Sábado por la noche
Un relato por Oscar Cordero El estacionamiento del Seven Eleven en la calle 16 y Thomas de Phoenix, Arizona está resbaloso de tanto aceite que los vehículos chorrean al estacionarse. Se forma una mancha apestosa y mugrienta como una vergüenza indeleble. Por más que el empleado cubano la talla y la raspa, lo único que logra es hacerla más brillosa y visible. Estaciono mi flamante Honda y me adentro en ese deslumbrante cosmos del convinience store, presencia inevitable en este país, meca del libre mercado, ejemplo de "civilizada convivencia”. Mis no muy “civilizadas” intenciones me conducen a través de estantes llenos de papas fritas y milagrosos refrescos low carb, hasta las populares bud light, donde me apodero de un atrayente six pack. Me dirijo a la registradora y pago. Antes de subirme al carro, me aborda un indígena cacarizo y, con aguardentosa y lastimera voz, me pide un quarter para el camino. «A duras penas acabalé para mis chelas…», le digo, pero prometo que para la próxima sí lo ayudo… ¡Cuán elásticas son las leyes que rigen el molde forjador del homo eroticus! Perdón…erectos. De un auto digno de una figura hollywoodense, se baja una monja. Antes de poner su delicado pie en el pavimento aún caliente, echa una mirada hacia el lado derecho, no vaya a ser que algún mirón, como yo, le llegue a ver un centímetro de piel. Pone el seguro, prueba la alarma y las luces del carro se encienden… me considera sospechoso. La monja compra lo que necesita y sale. Voltea a verme, adusta y grave para hacerme saber que, si le hubiera querido robar el carro, no habría sido una víctima fácil. Hace media hora que veo un afroamericano que me observa. De pronto se decide y camina hacia a mí. Me dice que conoce a una muchacha (no es prostituta) y que, si habla con ella, aceptará acostarse conmigo. Es sábado por la noche y el pegajoso calor de junio solo se soporta por el ligero viento empujado por la tormenta que baja del rumbo de Prescott y la lluvia que viene entrando en la cuidad. De vez en vez, un rayo ilumina el interior de los amenazantes nimbos y se me enchina el cuero de imaginar la pantagruélica cantidad de energía que es liberada en cada relámpago. Ahora se estaciona un Chevrolet último modelo en el espacio contiguo, y una muchacha de minifalda negra se baja, dejando ver un par de manoseables piernas. Supongo que es de Sonora o Chihuahua porque es alta. Tiene puesto una especie de pañuelo que a duras penas le cubre los pezones. Tiene un tatuaje que le baja hasta donde la espalda deja de llamarse espalda. Mientras se echa de reversa para salir, aparece, retador, su dedo cordial. Me lo pone enfrente, blandiéndolo agresivamente cual espada flamígera. Llevo ya tres cervezas y en el estéreo las canciones del Tri suenan pegajosas: Siempre he sido un perdedor. Siempre he tenido muy mala suerte… El mundo empieza a tomar mejor color. ¡La selección mexicana le gana a Brasil! ¡El futbol mexicano está mejorando! Entre más tomo, más seguro estoy de esto. Se acaba de estacionar una camioneta diésel con lodo en los guardafangos. Se nota que es de un ranchero. Se abre la puerta de la gigantesca troca y aparece John Wayne en todo su esplendor. Trae un sombrero que no sé cómo pudo caber en el interior. De su cinturón cuelga una pavorosa nueve milímetros que apenas se acomoda en la funda. Es todo un caballero. A punto de soltar la puerta tras de sí, se da cuenta de que una señora se aproxima. John Wayne se estira, en un desplante de galantería para detenerle la puerta mientras ella entra. Aquel encanto termina cuando John Wayne vuelve a su troca y enciende un generoso carrujo de mota y arranca hacia Gilbert o Laveen luego de darle dos espectaculares mamadas. El indígena cacarizo ahora importuna a una encopetada que se dispone a entrar. La señora abre el bolso para aliviar la cruda del descendiente de Gerónimo. El empleado cubano aparece y el indígena, al verlo, no espera la preciosa donación para poner pies en polvorosa. —¡La próxima vez que te vea por aquí te quito la borrachera a escobazos! Al estar volteando el casete, miro la silueta en el espejo lateral de una afroamericana en minifalda gris. —¿Quieres una cita conmigo? Te cobro sesenta dólares. —No. Esa noche solo planeaba escribir mis observaciones sobre la variada clientela de la tienda. El siguiente personaje baja de una Hummer verde olivo. Imagino que es un orgulloso soldier of fortune perdido en un suburbio del Bagdad poshusseiniano, pero el tipo viste como abogado de los de la avenida Central. Entra en la tienda y compra una botella de agua purificada, ¡en sábado por la noche! Se sube a su gran maquina guerrera y desaparece. El aguacero que amenazaba minutos antes llega al área. Algún relámpago esporádico aparece al oeste y sé que ese es el rumbo que toma la tormenta. En contraste, hacia el este, se puede ver la luna en cuarto menguante, apenas coronando las montañas Superstición con su halo prístino. La banda sinaloense me saca de mi lapsus poético. Ahora dos hombres bajan de una pick up. Visten ropa vaquera, huaraches y sombrero ladeado. Tienen la cabeza a rape. No tengo que cabilar mucho para darme cuenta de que son de Sinaloa. Un tercero se queda en la pick up y sube el volumen para que medio barrio escuche… Ya se fueron las nieves de enero… Es la voz ronca de Chalino Sánchez, obligada presencia musical del norteño paisaje mexicano. Entre mi Honda y la Chevrolet sinaloense se estaciona una Harley Davidson impactante. Lleva la imperial bandera americana grabada en el tanque de la gasolina y parte del chasis. Los manubrios se ajustan a unos cuernos que solo un hombre de seis pies y medio alcanza. La presencia del conductor, un espécimen de doscientas ochenta libras, forrado de brilloso cuero negro, es terrible. Su canosa y abultada trenza la cae sobre la imagen de dos tibias y un cráneo. Lleva guantes negros, botas de cuero con puntas de acero y cadenas plateadas colgando por doquier. Un impresionante casco nazi protege su cabeza hasta las gafas negras. Es el perfecto monumento a la enajenación comercial. «Si conduces una Harley Davidson, debes vestir con ropa Harley Davidson, guantes y lentes Harley Davidson y, por el mismo precio, te regalamos una mente Harley Davidson». Me fijo en el reloj y es hora de ir a descansar. Echo una última mirada a la puerta del Seven Eleven y me alejo del lugar, esperando no ser observado por algún agente de policía de los que a diario deambulan por esta popular y folclórica área donde vivo… © Oscar Cordero, del libro Gran Vitara, 2018.
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