Por Óscar Cordero
El ave que más atrae mi atención es el correcaminos. Desde que era niño se me quedó guardado en el rincón de los recuerdos la imagen de ese gran pájaro. Primero, lo descubrí en las historietas, después en la tele; más tarde en los viajes que hacía la familia a Carretas, a Gran Morelos y a San Borjas, en los días de campo de Semana Santa y de Cuaresma. En esos caminos, seguido se atravesaban al cruzar el camino a los vehículos que por ahí viajaban. Apenas los veía yo,y abría los ojos para captar, en toda su magnitud a ese coludo y escurridizo pájaro, y, en un segundo ya desaparecían al otro lado del camino. De vez en cuando, lo veíamos también mientras trabajábamos en las tierras de cultivo de la familia, y me imaginaba, invariablemente, a un coyote persiguiéndolo, situación que siempre tenía el mismo resultado: el pájaro escapaba y el depredador se quedaba con las ganas… y con hambre. Tengo algunos años viviendo en Phoenix, Az. Y uno de mis pasatiempos favoritos es ir al “South Mountain Park” a observar a los intrépidos voladores que se lanzan a surcar los aires en sus arriesgados “alas delta” y parapentes, que después de media hora de vuelo aterrizan al otro lado de las montañas, cerca de donde empiezan las primeras casas del barrio llamado “Ahwatukee” Bueno, pero siempre llevo la esperanza de que, en algún momento, se me aparezca un ocasional correcaminos, y siempre tengo la cámara conmigo; aunque, yo sé que, ver a uno, y poder tomarle la foto es, poquito menos que imposible, porque para cuando le apuntas con la cámara , este ya se encuentra en quién sabe dónde, y a lo más que puede uno aspirar, es a verlo alejándose a treinta o cincuenta pies de distancia, hasta perderse, entre la vegetación desértica. A menos que suceda lo que me aconteció hace días. Fui a buscar a mi amiga Mary; ella vive con su abuelita Doña Amelia, la cual, tiene la casa en la última calle de la población; justo cruzando el pavimento ya se encuentra uno donde empieza el Parque. Llegue a la casa y toque el timbre, no respondió nadie. Medio minuto después, apareció la vecina de la casa de al lado y me dijo que Mary no estaba en casa, pero que Doña Amelia había ido a darles agua a unos pájaros, nada más cruzando la calle. Me dirigí hacia allá y me interné entre los arbustos que estaban junto al arroyo; y ahí, detrás de un palo verde recién florecido, apareció la escena más hermosa que hubiera podido tener ante mis ojos: Dona Amelia, agachada, vaciando agua de su jarra a un plato de aluminio de donde bebían seis espectaculares correcaminos. Tenían que haber estado bastante acostumbrados a ella, pues se veía como si fueran pollitos siendo atendidos por su madre. Y ella debe haberlo entendido así, porque los había bautizado y los llamaba, a cada uno, por su nombre. Fue tanta la belleza de esa escena que mis ojos se me humedecieron. --No te arrimes, todavía, mijo, no me los vayas a espantar—me dijo--. Las aves bebieron y se retiraron. Yo me quedé quieto por un momento, deseando haber tenido una cámara conmigo. Doña Amelia me tomó del brazo y me sacó de mi embeleso. --Ven, mijo. Vamos a la casa. Mary fue a la tienda, pero ya no debe tardar.
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Oscar Cordero
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February 2023
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