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Si me ahogo en tus julios

Entre recuerdo y olvido. Cementerios que mueren

10/27/2020

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Texto y fotos de María Dolores Bolívar


En París , en el cementerio de Montparnasse están enterrados Carlos Fuentes, Julio Ruelas y Porfirio Díaz. Durante años creí erróneamente que Díaz se encontraba en Père Lachaise. En cambio, caí en la cuenta de que visité, en este último cementerio, la tumba de Balzac. De cualquier modo, en los panteones de París las tumbas célebres son, a menudo, de poetas y escritores. Feliz aquel que no muere entre héroes y salvas de cañón y, en cambio, se echa a dormir la muerte eterna entre las flores y los versos y los murmullos de la literatura. También las novelas acogen a unos panteones como sus favoritos. Le Père Goriot de Honorato de Balzac y Jean Valjean de Victor Hugo fueron enterrados en Père Lachaise, mismo que sirvió de encuadre descriptivo al texto de La educación sentimental de Gustave Flaubert. Y afortunados aquellos cuyas tumbas pasan la prueba del tiempo. Otros, con menos suerte, desaparecieron en fosas comunes, ya sea por falta de dinero o de familiares que mantuviesen un lazo en vida y el cuidado del sitio de reposo de su finado.

Los panteones y las memorias que nos proporcionan es el tema de este escrito, reformulado a partir de otro que publiqué en el pasado.  Desde que escribí este texto he visitado muchos panteones, el último que fotografié con tiempo y detalle, se encontraba a la vera de la carretera que me condujo hasta Tubac, cerca de la frontera entre las vecinas Nogales, de Sonora y Arizona, siguiendo el cauce seco del río Santa Cruz. Pero las fotos que acompañan este escrito son apenas una muestra de los contrastes que dan cuenta de la memoria de quienes nos han antecedido. Las tumbas representadas en estas fotos denotan anonimato, pese al cuidado de la cruz y la pintura. Son evidencia, asimismo, de sociedades estratificadas donde morir no eximía a las personas de seguir sufriendo de inequidad y marginalidad, incluso en el nombre. Un día, todo termina en una tumba o en las ambiciones de un urbanizador. Te invito a través de esta reflexión, a que rindas homenaje a la muerte, que este año parece no admitir humor, ni colorido, ni flores, ni llantos, pues los panteones están cerrados, como tantos otros recintos públicos, por motivo de la pandemia mundial generada por la COVID 19. 

I Los cementerios y yo

Transitaba de la niñez a la adolescencia cuando fui a vivir al sur de la ciudad de México, San Angel Inn, en una casa que por la parte trasera gozaba de una gran vista, hoy sabemos que efímera, hacia El panteón jardín. “Un pulmón”, le llamaba mi padre, que de otro modo no permitía que diese nadie rienda suelta al temor de que la vista estuviese asociada a un cementerio. Años después, trabajé en un edificio cuyo frente daba, por un extremo, al panteón civil de Dolores, sobre la avenida Constituyentes. Y ya, por último, como para conjeturar cierta disposición histórico-geográfica a verme en la proximidad de los panteones, el tercer panteón que me brindó su cercanía fue el de San José, adjunto a la mole que compartía uno de sus muros con la oficina que ocupé en la delegación de la villa de Milpa Alta. ¡Uyyyy! El olor a humedad y los cuentos lúgubres de apariciones, ruidos y otras anécdotas inspiradas por la cháchara de las oficinas, no me llevaron, lo lamento muchísimo, a indagar acerca de quienes descansaban en aquel sitio, tan antiguo. No obstante, guardo memoria del aire calmo, los árboles y las flores de los que disfruté, sobre todo de día, los años en que trabajé en esa zona semi-rural de la ciudad de México. 

Hoy, mi interés por los panteones se ha vuelto más político e histórico que espiritual. Los muertos son nuestro vínculo con el pasado. Ya sea que los miremos a través de lazos familiares o comunitarios, quienes yacen en esas tumbas frías, de adobe o de cemento, simbolizan la continuidad de nuestra cultura y de nuestra sed de identidad. Sin ellos dejamos de ser. 

En su mestizaje cultural México ha mantenido, además de las prácticas espirituales del occidente católico con respecto al reposo eterno, la conciencia enraizada en las culturas antiguas, las que me tocan, son las que se desarrollaron en el altiplano central que conforma el mundo mexica. Me gusta la visión renovadora que de la muerte mantuvieron los aztecas. En los panteones de hoy se renueva esa fusión que pone en un mismo plano la dualidad de la vida y la muerte casi como un diálogo que dura y se verifica en el encuentro cíclico con nuestros seres queridos. Fue, también, en los campos que bordeaban mi trayecto hacia Milpa Alta que comprendí el valor del cempasúchil, que viste de amarillo los campos en otoño. Y, muchas veces, aunque no hubiese tumbas qué visitar, me detenía en el mercado de Xochimilco a comprar flores, nube, crisantemos, gladiolas. Las flores en un jarrón son para mí un espectáculo efímero que me dispenso cuando estoy triste o que me siento sola. Seguramente debo a esas compras previas al día de muerto mi gusto por los jarrones combinados con ocre, amarillo, naranja, morado y blanco, con que hoy mi hija adorna nuestras mesas, un par de veces por mes.

Seth Mallios y David M. Catarino, en su lectura antropológica de los cementerios de San Diego, Cemeteries of San Diego, citan al primer ministro inglés, el liberal William Ewart Gladstone (1808-1898) en una oración reveladora:

“Show me the manner in which a nation or community cares for its dead, and I will measure with mathematical exactness the tender sympathies of its people, their respect for the laws of the land and their loyalty to high ideals.”

[Muéstrenme la manera en que una nación o comunidad cuida de sus muertos, y me darán la medida, a exactitud matemática, de la tierna compasión de su gente, de su respeto por las leyes de la tierra y de la lealtad que guarda para con sus más caros ideales.]

Y cabe recordar que la palabra cementerio proviene del griego koimetérion que significa dormitorio o sitio para dormir y que morir, es dormir, eternamente.

II Monumentos y nombres que cambian a capricho

En 2003, inicié una investigación que todavía dura acerca de los orígenes de San Diego. La ausencia de documentos y monumentos me sorprendió, desde el principio. En cada uno de los parajes, ya sea impresos o reales, encontré vaguedad, errores, contradicciones, inconsistencias que saltan a la vista. A las migraciones y desplazamientos forzados, ocurridos durante siglos, se agrega una cultura móvil que se transportó, primero en los barcos, luego en el ferrocarril. Casas, monumentos, menajes eran llevados de un lado a otro, sin más. A eso se agrega el traslado de las casas, de una calle a otra o hasta de un barrio a otro; un monumento refundado al buen juicio del encargado del proyecto. Todo esto ocurría, no sólo en lo que respecta a datos o edificios menores, sino a temas premisa o momentos clave. La ciudad que es hoy San Diego fue refundada San Miguel el 28 de septiembre de 1542 en tierra Kumeyaay.  El buque capitaneado por Juan Rodríguez Cabrillo, El Salvador, ancló en hoy Punta Ballast, que no fuera rebautizado puerto San Diego sino a la llegada de Sebastián de Vizcaíno -en honor a ese santo en su día, noviembre 10 de 1602-. Así, mediante decisiones que van de lo personal a lo colectivo, de lo arbitrario a lo marcado por la fatalidad, se teje todo un entuerto de memorias y nombres que mudan o desaparecen. 

El punto de llegada de Rodríguez Cabrillo y De Vizcaíno no fue el que hoy acoge al Monumento a Cabrillo (Ca-bri-lo). En el lugar original se construyó el fuerte de Ballast en 1890. Con los años, el faro de Ballast, que había envejecido, fue arrumbado en el museo Cabrillo, haciendo creer a muchos visitantes que ese es el sitio en donde nació el antiguo San Diego. Cabrillo murió el 3 de enero de 1543 en la isla San Miguel, del archipiélago del Norte o Islas del Canal. Con él se esfumó el nombre original. De Vizcaíno falleció, lejos también, en la ciudad de México. De la rama de los exploradores no hay sitios que venerar, salvo ese punto movedizo de Ballast o cabo de San Miguel.

III Los vivos

Hacia finales del siglo dieciocho pisaría suelo diegueño un criollo de Sonora. Juan Bautista de Anza, original de Fronteras. De Anza, guiado por Sebastián Tarabal -oriundo de la región aledaña a la misión de San Gabriel en el sureste californio- llegó por tierra hasta la Alta California.  El 8 de enero de 1774 se puso en marcha la dicha expedición, ribereando por Altar, Colorado y Gila hasta San Diego y de ahí a Monte[r]rey. Los registros, que no dan cuenta de las mujeres que viajaban en la expedición, nombran a 3 sacerdotes, 20 soldados, 11 sirvientes, 35 mulas, 65 cabezas de ganado y 140 caballos. Desde San Ignacio de Tubac, paraje en el que se detuvieron a finales de mayo de 1774, los expedicionarios de De Anza hicieron caminito hasta afincarse en la zona fortificada del Presidio San Diego, de cara a la bahía donde Rodríguez de Cabrillo colocara la bandera española. Pero no sería sino hasta los años veinte del siglo diecinueve que vería sus primeras piedras pueblo San Diego, al oeste de la primera misión california, fundada por Junípero Serra (1769), y al sur de su, ya para entonces, extinto fuerte militar, en tierra plana.

Los trazos de la ciudad son dignos de novela. Se fijó en lotes la designación de cada una de las familias principales y se determinó cuál sería el sitio de una pequeña plaza. Las primeras familias terminaron sus construcciones de adobe hacia los años treinta y solo una generación gozó de los honores y privilegios de la fundación. Para el año 1846 se levantó la primera bandera estadounidense en la plaza, confeccionada con girones de los vestidos de las señoritas Bandini, hijas de uno de sus fundadores, Juan Bandini, un criollo de origen italiano, nacido en Perú. Hasta entonces los muertos expedicionarios habían sido enterrados en la misión o en el fuerte. También los registros apuntan hacia una zona de playa donde yacen cadáveres de marinos. Y muchos, de entre la alcurnia desaparecida de los rancheros californios, dictaron que su eterno reposo se diese en sus haciendas. La historia de este grupo diverso conformado de criollos, mestizos, indios, negros, mulas, caballos y uno que otro español, en la mayoría de los casos, se hace polvo entre las elusivas y perdidizas copias manuscritas de los libros de nacimientos, matrimonios y muertes, de antes del México independiente. 

IV Error y memoria

La fugaz existencia mexicana de California, que permitió en 1820 la fundación de Pueblo San Diego y el abandono del Fuerte capitaneado por los ejércitos reales de su majestad el rey de España, se diluye por esas transformaciones que la relegan bien al subsuelo, bien a las inexactitudes o al olvido. El anonimato de muchísima gente se debía a que no eran gente de dinero o pertenecientes a la clase militar o civil asociada con el virreinato. Los indígenas y los mestizos, cuando no conseguían un nombre “digno”, recibían algún apelativo colectivo, cuando no expósito o algún nombre religioso… María de Santa Teresa o Juan de Dios. Suerte parecida corrían los hijos que nacían fuera del matrimonio o que eran huérfanos, quedando bajo la tutela de autoridades eclesiásticas. Y es de subrayar, también, la falta de precisión de los libros de registro que llevaban las misiones, sometidos éstos a poco escrutinio y celo cuando los interesados eran mestizos o castas –la mayoría- (así se refería a los miembros de distintas razas que conformaban las poblaciones “no criollas o peninsulares” de México), o cuando la falta de espacio dictaba el uso de abreviaturas e iniciales que luego sustituían el nombre de mujeres y niñas con la relación del padre o el esposo. Es el caso de Feliciana Arvallo que se unió a la expedición de De Anza siendo viuda, dejando por tanto de ser nombrada salvo a manera de apéndice en una lista en la que figuraba entre poquísimos adultos, solteros. Ya en Tubac, doña Feliciana se volvió a casar con Francisco López, lo que extrañamente la llevó a aparecer como Feliciano Arvallo en la entrada 1318 del libro de los fallecimientos –a razón de que López murió el 6 de enero de 1800 y fue enterrado en el presidio- en el espacio destinado a los deudos. Aquel gazapo dio al traste con tan contundente dato histórico. La señora Arvallo, oriunda de Sinaloa, se distinguiría mayormente por sus hijas, Eustaquia Gutiérrez, madre del gobernador Pío Pico y María Ygnacia López, madre de Benicia Carrillo, esposa del gobernador Mariano Vallejo. Paradójicamente, tan famosa descendencia convirtió a Feliciana en tan solo “abuela” de Pío Pico.  Y Mariano Vallejo la nombraba asimismo “la abuela” de su mujer. 

V Y los panteones mueren

Un poco más de cuatro centenas de difuntos yacían en Calvary Cemetery, el primer cementerio moderno de San Diego que comenzó a operar en 1875, también nombrado Mission Hills, ya durante el nuevo estatuto de California, bajo régimen estadounidense. Para el año de 1968, en que se declaró “abandonado” se contaba con un vago registro de casi cinco mil tumbas, muchas de ellas sin lápida. Sobre su superficie se construyó un parque, dejando en el subsuelo, sin marca alguna, los restos de sus moradores. Las lápidas todavía en pie fueron retiradas y enterradas en una gran fosa del todavía activo cementerio de Mount Hope, ubicado en el número 3751, de la calle Market. A manera de homenaje póstumo colectivo, fueron seleccionadas algunas lozas, de entre las menos dañadas, mismas que se colocaron en grupo, en una línea evocativa de lo que fuera el cementerio original. Las lápidas, removidas para ser enterradas, fueron fotografiadas, individualmente, quedando así constancia de ellas en los archivos de la sociedad histórica. Por lo menos 1500 tumbas se perdieron sin huella. En el sitio donde se ordenó la construcción de un parque se estableció un mínimo homenaje a los moradores de ese cementerio en placas donde aparecen los nombres con los que se contaba, por orden alfabético. Sin embargo, muchos nombres hispanos fueron cambiados en la transcripción. Algunas personas fallecidas perdieron sus apellidos o nombres dobles. Es el caso de Rosario E. de Ferrer, fallecida siendo la esposa del Coronel Manuel Ferrer. Doña Rosario fue enterrada, según consigna el San Diego Union, en el lote 28 B de la segunda sección. Para cuando murió, la señora Ferrer abreviaba su apellido paterno, Estudillo y, al parecer, lo perdió, quedando en la lista de nombres de las tumbas enterradas, como Rosario Ferrer, simplemente. Ello no sería importante si doña Rosario no hubiese tenido una hija de nombre Rosario Ferrer, lo que acabó por oscurecer para siempre si una o las dos se hallaban reposando en ese sitio. De igual manera, Don Manuel Ferrer, que en vida ostentó el título de Coronel, de finado aparece como Manuel Coronel Ferrer y no como Manuel A. Y. Ferrer.

Pueblo San Diego tuvo un primer camposanto, proporcional a sus primeras dimensiones demográficas. El cementerio de Pueblo San Diego (hoy Old Town) también sufrió cambios. El terreno original designado en 1849, para el entierro de John Adams, se encogió de manera visible, según las fotografías de época. Muchos de sus sepulcros perdieron sus marcas. La sociedad histórica de San Diego reconstruyó en 1933 el lugar, en base testimonios orales y fotográficos, en el mismo punto donde operó el Camposanto, hasta 1880. De las tumbas marcadas destaca la de José Antonio Estudillo, uno de los patriarcas de la California, probablemente acompañado por su esposa Victoria Domínguez, pese a que no lo consigna la lápida existente. El cementerio original, como tal, decayó en el olvido. Las tumbas desaparecieron bajo el suelo sobre el que se tendió el asfalto y el trazo de las calles. Los descendientes protestaron, en su momento, la rezonificación que propició el desdibujamiento de los terrenos del camposanto. En el subsuelo quedaron, ocultos de las nuevas generaciones, las marcas de esa sociedad diversa, llegada con De Anza.


VI Echar tierra

¿Por qué desaparecieron los cementerios? La ciudad los condenó. Muchas fueron las excusas. En el caso de Pueblo San Diego, se argumentó que el abandono de la ciudad y las cambiantes líneas divisorias, de propiedad a propiedad, habían sido la causa de la reducción y el deterioro de sus espacios. En el de Calvary, el cementerio se convirtió en un sitio oscuro, sin atención, en gran parte saqueado y vejado sin que la ciudad pudiese impedirlo. Al momento de ser condenado, su superficie lucía desfigurada, con pocos nichos exteriores y muchas lápidas movidas de lugar o simplemente destruidas por la hierba y la falta de mantenimiento. Al desaparecer o cambiar de libros los registros, los datos más vulnerables fueron los de hispanos, sobre todo de aquellos que constaban en los registros de antes de la anexión de California o, en su defecto, que no aparecían en ningún libro. Finalmente, qué mejor manera que tornar borroso el pasado mexicano de California, que eliminando la evidencia de sus muertos y de sus cementerios, predominantemente católicos.

Dicen que no hay lugar más democrático que un camposanto, afirmación que resulta por demás cuestionable a la vista de las majestuosas criptas y monumentos, que se levantan entre un montón de lápidas más bien modestas en casi todos los panteones del mundo. La narrativa de los panteones muestra el orden jerárquico de las clases. De hecho en el mundo novohispano los panteones reflejaban como ninguna otra institución político-religiosa las políticas raciales. Cerca del templo yacían los restos de los españoles peninsulares y de ahí, en círculos inexplicables de poder y opresión los criollos, los mestizos y las castas –cada casta más lejos del cielo según se alejase de la etérea noción de la pureza de la sangre-. En base a esta creencia, en misiones y asentamientos civiles los indígenas carecían de apellido y por tanto de identificación personal, salvo que hubieran obtenido la distinción por honor o servicio a un colonizador de sangre pura. A las mujeres, las favorecía asumir el apellido del esposo cuando estas procedían de una casta y que ellos se contasen entre españoles o criollos. En San Diego, ese orden se rompió al tiempo en que fueron privados de su marca de reconocimiento y homenaje los muertos de los extintos campos santos, de todas las clases por igual.  No sé de otro sitio en donde haya ocurrido este desplazamiento de lápidas y de historias. Como tampoco he leído, ni en los periódicos, ni en la literatura el caso de una fosa común para todo un panteón, para toda una época, tal y como ocurrió en el cementerio Calvary de San Diego/San Miguel/Kosa’aay (Cosoy)… California.

¿Verdad que nos deja con más preguntas que respuestas un texto como este, plagado de detalles imprecisos e informaciones que resultan difíciles de creer? La próxima vez que vayas a un panteón lee las fechas de las tumbas. Algunas, dan fe de aquellos tiempos olvidados. Pero cada vez más pocas evocan esos tiempos. Toma fotografías, no dejes que se nos escape esa existencia efímera de los panteones que tienden a desaparecen. Si puedes, sigue la pista de esos brevísimos epitafios que apenas si revelan algo de esas ánimas en reposo… Una fecha, un nombre, a veces el lugar de donde vinieron o las personas que lloraron su partida. Eso es lo que queda de uno sobre la tierra… a veces, por unos cuantos años.

[Este escrito se documentó en datos de primera mano, obtenidos en los cementerios de Calvary y Old Town y en la hemeroteca digital Newspapers.com mediante la cual se tuvo acceso a corroborar datos de tumbas, e informaciones referentes a las personas y los hechos que aquí se narran. Se tuvo acceso, también, al libro de los nacimientos y de las defunciones de la Misión de San Diego de Alcalá. Esta crónica cumple el propósito de contar, utilizando el método del ensayo de no ficción, pero con miras a inspirarte una investigación histórica más seria y profunda.]

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