LA GLORIA
Por Oscar Cordero Desperté angustiado; el reloj marcaba las 6:00 en punto. Era tardísimo; ese día teníamos reunión de seguridad en el trabajo y teníamos que estar ahí a las 6:30. No tuve tiempo de desayunar; me vestí y salí tan rápido como pude. El freeway estaba desahogado y pude levantar las 75 mph fácilmente. Recordaba la última vez que había llegado tarde. “La próxima vez que no estés aquí a tiempo—me había dicho el supervisor—te vas a buscar otro trabajo. Ya me tienes harto”. Ya estaba llegando a la salida de la autopista que yo debía tomar, cuando escuché el ruido de la explosión de la llanta delantera del auto, que iba a mi derecha; el vehículo se me echó encima y mi carro fue empujado hacia la izquierda, provocando que se estrellara contra la barrera de acero que divide los dos sentidos de la autopista, mientras el vehículo que me había chocado daba vueltas en el asfalto hasta que, finalmente, quedó llantas arriba en un área de césped verde a la orilla de la carretera. Momentos después, dos hombres sacaban a la ocupante del vehículo volcado; era una señora de mediana edad, robusta, que caminaba renqueando; lloraba asustada. —¡Llame al 911!—le grité a un tipo que estaba junto a mí. —No—me dijo, lacónicamente. —¿Cómo no? —lo increpé—¿no ve que necesitamos paramédicos? ¡La mujer está lastimada ...! —Ella está bien, solo un raspón—me dijo. —¡Yo necesito que me vea un médico! —grité. —Ya no—repuso, pasmosamente. —¿Quién eres—le pregunté. —Eso no importa—me contestó, mirando a la lejanía. Hasta entonces me fijé en el tipo: era un individuo de alrededor de cincuenta años de edad, pelo parcialmente cano, vestía pantalón de mezclilla azul de medio uso y suéter gris de cuello alto, de maneras ceremoniosas con una mirada apacible que sugería estar en su ambiente natural. Era extraño ver un sujeto así en la escena del accidente. Llegó, rauda, una ambulancia; se estacionó a un lado de mi carro, inmediatamente brincaron unos hombres y corrieron hacia mi vehículo; después de quebrar el vidrio de la puerta y de batallar con el cinturón de seguridad, lograron sacarme del armatoste humeante en que se había convertido mi Honda Civic. Entonces me golpeó la realidad: ¿Cómo era posible que yo estuviera observando el accidente, acompañado de un extraño, al que, aparentemente, todo le importaba un cacahuate? Allá iban unos bomberos llevando mi cuerpo chorreando sangre de la cabeza, mi pie izquierdo colgando fuera de la camilla sin el zapato; hacía solo unos instantes que yo iba a trabajar, como lo hacía a diario, como lo hacen millones de hombres a diario para proveer por sus familias; para empujar a esta sociedad hacia adelante con su trabajo productivo, aunque rara vez lleguemos a ver en nuestras manos el fruto de ese trabajo. Este aciago día, los demás volverían al final de la jornada a sus casas, con sus familias, mientras yo estaría enfriándome poco a poco en algún cuarto de hospital, en espera del destazador que me abriría en canal para determinar “la causa” de mi muerte. —¿Estoy muerto?—Le pregunte al desconocido. El, mirándome a los ojos, no dijo una palabra; solo movió la cabeza afirmativamente. —¡Qué a toda madre! ¿y todo lo que tenía que hacer? Los planes que tuve durante toda mi vida, ¿qué se vayan al cuerno...? Nomás esto me faltaba... muerto. Ahora sí que la chingamos. —De todos modos, las cosas no están tan mal—dijo el hombre. —¿Acaso pueden estar peor, petimetre?—lo encaré. —La vida es solo un instante—me contestó—pero el otro plano es eterno; aunque no lo creas, es el más importante; el más real. —Ya lo creo; estar muerto ha de ser una “grandiosidad”—repuse con un dejo de amargura. —La vida es mínima, en cambio, la muerte es monumental, es extensa—me dijo, como preparándose a darme cátedra acerca de los vericuetos y los misterios de la eternidad—, ahí no hay comienzos ni finales, ahí estamos todos, y los que no están, van a estar. Todos los que hicieron historia y los que harán, también aquí morarán; la muerte es grande, pues sin muerte no hay gloria. Para cuando el guapo terminaba de hablar yo ya estaba cayendo en un sopor dulzón que me envolvía en un abrazo grande y acogedor como una gran caricia materna. Todavía alcancé a escucharlo cuando me preguntó: —Cuando un ser humano se suicida ¿crees que piensa que en la muerte le va ir mejor, o peor? © Oscar L. Cordero Otoño 2017
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