Por Josué Alfonso
Marco Antonio resbaló. Todo el día había estado trabajando, y no había podido darse un receso para ir al baño. Tenía mucha hambre, pues había salido de la casa casi corriendo, y solo había podido tomar café. Estaban todos los trabajadores en la fábrica súper ocupados, pues tenían hasta las seis de la tarde para terminar el pedido que habían hecho la semana anterior. Él, como supervisor de piso, era el responsable de que la orden se cumpliera a tiempo. Cuando resbaló, venía pensando en que –en ese momento—comería cualquier cosa, con tal de poder quitarse el hambre. --Hasta me conformo con una hamburguesa de McDonald 's--, se decía a sí mismo, en el instante cuando, habiendo entrado al baño, su pie derecho resbaló en lo húmedo del piso. Sintió un súbito vértigo. Traía puestos unos zapatos negros que le habían regalado para su cumpleaños hacía algunos días, y a penas los había estrenado la noche anterior, cuando fue a cenar con su novia, Carmen, a un restaurante mexicano muy frecuentado en aquella parte de la ciudad donde vivía. Precisamente, unos momentos antes del vértigo aquel, estaba recordando el sonriente rostro de Carmen sentada frente a él, diciéndole que sabrosas estaban las tortillas de aquel lugar. --Estas tortillas--, dijo Carmen, suspirando y casi cerrando los ojos, --huelen y saben como las de mi Abuelita.-- Al resbalar, el tacón del zapato derecho se deslizó varios centímetros para adelante. Marco Antonio pudo verse en el suelo del baño. Sintió que era inevitable su caída; que otra vez, como tantas otras veces en su vida, se iba a caer. Su cuerpo entero se movió a la derecha, rumbo al piso –pensó él--. Pudo, en el instante, imaginar el dolor que sentiría al caer. Hasta pudo decirse a sí mismo, “me voy a caer otra vez”. Pero, sin saber cómo, su pie izquierdo alcanzó a reponerse del resbaló aquel, encontrando el suelo y firmemente plantándose bajo su caído cuerpo. Fué casi como un paso de alguna danza folklórica, o como el andar de un borracho que cayéndose, no se cae. También, por fortuna, su hombro derecho pudo levemente respaldarse en la pared del baño, y con los brazos, alcanzó a recuperar su equilibrio, parándose de nuevo. --Que loco…no me caí.-- Volteando a ver a su alrededor, y no viendo a nadie, sonrió. El rostro de su novia regresó a su mente, e imaginando el perfume que tanto le gustaba de ella, decidió que tan pronto la viera esa tarde, al salir del trabajo, le platicaría de aquel instante, cuando por un momento, estaba seguro que se iba a caer, pero no había ocurrido. Saliendo del baño, volvió a sentir hambre, y viendo el reloj que marcaba ya las cuatro de la tarde, se olvidó al instante de su casi caída, pensando en lo mucho que tenía que hacer para terminar la orden y poder pasar al McDonald 's por algo de comer. © Josué Alfonso
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Por Josué Alfonso (Una historia verdadera que me contaron en Phoenix, Arizona)
Ahora que estoy más vieja, parece como si mi niñez duró muchísimo tiempo; mucho más que todos los años que llevo ya de ser una Mujer adulta... --Richarte! ¡Al 5!--, gritó el guardia, para que me metiera al cuarto número 5. Entrando, me dijo que me sentara, que me iban a llamar cuando fuera mi turno de ver al juez. Tenía ya un mes encerrada en el centro de detención de Eloy. Me había detenido una patrulla de la policía cerca de mi casa en Phoenix, Arizona, supuestamente por no hacer un alto completo enfrente de la escuela de los niños. Total, no supe ni cómo, pero en menos de un día, la migra me había traído a este lugar. Mi hermano Tereso había contratado a un abogado para que me sacaran, pero nunca había ido ni a visitarme. El juez se había enojado mucho cuando le dije que estaba esperando a mi licenciado y no llegaba. Me dijo que me iba a dar una última oportunidad para que se presentara él. Pero que si no lo hacía, iba a proseguir con el caso y a deportarme. Ahora era el día cuando tenía que presentarse mi abogado, pero no había sabido de él; ni siquiera había podido hablar con Tereso, pues se me había acabado la tarjeta de teléfono para llamarlo. En el cuarto número cinco había otras 5 mujeres, todas latinas como yo, todas esperando su turno para ver al juez. Traté de sonreirme con ellas, y ellas conmigo. Después de intercambiar muecas, me senté. Cerré los ojos, y me pregunté si mi hermano había podido hablar con el abogado para que viniera a mi audiencia. Cuando éramos niños, allá en el rancho de mi Papá en Zacatecas, mis hermanos y yo nos pasábamos todo el tiempo jugando. Mi Mamá nos levantaba a todos tempranito, para que nos bañáramos y luego nos diera de comer un desayuno de leche recién ordeñada y pan bolillo con mantequilla. Tan pronto nos quitaba lo dormido el baño, no dejábamos de saltar, de gritar y de buscar cualquier excusa para jugar. Estaba yo muy niña --de tres o cuatro años-- y me quedaba con mi Mamá en la cocina jugando, mientras mis hermanos y hermanas mayores se iban a la escuela o a trabajar al campo con mi Papá. Mi Mamá tenía siempre limpios y planchados los uniformes de la escuela, y --la verdad no se ni como-- arreglaba a todos de manera impecable. Jugaba a que yo también era Mamá, y que levantaba a mis hijos para bañarlos, arreglarlos y darles de comer. Me acuerdo que desde entonces aprendí a regañar a mis hijos porque no se comían lo que les preparaba, o porque no se querían arreglar para ir a la escuela o a trabajar. Como soy la más pequeña de todos, siempre fuí la consentida de mis Padres y casi todos mis hermanos. No era de esas niñas mimadas que hasta caen mal. Más bien, decía la gente, tenía ángel, pues era muy platicadora y hablaba como gente grande. Les hacía gracia a todos como jugaba a ser Mamá, y muchas veces --aún mis hermanos grandulones-- se ponían a jugar conmigo como si fueran mis hijos. Hubo varias veces que --según dicen-- hasta les dí con el cinto de mi Papá porque no querían tomarse toda su leche. Pero yo no me acuerdo de eso. Solo me acuerdo que yo quería ser ya grande para deveras tener hijos y ser como mi Madre. Al que no le caía bien era a mi hermano Tereso, que es solo un año mayor que yo, pues se pasaba la vida pegándome y haciéndome renegar hasta que terminaba llorando. Todos se enojaban con él, pero no le importaba, aún si lo castigaban o le pegaba mi Mamá por lo que hacía. Sin embargo, cuando Tereso ya no se quedó con mi Mamá y yo porque ya le tocaba ir a la escuela, lo extrañé. --¿Por qué yo no puedo ir a la escuela como Tereso?-- le pregunté a mi Madre. Ella, al tanto que limpiaba la mesa de la cocina, y sin siquiera voltear a mirarme, me contestó: --Tú estás chiquita. Ya te tocará ir a la escuela también. Todo a su tiempo. Durante el día, mis hermanos regresaban a casa poco a poco. Los mas chicos, que iban a la escuela primaria, regresaban primero. Llegando, mi Mamá los mandaba que se cambiaran del uniforme de la escuela y que lo dejaran en el lavabo afuera de la cocina para que lo lavara ella. Después era mandatorio hacer la tarea, o no se podía salir a jugar ni de chiste. Mi Madre linda era tan lista que siempre sabía si teniamos tarea o no. Yo siempre me quedaba pensando cómo es que le hacía para nunca equivocarse. Fué hasta ahora que me tocó ser Madre también, que me dí cuenta que es el amor a los hijos lo que hace que uno los conozca tan bien que no tienen que ni siquiera hablar para saber lo que piensan y sienten. Por eso de las dos de la tarde, llegaba mi Papá con los mayores que habían estado trabajando en el campo. Mi Mamá los recibía con frijolitos recien hechos y tortillas de maiz hechas a mano. Mi Papá siempre traía chiles serranos a la mano para acompañar la comida, y siempre compartía. Mientras ellos comían, llegaban mis hermanos que iban a la secundaria, a comer también. Los más pequeños, después de haber acabado la tarea y haber estado jugando un buen rato, también llegaban a la mesa, pues daba hambre con tan sabrosos olores y el puro relajo de toda la familia comiendo. Mi Madre gustaba de escuchar música, y siempre tenía la radio prendida. A veces, mi Padre payaseaba, y cuando tocaban alguna pieza alegre en la radio, sacaba a mi Mamá a bailar para que todos les hiciéramos fiesta y les aplaudiéramos. Después de comer todos, las hijas ayudábamos a Mamá a recoger, mientras mi Papá y mis hermanos mayores regresaban todavía a trabajar por un rato, antes que se metiera el sol. Acabando de comer, nosotros los niños --mis hermanas y hermanos-- corríamos (y a veces casi volábamos) a buscar alguna nueva aventura para jugar y divertirnos. Nunca sabíamos a qué íbamos a jugar. Pero siempre jugábamos. A veces hacíamos concursos, o jugábamos a que teníamos un programa de televisión con artistas y bailarines. También jugábamos juegos más tradicionales como los encantados o las escondidas. El Tereso también era muy bueno para inventar juegos. Mis hermanas y yo muchas veces mejor nos íbamos por nuestra cuenta a jugar a las muñecas u otros juegos más para niñas. Mis hermanos jugaban fútbol. Muchas veces yo me metía a jugar con ellos, y aunque no siempre me dejaban, como era la consentida de Papá, tenían que dejarme cuando él les decía que me dejaran jugar. Ya después que crecí y que vieron que era buena para jugar, dejó de ser necesario que fuera a acusarlos con mi Padre que no me dejaban jugar futbol con ellos. Cuando llegaba la hora de meternos, parecía como que había pasado mucho tiempo, pues todo lo que habíamos hecho había sido jugar... Cuando nos despertaron ese día para llevarnos a ir al juez, eran como las cuatro y media de la mañana. La audiencia era a las nueve y media. Me habían llevado al cuarto número cinco por eso de las siete. Siempre he sido muy desesperada, y ahora no era la excepción. Sentía como que tenía el montón de hormigas en el estómago, y que me picaban y picaban. Me daba comezón en la panza, pero por mas que me rascaba, no se me quitaba. Nos habían ofrecido un desayuno antes de llevarnos a ver al juez. Hasta eso que la comida no estaba tan mala como en otros lugares que nos contaban las compañeras. Pero yo no tenía nada de hambre. Eran unos huevos revueltos con un trozos de tocino, pero a mi me dió asco. Eso sí, me tomé dos tazas de café. Después me arrepentí de no haber comido. Sentía como que me estaban apretando por todos lados; como si mis dedos y mis ojos crecían y crecian e iba a estallar. Traté de no pensar en las hormigas, y me puse a tratar de pensar en otra cosa. La compañera que estaba a mi lado me tocó el brazo, y con un susurro que apenas escuché me pidió que me calmara. Abrí los ojos y miré como recargaba su cabeza en la pared detrás de la silla donde estaba sentada, mirando al techo. --No te sirve de nada desesperarte--, me dijo, todavía con esa voz tan calmada y que casi no escuchaba, --solo te hace perder la calma, no pensar claro, y a la hora que vayas con el juez, hasta puedes meter la pata.-- Sin darme cuenta, nos pusimos a platicar. O más bien, me puse a platicar con ella, pues ella solo me escuchaba, diciendo solo algún ¨sí¨ o un ¨mmm¨ para que me diera cuenta que me escuchaba. Por momentos me miraba en los ojos, para luego volver a reposar su cabeza en la pared, mirar el techo, y sonreír para decirme alguna palabra o frase. Empecé a hablar sin parar. Creo le comenté sobre el abogado. Me preguntó que cómo se llamaba el tal abogado, y al decirle, todas estallaron en risa: sin darme cuenta, todas habían estado escuchando mi plática. --A mi me hizo lo mismo ese tipo,-- dijo una señora medio cincuentona que estaba sentada frente a mi. Tenía su rostro muy arrugado, pero estaba muy delgada, y la verdad tenía un cuerpo que daba envidia. --¿Cómo te llamas, Richarte?-- me preguntaron entre todas. --Yo, me llamo Graciela, Graciela Richarte. ¿Y tú?--, le dije a la de la voz despacito. --Me llamo...Maria del Pilar Romero Guajardo...para servirle a usted!--, contestó, pero ahora con una voz fuerte, casi burlona, aunque al ver sus ojos pude ver que estaba jugando. Me ofreció su mano, y yo le estreché la mía. Siguieron las carcajadas y las risas. En un momento nos presentamos todas, y empezamos a platicar. Pilar era de Puebla, de la mera capital, mientras que Dolores venía de Ciudad Obregón, Sonora. La del cuerpazo había nacido en Sinaloa de Leyva, pero se había criado en Tijuana. Rosa, que era una muchacha de apenas 19 años, era de La Piedad, Michoacán. Por un momento, se dejó de sentir el tiempo, hablando entre todas sobre la comida de nuestros pueblos, las fiestas, los hombres y lo mucho que extrañábamos a nuestras Madrecitas. No olvidando donde estábamos, nos sentimos apoyadas entre nosotras mismas, dándonos cuenta que --aparte de el hecho que estábamos encerradas en ese maldito lugar-- también teníamos muchas cosas en común. --Romero!--, llamó el guardia sin aviso, después de abrir la puerta. --Vas tú. C´mon-- Callamos todas, borrando toda sonrisa de nuestros rostros. Sin decir nada, volteó a mirarnos a todas Pilar; y sin decir nada nosotras, la miramos y le dijimos que estábamos con ella. No sé cuánto tiempo habíamos estado platicando todas, haciendo relajo, jugando. ¿Había sido media hora? ¿Una hora? No lo supe. Ninguna de nosotras tenía reloj. Rosa se levantó y pidió al guardia que si podía ir al baño. Aproveché que el guardia se había asomado para preguntarle la hora: eran ya las ocho y media. Habían sido hora y media desde que me habían metido al cuarto número cinco: noventa minutos. Se habían pasado como muy despacio, pero sin enfadarnos. Parecía como si habíamos platicado de tantos temas, cada una hablando y todas escuchando y comentando. Mas ahora que ya se habían llevado a Pilar, hubiera jurado que fué un sueño, un instante fugaz. Se me hizo absurdo. Me acordé entonces que no sabía si mi abogado iba a presentarse. Me pregunté si me iba a deportar ese juez enojón. Me acordé de mis hijos, sin saber que iba a pasar con ellos si me sacaban del país. Al instante, volví a sentir las hormigas en el estómago. Volteé a ver a las compañeras: todas estaban tan serias como yo, metidas en su mundo así como yo, pensando en solo Dios sabe que, así como yo. Llegaron más mujeres al cuarto número cinco. Así como yo cuando llegué, algunas trataron de sonreír pero solo lograron hacer muecas, y las que ya teníamos más de hora y media esperando --sin tener a Pilar ahí-- tampoco pudimos sonreirnos. No había suficientes sillas. Solamente había seis. Cuando regresó Rosa del baño, ya no tenía donde sentarse. Me volteó a mirar, y sonriéndome con ella, le dije que se sentara conmigo, pues estaba delgadita y cabíamos las dos en la silla. Pero no duró mucho el cuarto con tanta gente. Pronto vinieron y se llevaron a todas las compañeras que habían convivido con Pilar y yo. Me quedé con las nuevas, que se me quedaron mirando cuando todas las demás salían pero despidiéndose de mí, todas deseándome buena suerte. --Gracias,-- contesté,-- ustedes también.-- Levantando mi mano izquierda, me despedí, pensando que quién sabe si podría volverlas a ver si me deportaba el juez. Por lo que me habían contado de mi abogado, pues no tenía muchas esperanzas de que fuera a llegar a tiempo para estar en mi audiencia. Decían que era de esos que, ya que les pagabas, nunca más volvías a saber de ellos. Tereso mi hermano me había dicho que le pagó los $3000 dólares que le pidió el señor; que había vendido su camioneta y hasta su esposa había empeñado un semanario suyo para juntar el dinero. Me dió mucho coraje, como se le había ocurrido vender su troca para que ese viejo nos dejara sin nada. Llamé al guardia para preguntarle si había llegado mi abogado. Me dijo que no. Al decírmelo, quiso sonreírse conmigo, como si entendiera que no iba a llegar, y que no se veían las cosas muy bien para mí. --Todavía es temprano, Richarte,-- me dijo-- a la mejor llega al rato. Me senté de nuevo, y volví a cerrar los ojos, descansando la cabeza en la pared detrás de la silla como la había hecho Pilar. Traté de calmarme. Tenía razón Pilar que si dejaba que me controlara la desesperación, sería peor. Me acordé de mi chiquito, ̈Kaki ̈, y de mi niña de siete años, Karen. No había hablado con ellos desde que me encerraron. Estaban con Tereso. Les habían dicho que me había ido a trabajar lejos, y que volvería pronto. Yo no quería que supieran donde estaba. Pero sabía que estaban sufriendo. Su Papá se había desaparecido de repente, al poco tiempo que nació Kaki. Yo trabajaba de mesera en un restaurante de comida mexicana, y aparte limpiaba casas cuando podía. Vivía con mi niños en un apartamento sencillo, y con mucho trabajo había salido adelante sola. Mi cuñada --esposa de Tereso-- me ayudaba a cuidar a los niños, pues no trabajaba fuera del hogar (mi hermano tiene buen trabajo y le dice que mejor se dedique a sus niños). Abrió la puerta uno de los guardias, y nos contó a todas. Le pregunté la hora: las ocho treinta y cinco... Quería que ya pasara todo esto, rápido, pero parecía que a propósito todo estaba super lento. Así había sido desde que llegué al centro de detención de Eloy. La rutina de todos los días se pasaba super despacio; me hacía recordar a la miel cuando se va saliendo muy despacito del recipiente donde la tienes: entre más rápido quieres que salga, parece que sale más lento. Te levantan a las 5 de la mañana. Te dan de comer, y si quieres te puedes bañar, aunque tienen un jabón que no hace espuma y que huele bien feo. Te llevan a un salón donde hay revistas y juegos de mesa, y una televisión en una esquina. Luego te tienes que regresar a tu celda. Te sueltan para que vayas al patio afuera, si quieres hacer ejercicio o jugar a la pelota. Te dan de comer otra vez. Te meten a la celda. Te dan un rato para leer o ver la tele. Y al fín del día, a dormir a tu celda. Todos los días lo mismo. Pierdes noción del tiempo, del día de la semana que es. Todo es lento, y por más que tratas de no pensar en el tiempo, es todo lo que haces. Piensas que pasaron veinte minutos, y solo han pasado cinco. Piensas que pasaron tres horas, y con trabajo han transcurrido 45 minutos. Había sido una rareza lo que había ocurrido cuando hicimos relajo por culpa de la Pilar. No entendía porque. Abrí los ojos para ver a mis nuevas compañeras. Era tan grande el centro de detención, que nunca me había tocado ver a estas mujeres que ahora compartían conmigo el cuarto número cinco. Hice un leve intento de platicar, de compartir un poco de mi vida con ellas, pero no pude. Me sentía triste. Se me hacía que iba a pasar muchísimo tiempo antes que volviera a ver a mis hijos, mis hermosos hijos que me necesitaban y estaba segura lloraban por mi. Pasó una eternidad, y llegaron los guardias por las nuevas que habían llegado, mas después, llegaron otras más. Y así, de nuevo pasó el tiempo casi eterno, y se las volvieron a llevar. Cuando un guardia me dijo que eran las diez y media, sentí como un peso bien grande en mi pecho. ¿Cómo era posible que ya había pasado la hora de mi audiencia y no me habían llamado? --El juez está revisando tu caso.... No se presentó tu abogado,-- me dijeron el guardia que le había caído yo bien. Pensé entonces lo peor. Me deportarían, tal vez ese mismo día, y tendría que estar lejos de mis hijos hasta que pudiera regresar --quién sabe cómo-- de México, o que me los mandaran para allá. Pero ¿cómo? Tenía unos poquitos de ahorros, pero no eran mucho. Mi Papas ya se nos habían ido, y el rancho lo tenía uno de mis hermanos mayores, pero no había hablado con él, ni casi lo conocía, pues él era mucho mayor que yo. Era uno de mis hermanos que se iban a trabajar con mi Papá cuando yo era niña. Ahora era un señor de casi sesenta años de edad, con su esposa y sus propios hijos en el rancho. Llegaría de arrimada. No podía ser. Y regresarme para acá, no tenía para pagar coyote y que me pasaran a este lado. Entre más lo pensaba, más me desesperaba, y entre más me desesperaba, pedía la hora y más despacio parecía que pasaba el tiempo. Al fin, entró el guardia y me llamó. --Richarte! No vas a ver al juez hoy.-- Traía un documento en sus manos. --Pero...¿por qué?-- contesté de inmediato. --Ya esperé mucho. Son casi las doce. No entiendo. --Dice que revisó tu caso, y no puede ser tu juez.-- Me quedé muda. Nada tenía sentido. Me levanté de la silla, y tomé el papel que me estaba ofreciendo el guardia. --Que fué abogado de tu esposo cuando antes que fuera juez. Que tiene un conflicto de interés o algo así. No supe qué pasó entonces. Me sacaron del cuarto número cinco. Seguí escuchando la voz del guardia tratando de explicarme, pero sus palabras solo eran ruido para mi. Pensaba en mi esposo, el Padre de mis dos hijos, y la vez que lo metieron a la carcel porque me golpeó y me dejó tirada en el suelo de la cocina. Estaba borracho. Cuando lo arrestaron un día después que me pegó, ni se acordaba. Su Familia contrató a un abogado que decían era muy bueno, y por teléfono me había convencido que era mejor que no testificara contra mi esposo, pues ¿que íbamos a hacer sin él mi niña y yo? (entonces, todavía no nacía mi niño). Así que, rehusé testificar. Salió libre mi esposo, y aunque lo sacó la migra, cuando regresó no dejaba de decirme lo mismo. --Que bueno que contraté a ese abogado. Vale la pena pagar, cuando es un buen abogado. Antes que me llevaran a mi celda, le pedí al guardia buena onda que me dijera que decía el papel que me había dado (pues estaba en inglés y yo no le entendía bien). --Es tu cita con otro juez, mañana, pero a las ocho y media de la mañana. Te tocó con el Juez Trujilo. Sonreí. El Juez Trujillo! Todo mundo hablaba del Juez Trujillo. A todos los que llegaban a Eloy les decían los otros detenidos lo mismo: que le pidiéramos a Dios que nos tocara el Juez Trujillo, pues era bien bueno. Si te tocaba, y veía que había alguna manera de quedarte, te ayudaba. Era bien paciente, y te explicaba con calma lo que tenía que hacer. Y si no se podía hacer nada, te lo decía también, pero en buena manera. Llegando a mi celda, me acosté, y todavía sonriendo, le dí gracias a Dios porque me iba a tocar un buen juez. Le dije que pasara lo que pasara, pues que fuera su voluntad, pero que por favor no me separara por mucho tiempo de mis niños. Entonces, en un momento, sin darme cuenta, me quedé dormida profundamente. FIN Por Josué Alfonso
En el Día de San Valentín Una sonrisa y un suspiro se dieron un beso (tempranito) en el día de San Valentín. Una lágrima y un abrazo bailaron entonces y --para no quedarse atrás-- se besaron también. Y yo --tan lejos de tí-- te mando una sonrisa un abrazo una lágrima un suspiro y el más dulce de los besos para que me recuerdes hoy en el día de San Valentín. Sonrisas y palabras Una sonrisa tras otra después un momento y muchas sonrisas más. Una palabra tras otra y después de un instante silencio y una mirada. Instante tras instante momento tras momento sonrisas y palabras y después un recuerdo al no vernos más. El Colibrí chismoso Caminando por el parque en la mañana un colibrí colorado --y con el pecho amarillo-- me dio varias vueltas volando para acercarse así a mi oído y contarme un chisme de ti: Me contó --cantándome al oido-- que en las mañanas recuerdas mi sonrisa que en las tardes escuchas mi voz y que en las noches sueñas con mi mirada. Escuchando al colibrí aquel --con el pecho amarillo y colorado-- solté la carcajada para luego decirle: "Mentiroso... al que le pasa todo eso ¡es a mí! Josué Alfonso (ole) Por Josué Alfonso
La muerte retumba la vida y sin darnos cuenta la engrandece: Sentimos la muerte cual tremor físico que revuelve las entrañas y transforma así el sentir de la vida misma. La muerte toma forma plasmada en la piel de la vida y en poética danza nos enseña a vivir. Vibrante --con sazón que enchila-- la muerte se hace fiel acompañante a la vida después de la muerte. Pues así como nada escapa la muerte nada escapa aquello que surge del néctar de la vida que fue y la vida que sigue. Josué Alfonso (Dedicado a mi amado Hermano, David…) Rosas Blancas
Pensé mandarte rosas rojas pero por más que busqué no había no las encontraban o no me las quisieron vender (tengo mala fama en mi pueblo). Entonces me acordé de aquella ancianita que vive por la cascada camino rumbo a la ciudad. Recordé que un día pasando por ahí de carrera me fijé que en su casa tenía un jardín de rosas. Acudí a buscarla y la encontré. Su jardín lucía con rosas de todos colores: rojas, rosas, blancas, amarillas y de muchos colores más que ya no me acuerdo. Mas antes de pedirle por tus rosas rojas viéndome ella en los ojos con voz que resonaba a viento y tiempo me preguntó: "y tú muchacho ¿la amas?" No sé qué pasó entonces. Se me vino a la mente tu rostro y tu sonrisa. Sentí en el pecho tu ausencia. Me quedé estupefacto. Frente a la mirada de la anciana no pude decir nada ni sonreír tan siquiera. Solo mis ojos hablaban brillantes con las tres o cuatro lágrimas que de mi pecho brotaban. Aquella viejecita linda sonriente —como toda una mujer-- con un fuerte y tierno abrazo al instante me dijo al oído: "Lleva entonces estas rosas blancas pero al entregárselas solo mírala no digas nada. Y ahora vete que estoy ocupada". No sé cuánto tiempo he caminado Pero ahora estoy frente a la puerta de tu casa hablando solo (contigo) esperando que abras la puerta para entregarte las rosas blancas del jardín de aquella anciana quien me dijo que al ofrecértelas no te dijera que te amo... © Josué Alfonso. Encanto
Encanto de ensueño: Una gota de rocío y muchas más Un pétalo de flor y muchos más Un pájaro que vuela y muchos mas Una niña que corre y muchas mas. Encanto que encanta: La travesura de una mirada La sorpresa de una sonrisa La ilusión de un suspiro La alegría de un encuentro. Estoy encantado: Las flores del campo y la mañana Las nubes del cielo y el medio día Los niños que juegan y la tarde Las estrellas que brillan y la noche. Encanto Encantado Me encantas Encanto. © Josué Alfonso (ole) En el Día de San Valentín
Una sonrisa y un suspiro se dieron un beso (tempranito) en el día de San Valentín. Una lágrima y un abrazo bailaron entonces y —para no quedarse atrás-- se besaron también. Y yo —tan lejos de ti-- te mando una sonrisa un abrazo una lágrima un suspiro y el más dulce de los besos para que me recuerdes hoy en el día de San Valentín. © Josué Alfonso. TUS BESOS Y TU ALEGRÍA
Me gustan tus besos y el sabor de tu alegría: El suspiro de nuestros pechos juntos La cascada de nuestras carcajadas El aroma de los silencios nuestros El calor de la unión de nuestras manos. Tus besos me encantan y tu alegría me sabe a comida en casa: nuestra casa nuestro hogar nuestras vidas juntos. © Josué Alfonso Dos besos
Un beso tuyo me contó el chisme que desde que nos vimos de nuevo te diste cuenta que una vez me amaste. Un beso mío —para no quedarse atrás-- te dijo muy en secreto —chismeándote-- que ahora que nos volvimos a ver de nuevo me di cuenta que te amo. © Josué Alfonso (ole) Working Out
By Josué Alfonso Joseph had stopped working out. He didn’t exactly remember when or where or how. He didn’t remember either the last time he had gone to the gym. For many years he had achieved the discipline of exercising regularly and consistently. Each week, he accommodated his busy schedule as a real estate agent, so that he could go to the gym at least five times a week. On the times he couldn’t do it—like when he traveled or had unusual schedules—he would find a way to go running, or go hiking, or at least work out at home with one of the Nintendo Wii exercise games he had purchased for himself and for his children. Friends and relatives, acquaintances —all—looked up to him, (for this and many other reasons) for he was truly an exemplar of success. He had an established and growing business selling houses and real estate in San Diego, California. He had graduated with top honors from San Diego State University, getting then a Master’s Degree in Business Administration, before passing his real estate license exam without much of an effort. He had a beautiful wife, who was also smart. She was dedicated fully to the upbringing of their two children, Paola and Junior. He always took care of his Parents until they passed away; and after that, he looked out for his two brothers and sister, who were younger than him. He had everything going for him. But somehow, he had stopped working out. “When was the last time I went to the gym?”, he would tell himself many times. “Why can’t I remember?” He could clearly picture himself at the gym. He had gone so many times throughout the years, that he knew the gym itself like ‘the palm of his hand,’ the entrance, the locker room, the machines and their purpose and location; he knew the schedules of group classes, the names of the workers, the trainers, the managers that had come and gone. But he had stopped… He was driving to work, thinking about this, and wondering how it had happened. His clothes had slowly begun to fit tighter and tighter until he was forced to move to bigger clothes sizes in both pants and shirts. He even had to 'upgrade' the size of his underwear; something that upset him very much. From wearing sexy bikini briefs, he had started wearing boxer shorts. His children, now teenagers, used to play with him at home with the 'Just Dance' game on the Nintendo Wii when it had come out a few years back. They would literally spend hours dancing, laughing, and yes, working out but having lots of fun together. He used to search with Paola, his oldest, over the internet, looking for any news of the next available version of the game. As soon as they had word of the next version, he would order it in advance, so that they could be playing it the very day it came out. But now, he too couldn’t remember the last time he had played with them, much less what version of the game they had played that last time. “Was it ‘Just Dance 4’ or ‘Just Dance 2014?’” He couldn’t remember. Sometimes when he got home early, or on Saturday mornings, the children would be playing and dancing with the Wii. But he didn’t even bother to ask them anymore about the version of the game they were playing, nor would they ask him to join them. It had been a long time since he had danced with them in front of the television. At first, they pleaded with him to play with them as before, but he just wouldn’t do it anymore. It got to the point where his wife, Kathleen, had to intervene to get them to stop asking him, mentioning something about him being tired from work, or having to get up early the next day for an important meeting. But he knew that wasn’t it: he just didn’t care anymore. But, why? Before, even if he had gone to the gym in the morning, he would also do sets of well executed, all the way to the floor pushups at the office. He would close the door, and calmly do 35 pushups. He would then open the door of his office, and continue working; he would place a call, review a file, or check his schedule, to then do another 35 pushups; and so on, throughout the rest of the day. For a time, he could even do one handed pushups; only 5 or 6 at the most, true, but they were one handed pushups nevertheless. He used to recall the comedian, Billy Crystal, who had done one handed pushups at an Oscars ceremony many years back. Ever since then, he had told himself that he would one day also do one handed pushups; and he had accomplished it. But now, he was afraid of even trying. He hadn’t gained a lot of weight, yet. Yeah, he was two or maybe three sizes bigger than in his best days when he was working out, but for a man his age (he had just turned 44), he was ‘OK’. But, as he was driving to work and thinking about all this, what bothered him most was not the weight he had gained, or that he no longer wore bikini briefs and instead wore boxer shorts; or that he no longer spends time dancing with his children; what upset him the most was that he didn’t know why he had stopped working out. He had everything most men could ever hope for: a great job, a hot looking wife, a house with a pool, a sports car for himself, a SUV for his wife, even his Daughter Paola had a car; he had a dog and a cat, lots of friends, the respect of his peers, the love of his brothers and sister. Sure, he wasn’t perfect, but for the most part, he got along with most people and he was loved and respected. But, he had stopped working out. Why? After arriving at the office, one of his newer business partners (Larry) told him he wanted to talk with him. Thinking Larry wanted to discuss some of the deals that they were working on, he told him to come into his office. To his surprise, he told Joseph that he wanted to start going to the gym, and that he wanted to see if he would go with him. There was a brand new gym not more than a mile from the office, and he thought it would be great to have a partner to go to the gym and work out with. Too, he had heard from others in the office that Joseph used to go to the gym and exercise all the time. Joseph looked at Larry, and with a deep sigh and a shallow grin told him that he would love to go, but that it wasn’t possible. Without looking him in the eye, he turned his chair to face his office window, seeing an old woman who happened to be walking in the sidewalk by the office building, and noticing her gait, he told Larry that he just had too much work. “You know how good business has been this last couple of months,” he continued, looking at the way the old lady struggled to walk, using a wooden cane, “and after how the economy went sour for a while there, I don’t want to miss this opportunity to make up for lost ground. It would be nice to work out with you, but not now”, he added. “Sorry, Larry. I just don’t have time.” “C’mon, Joe! Don’t exaggerate!”, protested Larry. “We can always go during our lunch hour. We go, work out for 40 minutes, take a quick shower, and be back in time for our one o’clock appointments; just like that: piece of cake.” “No,” responded Joseph sharply, after looking at Larry’s pleading face with a sense of despair. “Why don’t you ask some of the other people in the office? You guys can get together a team so that you always have someone to go to the gym with.” Larry looked at him, and realizing Joseph was getting unnerved about his proposal, apologized for bothering him. “Sorry,” said Larry, looking at his senior partner with puzzlement. “I really thought you would like the idea. Don’t mean to bother you. Everybody said you used to be the guru of health and fitness; that you knew all the in-and-outs of working out and nutrition. I thought I could learn from you.” Larry seemed distracted and distant. “But, if you change your mind, you are always welcomed to work out. I will talk to some of the others to see if they want to join me. I’ll let you know. I want to start this Monday.” “Yeah…it’ll be good for you”, said Joseph, but not looking at him, already having returned to his desk and work. “Please close the door after you leave.” After Larry left the office, Joseph stood up, and looked out the window. The old lady was no longer in sight. Cars were driving back and forth. It was still early in the morning, not more than nine thirty. He searched the sidewalk and the street outside, and wondered where the old lady had gone. Turning around, he glanced at the walls of his office: his university diplomas, his real estate license, the many awards he had received throughout the years for his work, framed photos of himself with famous people, politicians, celebrities and his Family, framed newspaper articles about him, about his business and his volunteer work in the community, and his desk, full of work. “Why did I stop going to the gym?” © Josué Alfonso |