara, que me iban a llamar cuando fuera mi turno de ver al juez. Tenía ya un mes encerrada en el centro de detención de Eloy. Me había detenido una patrulla de la policía cerca de mi casa en Phoenix, Arizona, supuestamente por no hacer un alto completo enfrente de la escuela de los niños. Total, no supe ni cómo, pero en menos de un día, la migra me había traído a este lugar. Mi hermano Tereso había contratado a un abogado para que me sacaran, pero nunca había ido ni a visitarme. El juez se había enojado mucho cuando le dije que estaba esperando a mi licenciado y no llegaba. Me dijo que me iba a dar una última oportunidad para que se presentara él. Pero que si no lo hacía, iba a proseguir con el caso y a deportarme. Ahora era el día cuando tenía que presentarse mi abogado, pero no había sabido de él; ni siquiera había podido hablar con Tereso, pues se me había acabado la tarjeta de teléfono para llamarlo. En el cuarto número cinco había otras 5 mujeres, todas latinas como yo, todas esperando su turno para ver al juez. Traté de sonreirme con ellas, y ellas conmigo. Después de intercambiar muecas, me senté. Cerré los ojos, y me pregunté si mi hermano había podido hablar con el abogado para que viniera a mi audiencia. Cuando éramos niños, allá en el rancho de mi Papá en Zacatecas, mis hermanos y yo nos pasábamos todo el tiempo jugando. Mi Mamá nos levantaba a todos tempranito, para que nos bañáramos y luego nos diera de comer un desayuno de leche recién ordeñada y pan bolillo con mantequilla. Tan pronto nos quitaba lo dormido el baño, no dejábamos de saltar, de gritar y de buscar cualquier excusa para jugar. Estaba yo muy niña --de tres o cuatro años-- y me quedaba con mi Mamá en la cocina jugando, mientras mis hermanos y hermanas mayores se iban a la escuela o a trabajar al campo con mi Papá. Mi Mamá tenía siempre limpios y planchados los uniformes de la escuela, y --la verdad no se ni como-- arreglaba a todos de manera impecable. Jugaba a que yo también era Mamá, y que levantaba a mis hijos para bañarlos, arreglarlos y darles de comer. Me acuerdo que desde entonces aprendí a regañar a mis hijos porque no se comían lo que les preparaba, o porque no se querían arreglar para ir a la escuela o a trabajar. Como soy la más pequeña de todos, siempre fuí la consentida de mis Padres y casi todos mis hermanos. No era de esas niñas mimadas que hasta caen mal. Más bien, decía la gente, tenía ángel, pues era muy platicadora y hablaba como gente grande. Les hacía gracia a todos como jugaba a ser Mamá, y muchas veces --aún mis hermanos grandulones-- se ponían a jugar conmigo como si fueran mis hijos. Hubo varias veces que --según dicen-- hasta les dí con el cinto de mi Papá porque no querían tomarse toda su leche. Pero yo no me acuerdo de eso. Solo me acuerdo que yo quería ser ya grande para deveras tener hijos y ser como mi Madre. Al que no le caía bien era a mi hermano Tereso, que es solo un año mayor que yo, pues se pasaba la vida pegándome y haciéndome renegar hasta que terminaba llorando. Todos se enojaban con él, pero no le importaba, aún si lo castigaban o le pegaba mi Mamá por lo que hacía. Sin embargo, cuando Tereso ya no se quedó con mi Mamá y yo porque ya le tocaba ir a la escuela, lo extrañé. --¿Por qué yo no puedo ir a la escuela como Tereso?-- le pregunté a mi Madre. Ella, al tanto que limpiaba la mesa de la cocina, y sin siquiera voltear a mirarme, me contestó: --Tú estás chiquita. Ya te tocará ir a la escuela también. Todo a su tiempo. Durante el día, mis hermanos regresaban a casa poco a poco. Los mas chicos, que iban a la escuela primaria, regresaban primero. Llegando, mi Mamá los mandaba que se cambiaran del uniforme de la escuela y que lo dejaran en el lavabo afuera de la cocina para que lo lavara ella. Después era mandatorio hacer la tarea, o no se podía salir a jugar ni de chiste. Mi Madre linda era tan lista que siempre sabía si teniamos tarea o no. Yo siempre me quedaba pensando cómo es que le hacía para nunca equivocarse. Fué hasta ahora que me tocó ser Madre también, que me dí cuenta que es el amor a los hijos lo que hace que uno los conozca tan bien que no tienen que ni siquiera hablar para saber lo que piensan y sienten. Por eso de las dos de la tarde, llegaba mi Papá con los mayores que habían estado trabajando en el campo. Mi Mamá los recibía con frijolitos recien hechos y tortillas de maiz hechas a mano. Mi Papá siempre traía chiles serranos a la mano para acompañar la comida, y siempre compartía. Mientras ellos comían, llegaban mis hermanos que iban a la secundaria, a comer también. Los más pequeños, después de haber acabado la tarea y haber estado jugando un buen rato, también llegaban a la mesa, pues daba hambre con tan sabrosos olores y el puro relajo de toda la familia comiendo. Mi Madre gustaba de escuchar música, y siempre tenía la radio prendida. A veces, mi Padre payaseaba, y cuando tocaban alguna pieza alegre en la radio, sacaba a mi Mamá a bailar para que todos les hiciéramos fiesta y les aplaudiéramos. Después de comer todos, las hijas ayudábamos a Mamá a recoger, mientras mi Papá y mis hermanos mayores regresaban todavía a trabajar por un rato, antes que se metiera el sol. Acabando de comer, nosotros los niños --mis hermanas y hermanos-- corríamos (y a veces casi volábamos) a buscar alguna nueva aventura para jugar y divertirnos. Nunca sabíamos a qué íbamos a jugar. Pero siempre jugábamos. A veces hacíamos concursos, o jugábamos a que teníamos un programa de televisión con artistas y bailarines. También jugábamos juegos más tradicionales como los encantados o las escondidas. El Tereso también era muy bueno para inventar juegos. Mis hermanas y yo muchas veces mejor nos íbamos por nuestra cuenta a jugar a las muñecas u otros juegos más para niñas. Mis hermanos jugaban fútbol. Muchas veces yo me metía a jugar con ellos, y aunque no siempre me dejaban, como era la consentida de Papá, tenían que dejarme cuando él les decía que me dejaran jugar. Ya después que crecí y que vieron que era buena para jugar, dejó de ser necesario que fuera a acusarlos con mi Padre que no me dejaban jugar futbol con ellos. Cuando llegaba la hora de meternos, parecía como que había pasado mucho tiempo, pues todo lo que habíamos hecho había sido jugar... Cuando nos despertaron ese día para llevarnos a ir al juez, eran como las cuatro y media de la mañana. La audiencia era a las nueve y media. Me habían llevado al cuarto número cinco por eso de las siete. Siempre he sido muy desesperada, y ahora no era la excepción. Sentía como que tenía el montón de hormigas en el estómago, y que me picaban y picaban. Me daba comezón en la panza, pero por mas que me rascaba, no se me quitaba. Nos habían ofrecido un desayuno antes de llevarnos a ver al juez. Hasta eso que la comida no estaba tan mala como en otros lugares que nos contaban las compañeras. Pero yo no tenía nada de hambre. Eran unos huevos revueltos con un trozos de tocino, pero a mi me dió asco. Eso sí, me tomé dos tazas de café. Después me arrepentí de no haber comido. Sentía como que me estaban apretando por todos lados; como si mis dedos y mis ojos crecían y crecian e iba a estallar. Traté de no pensar en las hormigas, y me puse a tratar de pensar en otra cosa. La compañera que estaba a mi lado me tocó el brazo, y con un susurro que apenas escuché me pidió que me calmara. Abrí los ojos y miré como recargaba su cabeza en la pared detrás de la silla donde estaba sentada, mirando al techo. --No te sirve de nada desesperarte--, me dijo, todavía con esa voz tan calmada y que casi no escuchaba, --solo te hace perder la calma, no pensar claro, y a la hora que vayas con el juez, hasta puedes meter la pata.-- Sin darme cuenta, nos pusimos a platicar. O más bien, me puse a platicar con ella, pues ella solo me escuchaba, diciendo solo algún ¨sí¨ o un ¨mmm¨ para que me diera cuenta que me escuchaba. Por momentos me miraba en los ojos, para luego volver a reposar su cabeza en la pared, mirar el techo, y sonreír para decirme alguna palabra o frase. Empecé a hablar sin parar. Creo le comenté sobre el abogado. Me preguntó que cómo se llamaba el tal abogado, y al decirle, todas estallaron en risa: sin darme cuenta, todas habían estado escuchando mi plática. --A mi me hizo lo mismo ese tipo,-- dijo una señora medio cincuentona que estaba sentada frente a mi. Tenía su rostro muy arrugado, pero estaba muy delgada, y la verdad tenía un cuerpo que daba envidia. --¿Cómo te llamas, Richarte?-- me preguntaron entre todas. --Yo, me llamo Graciela, Graciela Richarte. ¿Y tú?--, le dije a la de la voz despacito. --Me llamo...Maria del Pilar Romero Guajardo...para servirle a usted!--, contestó, pero ahora con una voz fuerte, casi burlona, aunque al ver sus ojos pude ver que estaba jugando. Me ofreció su mano, y yo le estreché la mía. Siguieron las carcajadas y las risas. En un momento nos presentamos todas, y empezamos a platicar. Pilar era de Puebla, de la mera capital, mientras que Dolores venía de Ciudad Obregón, Sonora. La del cuerpazo había nacido en Sinaloa de Leyva, pero se había criado en Tijuana. Rosa, que era una muchacha de apenas 19 años, era de La Piedad, Michoacán. Por un momento, se dejó de sentir el tiempo, hablando entre todas sobre la comida de nuestros pueblos, las fiestas, los hombres y lo mucho que extrañábamos a nuestras Madrecitas. No olvidando donde estábamos, nos sentimos apoyadas entre nosotras mismas, dándonos cuenta que --aparte de el hecho que estábamos encerradas en ese maldito lugar-- también teníamos muchas cosas en común. --Romero!--, llamó el guardia sin aviso, después de abrir la puerta. --Vas tú. C´mon-- Callamos todas, borrando toda sonrisa de nuestros rostros. Sin decir nada, volteó a mirarnos a todas Pilar; y sin decir nada nosotras, la miramos y le dijimos que estábamos con ella. No sé cuánto tiempo habíamos estado platicando todas, haciendo relajo, jugando. ¿Había sido media hora? ¿Una hora? No lo supe. Ninguna de nosotras tenía reloj. Rosa se levantó y pidió al guardia que si podía ir al baño. Aproveché que el guardia se había asomado para preguntarle la hora: eran ya las ocho y media. Habían sido hora y media desde que me habían metido al cuarto número cinco: noventa minutos. Se habían pasado como muy despacio, pero sin enfadarnos. Parecía como si habíamos platicado de tantos temas, cada una hablando y todas escuchando y comentando. Mas ahora que ya se habían llevado a Pilar, hubiera jurado que fué un sueño, un instante fugaz. Se me hizo absurdo. Me acordé entonces que no sabía si mi abogado iba a presentarse. Me pregunté si me iba a deportar ese juez enojón. Me acordé de mis hijos, sin saber que iba a pasar con ellos si me sacaban del país. Al instante, volví a sentir las hormigas en el estómago. Volteé a ver a las compañeras: todas estaban tan serias como yo, metidas en su mundo así como yo, pensando en solo Dios sabe que, así como yo. Llegaron más mujeres al cuarto número cinco. Así como yo cuando llegué, algunas trataron de sonreír pero solo lograron hacer muecas, y las que ya teníamos más de hora y media esperando --sin tener a Pilar ahí-- tampoco pudimos sonreirnos. No había suficientes sillas. Solamente había seis. Cuando regresó Rosa del baño, ya no tenía donde sentarse. Me volteó a mirar, y sonriéndome con ella, le dije que se sentara conmigo, pues estaba delgadita y cabíamos las dos en la silla. Pero no duró mucho el cuarto con tanta gente. Pronto vinieron y se llevaron a todas las compañeras que habían convivido con Pilar y yo. Me quedé con las nuevas, que se me quedaron mirando cuando todas las demás salían pero despidiéndose de mí, todas deseándome buena suerte. --Gracias,-- contesté,-- ustedes también.-- Levantando mi mano izquierda, me despedí, pensando que quién sabe si podría volverlas a ver si me deportaba el juez. Por lo que me habían contado de mi abogado, pues no tenía muchas esperanzas de que fuera a llegar a tiempo para estar en mi audiencia. Decían que era de esos que, ya que les pagabas, nunca más volvías a saber de ellos. Tereso mi hermano me había dicho que le pagó los $3000 dólares que le pidió el señor; que había vendido su camioneta y hasta su esposa había empeñado un semanario suyo para juntar el dinero. Me dió mucho coraje, como se le había ocurrido vender su troca para que ese viejo nos dejara sin nada. Llamé al guardia para preguntarle si había llegado mi abogado. Me dijo que no. Al decírmelo, quiso sonreírse conmigo, como si entendiera que no iba a llegar, y que no se veían las cosas muy bien para mí. --Todavía es temprano, Richarte,-- me dijo-- a la mejor llega al rato. Me senté de nuevo, y volví a cerrar los ojos, descansando la cabeza en la pared detrás de la silla como la había hecho Pilar. Traté de calmarme. Tenía razón Pilar que si dejaba que me controlara la desesperación, sería peor. Me acordé de mi chiquito, ̈Kaki ̈, y de mi niña de siete años, Karen. No había hablado con ellos desde que me encerraron. Estaban con Tereso. Les habían dicho que me había ido a trabajar lejos, y que volvería pronto. Yo no quería que supieran donde estaba. Pero sabía que estaban sufriendo. Su Papá se había desaparecido de repente, al poco tiempo que nació Kaki. Yo trabajaba de mesera en un restaurante de comida mexicana, y aparte limpiaba casas cuando podía. Vivía con mi niños en un apartamento sencillo, y con mucho trabajo había salido adelante sola. Mi cuñada --esposa de Tereso-- me ayudaba a cuidar a los niños, pues no trabajaba fuera del hogar (mi hermano tiene buen trabajo y le dice que mejor se dedique a sus niños). Abrió la puerta uno de los guardias, y nos contó a todas. Le pregunté la hora: las ocho treinta y cinco... Quería que ya pasara todo esto, rápido, pero parecía que a propósito todo estaba super lento. Así había sido desde que llegué al centro de detención de Eloy. La rutina de todos los días se pasaba super despacio; me hacía recordar a la miel cuando se va saliendo muy despacito del recipiente donde la tienes: entre más rápido quieres que salga, parece que sale más lento. Te levantan a las 5 de la mañana. Te dan de comer, y si quieres te puedes bañar, aunque tienen un jabón que no hace espuma y que huele bien feo. Te llevan a un salón donde hay revistas y juegos de mesa, y una televisión en una esquina. Luego te tienes que regresar a tu celda. Te sueltan para que vayas al patio afuera, si quieres hacer ejercicio o jugar a la pelota. Te dan de comer otra vez. Te meten a la celda. Te dan un rato para leer o ver la tele. Y al fín del día, a dormir a tu celda. Todos los días lo mismo. Pierdes noción del tiempo, del día de la semana que es. Todo es lento, y por más que tratas de no pensar en el tiempo, es todo lo que haces. Piensas que pasaron veinte minutos, y solo han pasado cinco. Piensas que pasaron tres horas, y con trabajo han transcurrido 45 minutos. Había sido una rareza lo que había ocurrido cuando hicimos relajo por culpa de la Pilar. No entendía porque. Abrí los ojos para ver a mis nuevas compañeras. Era tan grande el centro de detención, que nunca me había tocado ver a estas mujeres que ahora compartían conmigo el cuarto número cinco. Hice un leve intento de platicar, de compartir un poco de mi vida con ellas, pero no pude. Me sentía triste. Se me hacía que iba a pasar muchísimo tiempo antes que volviera a ver a mis hijos, mis hermosos hijos que me necesitaban y estaba segura lloraban por mi. Pasó una eternidad, y llegaron los guardias por las nuevas que habían llegado, mas después, llegaron otras más. Y así, de nuevo pasó el tiempo casi eterno, y se las volvieron a llevar. Cuando un guardia me dijo que eran las diez y media, sentí como un peso bien grande en mi pecho. ¿Cómo era posible que ya había pasado la hora de mi audiencia y no me habían llamado? --El juez está revisando tu caso.... No se presentó tu abogado,-- me dijeron el guardia que le había caído yo bien. Pensé entonces lo peor. Me deportarían, tal vez ese mismo día, y tendría que estar lejos de mis hijos hasta que pudiera regresar --quién sabe cómo-- de México, o que me los mandaran para allá. Pero ¿cómo? Tenía unos poquitos de ahorros, pero no eran mucho. Mi Papas ya se nos habían ido, y el rancho lo tenía uno de mis hermanos mayores, pero no había hablado con él, ni casi lo conocía, pues él era mucho mayor que yo. Era uno de mis hermanos que se iban a trabajar con mi Papá cuando yo era niña. Ahora era un señor de casi sesenta años de edad, con su esposa y sus propios hijos en el rancho. Llegaría de arrimada. No podía ser. Y regresarme para acá, no tenía para pagar coyote y que me pasaran a este lado. Entre más lo pensaba, más me desesperaba, y entre más me desesperaba, pedía la hora y más despacio parecía que pasaba el tiempo. Al fin, entró el guardia y me llamó. --Richarte! No vas a ver al juez hoy.-- Traía un documento en sus manos. --Pero...¿por qué?-- contesté de inmediato. --Ya esperé mucho. Son casi las doce. No entiendo. --Dice que revisó tu caso, y no puede ser tu juez.-- Me quedé muda. Nada tenía sentido. Me levanté de la silla, y tomé el papel que me estaba ofreciendo el guardia. --Que fué abogado de tu esposo cuando antes que fuera juez. Que tiene un conflicto de interés o algo así. No supe qué pasó entonces. Me sacaron del cuarto número cinco. Seguí escuchando la voz del guardia tratando de explicarme, pero sus palabras solo eran ruido para mi. Pensaba en mi esposo, el Padre de mis dos hijos, y la vez que lo metieron a la carcel porque me golpeó y me dejó tirada en el suelo de la cocina. Estaba borracho. Cuando lo arrestaron un día después que me pegó, ni se acordaba. Su Familia contrató a un abogado que decían era muy bueno, y por teléfono me había convencido que era mejor que no testificara contra mi esposo, pues ¿que íbamos a hacer sin él mi niña y yo? (entonces, todavía no nacía mi niño). Así que, rehusé testificar. Salió libre mi esposo, y aunque lo sacó la migra, cuando regresó no dejaba de decirme lo mismo. --Que bueno que contraté a ese abogado. Vale la pena pagar, cuando es un buen abogado. Antes que me llevaran a mi celda, le pedí al guardia buena onda que me dijera que decía el papel que me había dado (pues estaba en inglés y yo no le entendía bien). --Es tu cita con otro juez, mañana, pero a las ocho y media de la mañana. Te tocó con el Juez Trujilo. Sonreí. El Juez Trujillo! Todo mundo hablaba del Juez Trujillo. A todos los que llegaban a Eloy les decían los otros detenidos lo mismo: que le pidiéramos a Dios que nos tocara el Juez Trujillo, pues era bien bueno. Si te tocaba, y veía que había alguna manera de quedarte, te ayudaba. Era bien paciente, y te explicaba con calma lo que tenía que hacer. Y si no se podía hacer nada, te lo decía también, pero en buena manera. Llegando a mi celda, me acosté, y todavía sonriendo, le dí gracias a Dios porque me iba a tocar un buen juez. Le dije que pasara lo que pasara, pues que fuera su voluntad, pero que por favor no me separara por mucho tiempo de mis niños. Entonces, en un momento, sin darme cuenta, me quedé dormida profundamente. FIN
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