Por Héctor Vargas
Escenario de múltiples epopeyas sin igual nuestra frontera del norte con mucho orgullo se extiende desde la Baja, donde las olas del Pacífico bañan con amor sus playas, mientras en sus fértiles valles el aire mece con rítmico vaivén rebosantes racimos de uvas en las florecientes vides que cubren el paisaje dándole al mundo el deleite de vinos generosos. Gente muy laboriosa que tiene que arrancarle los frutos a la tierra a base de arduo trabajo, en extensos valles convertidos en pródigos vergeles donde una variedad de hortalizas se sirve en mesas nacionales y extranjeras dando fama a la región. Sus mares ofrecen un sinnúmero de especies destacando la deliciosa langosta, el exquisito abulón, el apetitoso atún, el vivificante erizo y tantos y tantos más. Errando por esos lares, llegué hasta a Sonora, donde la pujanza de su pueblo ha convertido aquellos páramos en estos fecundos campos, donde el aire mece el oro de sus trigales al unísono de las olas bañando sus hermosas playas. Imponentes montañas delimitan extensos valles, donde tupidos pastizales alimentan generosamente numerosos hatos de varias clases de ganado El Mar de Cortés nos brinda hermosos puertos arrobando con paisajes de ensueño a propios y ajenos. En sus abruptas montañas aún retumba el estruendo del tropel de aquellos patriotas que buscando la forja de una Patria nueva, en la que muchos de ellos regaron su sangre en aras del ideal que nos legaron. Venero la tierra que piso al recordar la gloriosa gesta que hizo posible el Destino que ahora disfrutamos. Siguiendo el furtivo vuelo de aquel solitario gavilán llegué hasta Chihuahua, tierra bravía saturada de Historia por sus campos señorea una plétora de heroísmo mostrando al mundo la calidad de su gente con hechos gloriosos que marcaron un destino en el futuro promisorio de nuestra Patria. Ningún otro Estado ha visto igual desarrollo alcanzado por el patriotismo de sus hijos. Aquí la tierra no es fácil donadora, exige denodado esfuerzo para obtener su fruto, Cuando se da, se da a manos llenas, sabe premiar con creces los sudores de tu frente, llenando de orgullo a quienes con tesón lo logran, despertando un entrañable y profundo amor con eterna gratitud al terruño que disfrutan, alentados a seguir hacia un futuro promisorio. Ese cariño marca la verdadera nacionalidad. Si alguna vez, por azares de tu sino, llegases a alejarte de su suelo, el recuerdo de tu tierra te reclama y la nostalgia te pide volver a casa sintiendo que este entorno te pertenece como algo íntimamente tuyo. Y cuando regresas, aprecias más cada momento. Tu mirada tiene otra valoración para cada cosa. La gama de colores adquiere otra dimensión, El cielo es más azul, los árboles más verdes. La alegría con que te reciben es gratificante. Te hace pensar en lo acertado del retorno y no osas imaginar de nuevo en alejarte. De Chulas fronteras, 2019, “Apología norteña”
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Por Héctor Vargas
Al recordar que, según la creencia popular popular, hay quienes al gato le atribuyen entre siete o nueve vidas, hago un hito en el devenir de mi tiempo y con asombro constato que ya rebasé dicha marca, puesto que en diferentes etapas y lugares de mi vida, he logrado salvarme de inminentes peligros que me hubiesen enviado a rendirle cuentas a San Pedro o a la mejor al Diablo. Por haber logrado sobrevivir a tales riesgos, considero el haberme convertido en ilusorio aspirante a inmortal. Han ocurrido otros hechos de accidentes o enfermedades, cuya seriedad, aunque de tomarse en cuenta, no logran compararse con los que mi vida estuvo en un tris de acabarse y que a continuación relato: He aquí el primero: Mi padre, un “Mil usos”, en su vasto y variado peregrinar desempeñaba el puesto de Jefe de Estación, en un lugar llamado Topila, en el corazón de la huasteca veracruzana, cuya población, en aquel entonces, alcanzaba apena unos cuantos cientos de habitantes diseminados en llanos, esteros y un alto cerro, rodeados de una selva tropical pródiga en animales de toda clase. Contaba yo con cinco años de edad, padre y madre, un hermano de tres y una hermana recién nacida. Viviamos en una casa adjunta a las oficinas y bodega de un auto-vía que hacía el servicio diario entre el pueblo de Pánuco y Estación Humo, a las orillas del río Pánuco, frente al puerto de Tampico en el estado de Tamaulipas. Topila queda a medio camino al lado del mismo río. Nuestra casa estaba situada como a unos dos kilometros de la más próxima al pueblo, solo teníamos de vecinos cercanos al ayudante en la bodega y a un pelotón de soldados que resguardaban la bodega y el servicio del auto-vía. Ni las instalaciones o la casa contaban con luz eléctrica. Al frente y en la parte posterior de la casa, había dos esteros, donde aprendí a nadar, primero, amarrado a un árbol con una reata a la espalda, luego, abrazado a un tronco de árbol de plátano y por último, ya libre como un pez. Como la escuela del pueblo quedaba bastante retirada, mi madre, en casa, me daba clases de escritura y aritmética. El resto del día lo pasaba nadando hasta en la tarde, a la hora de la merienda, en que se me ordenaba recluirme, pues las abundantes fieras de la región: tigrillo, puma, jabalí, víboras al por mayor, etc. acudían a los esteros a tomar agua. Para un niño de mi edad, aquello era un paraiso. En cierta ocasión, en la que más entusiasmado nadaba en el estero frente a la casa, el más cercano, oí dos disparos de arma de fuego y de inmediato un fuerte chapaleo junto a mis pies. Sin haberme dado cuenta, un enorme lagarto me perseguía y al tenerlo ya muy cerca, uno de los soldados alcanzó a percatarse del peligro que yo corría y desde el andén de carga en la estación, con su mauser hirió de muerte al lagarto, salvándome la vida su atinada puntería. Mi padre le premió con generosa recompensa y un oficio a sus superiores por su acto. Al mes, lo ascendieron a cabo. Mientras, muy ufano, él se confeccionó como trofeo un cinturón y una funda para su mauser con la piel de aquel lagarto. La segunda ocasión sucedió en el mismo lugar, algunos meses después. Aquella tarde, sin ningún plan premeditado, a mi padre se le ocurrió la brillante idea de reforzar con tiras de madera, las ventanas de la casa, las cuales solamente tenían tela de alambre para los mosquitos tan abundantes en aquel lugar. Escogió unos sobrantes que encontró de tiras de duela de madera muy resistente llamada machimbre. Batalló con afán para su corte por la dureza de dicha madera, pero casi al finalizar la tarde, teminó su inesperado proyecto. Estando ya dormidos, cuando casi a media noche tocaron con insistencia a la puerta. Era el maquinista del auto-vía que venía a pedir auxilio, pues era temporada de lluvias y un tramo de la vía se reblandeció y como a diez kilometros se descarrilaron la máquina y un vagón y requerían ayuda para colocarlos nuevamente sobre la vía. Mi padre despertó al ayudante y a los soldados de la guardia para ayudar a volver a ponerlos sobre rieles. Juntaron cables, cadenas, maderos, gatos, etc., y se llevaron todas las lámparas de petróleo con que nos alumbrábamos. Amontonados, mi padre y el resto de la gente, marcharon en el pequeño armón que daba servició en la vía en casos de emergencia habitual, como limpieza de ramas, piedras, cuerpos de animales obstruyendo la vía, etc. Mi madre y yo nos quedamos despiertos y angustiados mientras mi hermanito y la reciédn nacida, dormían plácidamente. Solo nos alumbraba una vela a medio terminar, las dos lámparas que teníamos en casa, se las llevaron para alumbrar las maniobras. Como a las tres de la madrugada, seguiamos despiertos, pues mi madre no cesaba de rezar. Al poco rato, oimos un ruido en la puerta de entrada, la cual se aseguraba con un tronco por las noches. Trataban de abrirla a empujones. Una voz aguardentosa empezó repetidamente a gritar: Ábrame la puerta señora. Ábrala!! Mientras, seguía el estrépito en la puerta. Mi madre, llorando, me abrazaba con fuerza, pidiendo que no despertara a mis hermanos pues entre sollozos me decía que nos iban a matar y que no quería que los niños se diesen cuenta. Viendo que por la puerta no podía entrar, el atacante se dirigió a las ventanas y empezó con un machete a tratar de romper las tablas que afortunadamente mi padre había colocado aquella misma tarde en forma tan oportuna. Tras varios inútiles esfuerzos, gritando, volvió a la carga en la puerta. Mientras, mi madre seguía llorando y estrujándome al ver el brillo de la hoja del machete traspasando ya algunos tablones de la puertra, mientras la llama de la vela chisporroteaba y parpadeaba anunciando su final. En poco tiempo, se apagó y quedamos a oscuras. Aquello duró un buen rato y casi cediendo ya la puerta, de pronto vi reflejarse en la pared de la recámara la silueta de aquel energúmeno, por la luz del reflector del auto-vía, ya sobre rieles, que volvía con mi padre y la gente, quienes desde lejos se dieron cuenta de lo que sucedía y al llegar, se lanzaron en pos del maleante, pero éste no perdió tiempo y huyó entre la maleza que rodeaba la casa y a pesar de buscarle afanosamente, no le pudieron encontrar. Cuando abrí paso a mi padre, mi madre no podía hablar por el trauma emocional sufrido. Al tomarla mi padre en sus brazos, se desmayó. Yo, con un nudo en la garganta y llorando, no sé si por aquel miedo que no se iba o de alegría al ver que nos habíamos salvado. Al día siguiente, mi padre renunció a su puesto y regresamos a vivir a la civilización. La tercera vez acaeció cuando ya estábamos viviendo en Tampico, disfrutando de las comodidades que ofrece una ciudad. Debido a mi entusiasta afición a la natación, un tío se ofreció a llevarme a la playa cercana de Miramar (Tampico es puerto de río. Ciudad Madero, población adyacente, es puerto de mar). En un soleado día, en que gozaba yo en las olas, mi tío, mirándome desde la orilla del mar, me pidió que me acercase a él para tomarme una foto. Sumí la panza, me alisé las greñas y esbocé la más radiante sonrisa ante la cámara. El agua me llegaba a los tobillos y cuando estaba posando, llegó una ola más grande por la marejada y me arrolló atrás en la corva de mis piernas por lo que perdí el equilibrio mientras caía riéndome de lo sucedido. Desprevenido como estaba, tragué agua al continuar carcajeándome de lo chusco del caso, mientras trataba de ponerme en pié nuevamente, pero el trago de agua se me atoró y se me cerró el esófago y no podía respirar. Mi tío, ignorando lo que me pasaba, me gritaba que no me moviese para que la foto saliera bien. Yo trastabillaba con los ojos saltones jalando desesperadamente aire para mis pulmones y caí en la arena casi a los pies del despistado tío. Al ver el color amoratado que empezaba a invadir mi cara y que no le respondía, por fin se dio cuenta de lo que sucedía y con golpes en pecho y espalda, pude recobrar la respiración. Mientras me desplomaba, un curioso pensamiento cruzó mi mente: Qué ironía, yo que presumía de saber nadar muy bien, iba a morir ahogado con el agua a los tobillos. Qué ignominia!!. Radicados ya en Tampico, mi padre incursionó en la política. Nuevamente hizo gala de su habilidad para desempeñar funciones disímbolas y es así como lo vemos convertido en el flamante tesorero del municipio de Ciudad Madero Tamaulipas, gracias a un golpe de suerte, pues en forma inesperada se topó con un amigo suyo quien había trabajado bajo sus órdenes anteriormente y por esos avatares del destino que suceden en México, le habían elegido como presidente municipal y éste, sintiendose débil para el puesto, recurrió por ayuda a su antiguo jefe, con quien había mantenido una buena amistad. El bando político opositor, sostenido por el poderoso sindicato de los trabajadores petroleros, no estaban de acuerdo con este ayuntamiento y se desató una cruenta lucha por el poder, suscitándose frecuentes enfrentamientos. Sin ponerme al tanto para no alarmarme, mi padre supo de un complot para secuestrarme y obligarle así a que influyese en la renuncia del personal del municipio. Aunque nos mudamos, viviendo ahora en Ciudad Madero, yo seguía asistiendo a mi escuela en Tampico. Todos los días, un guarda-espaldas me llevaba y traía del colegio. Los fines de semana, yo no podía desarrollar solo ninguna actividad, solo con la debida supervisión. Mi padre, muy de mañana, me llevaba a unos médanos retirados en la playa a la práctica de tiro y tenía que gastar una caja entera de parque y después limpiar y guardar una pistola que me había obsequiado en mi décimo cumpleaños. La situación se fue haciendo cada día más tensa, al grado que mi madre y mis hermanos se fueron a guarecer a Tampico y a mi me enviaron a “pasar unos días” con unos tíos que tenían un rancho lechero en las afueras del puerto. Yo ignoraba la realidad de los riesgos. Varios años despues, supe que a mi guarda-espaldas, en ese entonces, lo habían asesinado y su cadaver amarrado a la defensa de un coche arrastrándole por el pueblo. Pasaron varias semanas y yo no tenía noticias de mi padre ni del resto de la familia, por lo que, al agudizarce aquella nostalgia, decidí un día, sin avisarles a mis tíos, ir a ver a mi familia en Ciudad Madero. Muy temprano, monté una yegua ligerita que me faciiitaban para pasear y me fui a ver a mi gente. Supuse que el viaje sería corto. Tampico y Ciudad Madero están unidas, una calle separa a un municipio del otro. Así que el viaje duró cerca de dos horas. Cuando llegué a nuestra casa, la encontré cerrada y nadie acudió a mis llamados. Por fin, una vecina oyó mis gritos y me explicó que hacía un mes que se habían ido y no sabía a dónde. Le dí las gracias y me dirigí a las oficinas de mi padre. Al llegar, amarré mi yegua en los postes exprofeso afuera del edificio del palacio municipal y cuando entré, me topé con gente extraña, hasta que por fin, vi a un tipo a quien reconocí como empleado del municipio y le pregunté por mi padre. De mala gana me contestó que ya no estaba ahí, y de repente, empezó a gritar: Agárrenlo, es el hijo del tesorero!! De inmediato, asustado salí corriendo del edificio y de un salto monté mi yegua y empecé a galopar por aquella calle aún sin pavimentar. Mientras huía, alcancé a ver que me seguían varios tipos en una camioneta destartalada y empezaron a disparar sus armas contra mi. Mi padre, junto con los demás miembros del ayuntamiento, en ese entonces se encontraban en la Capital de la República, pidiendo garantías ante la Presidencia de la República. Mi madre y mis hermanos, escondidos en la casa de la abuela en Tampico. Tengo un recuerdo muy vívido de aquel momento. Galopaba yo tendido en el cuerpo del animal cuando al pasar bajo un anuncio de Coca Cola, la pintura saltó al perforar la lámina una bala. No se me ha olvidado el ruido causado ni el mamboleo del letrero. Lo viejo del vehiculo y la arena de mar cubriendo la calle, me dieron ventaja y no me alcanzaron, pero las balas zumbaban a mi alrededor. De pronto, mi yegua empezó a disminuir la velocidad y me percaté de que su anca izquierda estaba bañada en sangre. Un balazo le había penetrado. Me salí de la calle metiéndome por unos terrenos de un panteón y como en las películas, me bajé de la yegua, que ya cojeaba y con hojas caídas de varias palmeras, barría yo el rastro de mis huellas y las de mi yegua, por si nos seguían. Anduve errando un buen tiempo y ya anocheciendo, regresé al rancho a pié jalando la rienda de la yegua. Para ese entonces, mis tíos estaban alarmados por mi desaparición y la policía me buscaba. Cuando se dieron cuenta de la sangre en el anca de la yegua, supieron de mis vicisitudes. Por suerte, el veterinario que atendía el ganado de mis tíos vivía en un rancho contiguo, por lo que pudideron atenderle sus heridas esa misma noche. Todo se arregló con una buena regañada. De todas maneras, me mandaron a la cama sin cenar. Quinta ocasión Viviendo en la ciudad de México, había concretado un acuerdo con el distribuidor de la película Tiburón. Yo confeccionaba con los dientes y vertebras de ese escualo toda clase de collares, pulseras, dijes, llaveros, etc. vendiendo esa artesanía en los cines donde se exihibía dicha cinta. Como la demanda era muy fuerte, pues dicha película se estrenó simultaneamente en cincuenta salas, decidí venderla igualmente en los centros túristicos del País. Una cosa trajo otra y me empezaron a pedir diferente tipo de artesanías, por lo que abrí varios talleres de madera, textiles y lapidaria. Visitaba yo periódicamente dichos talleres ubicados en distintos lugares de la República, llevando los materiales necesarios para su confección, así como para recoger el producto terminado. En uno de tales viajes, regresaba yo de la ciudad de Uruapan cuando a medio camino al pasar el pueblo de Tuxpan, Michoacán (Existen cuatro poblaciones con el mismo nombre en otros estados de México), un autobús en pésimas condiciones que venía en sentido contrario, invadió el carril justo enfrente de mi coche. Aún me sorprende el que por centímetros haya podido evitar el encontronazo. Viré rápidamente y afortunadamente, salí de la carretera en un llano plano, sin puentes ni barrancos, pues es una región montañosa. No era mi día. Tardé un rato en recobrar el aliento y la calma. La sexta ocasión fue cuando meses después, terminó la euforia de la película Tiburón y la industria turística tuvo un descenso terrible debido a varias causas, entre ellas el boicot decretado por la comunidad judía en sus agencias de viaje durante la presidencia del Lic. Echeverría y al auge inicial de la narco-violencia. Me vi en la necesidad de buscar otra forma de vida y obtuve el puesto de vendedor técnico en una fábrica de pinturas especiales. Con una suerte admirable, me inicié con un contrato para pintar un complejo de seiscientas casas en el pueblo de Ixtapan de la Sal en el estado de México. La condición para otorgar la firma, era que debería instruir durante una semana a su personal para aplicar la pintura. El otorgante, era el dueño del hotel más importante del lugar, con varios negocios madereros, distribuidor de combustible y dueño de la gasolinera del pueblo. Le dió instrucciones al gerente del hotel para que se me proporcionase todo lo necesario y una habitación, comida y barra libre. Todo caminaba muy bien, el gerente, muy amable, me atendía a las mil maravillas. El area de la gasolinera donde se lavaban los coches, se acondicionó para las clases. Como al tercer día, cuando el gerente me transportaba en su auto al lugar en donde se ubicaba la gasolinera, vimos un espectáculo un tanto raro. En un prado al lado del camino, un jóven forcejeaba en el suelo con un viejo. Yo comenté una crítica por la desventaja de edades y que el viejo usaba bastón. El gerente me aclaró que no se trataba de pleito, si no de un problema familiar, donde el jóven trataba de llevarse a su suegro a casa, porque el viejo solía agarrar parrandas de varios días. Era un cacique endemoniado del pueblo y con frecuencia cometía todo tipo de altercados. Llegamos a la gasolinera y empezó a llegar el personal que recibiría el adiestramiento. Estabamos preparando lo necesario pare la clase cuando llegron a cargar gasolina el jóven con el viejo, quien al bajarse del coche, volteó hacia donde nosotros estábamos preparando la clase y con voz estertonea nos gritó: Qué me ven, hijos de la……! Yo volteo a ver a mi gente y con sorpresa me doy cuenta de encontrarme solo, la gente ya se habían escondido, pues conocían el carácter agresivo y los abusos del viejo. Yo me quedo mirándole y sin más, saca su pistola y vacía toda su carga hacia mi. Nada más veía yo saltar a mi alrededor las tecatitas de cal en las paredes donde perforaban las balas. Tuve una reacción muy extraña. No me dió miedo el ruido de las balazos. Al contrario, me entró una rabia muy fuerte al imaginar que me podría haber pegado un balazo en mi cabeza. No pensé en ninguna otra parte de mi cuerpo, solo en mi cabeza. Con furia y decisión me le fuí encima a desarmarlo y le arrabaté su bastón y al alzarlo para pegarle, el gasolinero y el jóven se fueron sobre mi diciéndome: No se comprometa, por favor.!! Yo nos les hacía caso, seguía pensando qué tal y si me pega en la cabeza. Antes de que terminara la alegata, llegó el gerente a la carrera, pues ya le habían puesto al tanto de lo que ocurría y todo volvió a la normalidad. Se pospuso la clase para otro día y nos regresamos al hotel. El gerente me llevó a la barra y pedimos unos tragos para el susto y el coraje y yo seguía alegando sobre el peligro que había corrido mi cabeza. Al segundo trago, sucedió otra reacción igual de rara, pues concluí que no nada más mi cabeza había estado en peligro, sino cualquiera de las partes de mi cuerpo y ahí empezó la temblorina, no paraba de temblar. Al siguiente trago, con sumo cuidado para no derramar el contenido, logré calmarme y me fui a dormir muy a gusto. Séptima ocasión Durante varios años pude vivir exento de riesgos que pusiesen en peligro mi vida. Debido a la índole de mi trabajo, corrí infinidad de aventuras y me ví en situaciones difíciles, pero de todas salí indemne. Fue en Ensenada, Baja California,donde la “Huesuda” se me acercó muy juntito y por poco…. Era yo el representante en México de una compañía americana que fabricaba barcos de pesca, winches y malacates hidráulicos y distribuía equipo electrónico para barcos, como sonares, radares, radios de alta frecuencia y demás equipos similares. Viajaba con mucha frecuencia a los distintos lugares con astilleros donde se construían con nuestra tecnología atuneros, sardinerios, pesca múltiple, etc. Asistía a pruebas en alta mar, revisando el que los equipos funcionasen correctamente. Una noche, antes de cerrar las oficinas de la sucursal en Ensenada, Baja California, me encontraba preparando la documentación para un concurso nacional para la adquisición de embarcaciones especiales para recoger desperdicios y derrames de petróleo en el mar, sentado en mi escritorio ante la computadora, cuando de repente un estrépito fenomenal y vidrios y trozos de madera salieron volando por doquier. Un pesado coche sin frenos se había incrustado en el edificio, pasándome a escasos centímetros de mi cuerpo. Mi escritorio quedó destruído asi como varios de los aparadores con equipos en la sala de exhibición anexa. Nuestras oficinas estaban situadas al pié de una loma en medio del pueblo. Una jóven inexperta bajaba en su coche por una calle bastante empinada precisamente donde desemboca a la ciudad y perdió el control irrumpiendo en mi oficina. En ese momento, había personal aún trabajando,, varios clientres y ninguno milagrosamente sufrimos daño alguno. Solo equipos, muebles y la estructura, pared y ventanas, dañada. Un susto de órdago en verdad fenomenal. Otra vez no me tocaba. En el octavo encuentro con la “Calaca” sucedió en la misma area de la Baja California, pero en esta ocasión, ocurrio en la auto-pista a Tijuana, cerca de Rosarito. Había incursionado en la pesca junto con un amigo en un pequeño barco de pesca-múltiple. Yo era el encargado de la comercialización de las capturas y en aquel día me dirigía a la vecina ciudad de San Diego, California, a cerrar un contrato con una empacadora local para entregar tres veces por semana nuestras cargas. La auto-pista llevaba en esos días un tráfico tupido, ya que se acababa de poner en efecto la Ley Simpson-Rodino y los inmigrantes sin permiso pudieron legalizar su estancia en los Estados Unidos. Ahora, muchos podían viajar a las ciudades de la frontera con la facilidad de manejar su propio automovil ya que obtuvieron de inmediato su licencia para manejar y la oportunidad de adquirir a buen precio y hasta con facilidades de pago su primer automóvil. Por ello, la mayoría no tenía la pericia suficiente para su manejo. Cuando en la auto-pista traté de rebasar un enorme coche usado, el conductor del vehículo en lugar de abrirse hacia su derecha y dejarme pasar, al momento del rebase, nerviosamente lo volanteó hacía la izquierda y me empujó en todo el costado hacia el camellón cubierto de arbolitos. Mi vehículo atravezó el al camellón y me encontré en el lado contrario de la auto-pista, ante dos trailers que muy veloces se aproximaban hacia mi carro. El primer trailer, con una maniobra salvadora pudo esquivar el chocar de frente conmigo y el segundo trailer alcanzo a disminuir su velocidad y yo pude, a mi vez, maniobrar para esquivarlo, saliéndome de la auto-pista, donde la gente del lugar pululaba comprando en los puestos instalados al lado del camino. Logré evitar el causar una desgracia y dirigí mi coche hacia la carretera buscando un retorno para dar alcance al causante de todo esto. Desafortunadamente, dicho retorno estaba muy retirado del lugar de los hechos y cuando enfilé presuroso otra vez a mi destino, ya no logré alcanzar al culpable. Me quedé con mi coraje, con mi coche dañado, pero yo con mi pellejo intacto, aunque durante algunas noches me despertaba asustado soñando a los dos trailers casi encima de mí. En la novena cita con la “Flaca”, ocurrió en un soleado día de verano en Phoeniz, Arizona, donde residía en ese entonces. Tenía yo un amigo afecto a degustar buenos tragos y comida, además de no dejarse ganar en cualquier argumento. Por ejemplo, si yo le informaba que acababa de leer en un magazine especializado en gastronomía la reciente apertura de un nuevo restaurante, el me respondía invariablemente: “Si, ya estuve ahí”. Y así era en todas las demás inauguraciones. Este amigo me recordaba a mi madre, quien tampoco se dejaba ganar cuando alguien le comentaba de haber sanado de una grave enfermedad, ella infaliblemente respondía: “Qué diré yo! Ahí donde ve, yo estuve más grave que usted”. No importando el tipo de enfermedad padecida. Era tanta su supremacía, que en una ocasión, atendiendo los novenarios de una vecina recién fallecida, le preguntó a una persona hincada junto a ella: “¿Y de qué murió doña fulanita?”, Murió de una peritonitis aguda, le respondió. Mi madre expresó una vez más su consabida frase: “ Pues ahí donde ve, yo estuve más grave que ella”. No se medía. Volviendo a mi amigo, en una ocasión en que tuve la suerte de invitarle a un lugar a donde no había visitado antes, disfrutamos de un pantagruelico banquete y regresando a casa cada quien en su coche, al mío se le atravezó un trailer y estrellándome en su tanque de combustible, quedé incrustado debajo de de dicho vehiculo. No sé aún el por qué no se provocó un incendio. Desperté a los dos días en un hospital, con ocho costillas rotas y fracturados un brazo y una pierna, amén de varias heridas en el resto del cuerpo. Cuando mi hijo, al enterarse del accidente, preguntó al personal médico sobre mi estado de salud, le respondieron que no sabían si podría amanecer. Y amanecí…. y después de varios días y tres meses en otro hopital en terapia, pude salir a comer otra vez con mi amigo. La décima vez que me topé con la “Pelona”, fue al día siguiente de regresar con mi hijo a casa después de un largo viaje por México y varios paises de Europa, en donde corrimos algunos incidentes que no faltan en tales viajes, pero ninguno que nos llevase cerca de la tumba. Recién reanudaba mis actividades cotidianas, cuando en una alegre mañana, terminando mi baño matutino, al tomar mi primer pastilla diaria contra los múltiples achaques que nos acompañan en la vejez, no alcancé a tragarla con el primer sorbo de agua, por lo que tomé otro trago y este se me atoró y la epiglotis se me cerró. Hasta ahí lo recuerdo perfectamente. Al recobrar mis sentidos, estaba yo tirado en el piso del baño, sobre la báscula y mi cabeza escasos centímetros del borde de la tina de baño. No atinaba a moverme, pues no me respondían ni brazos ni piernas. No supe cuánto tiempo duraría aquel desmayo. No tenía dolor ni molestia alguna. Solo una sensación satisfactoria de poder ver y de volver a respirar. En el interin, pude ver la luz al final de ese tunel oscuro que oí alguna vez mencionar y un vago recuerdo de regresar de un lugar muy bonito, alegre, con casas pintadas en una tonalidad armoniosa con una gama de diversos colores. No había gente en las calles. Todo muy soleado y tranquilo. Cuando traté de levantarme, ahí empezaron los problemas. Todo me dolía. Mi cuerpo no respondía a mis esfuerzos. Arrastrándome a duras penas llegué a la cama, con un dolor muy agudo allá abajo en donde la espalda pierde su nombre. Por fin logré llamar por teléfono pidiendo ayuda. Al llegar al hospital, supe que había tenido una fractura de vertebra lumbar precisamente al caer sobre la báscula. Todo esto ha durado casi un año, después de un largo tratamiento y terapia muscular, pero al fin puedo ya caminar apoyado a un bastón. Aparte de que libré la falta de respiración por equis tiempo y casi un año en idas y venidas a los hospitales, puedo decir con alivio que me salvé de quedar en silla de ruedas para el resto de mis días. Ahora, felizmente, ya puedo “correr los cien metros en media hora”. Suficientes para evitar un encuentro más con la “Pelona”. Me he topado con ella tantas veces como viejos conocidos, al grado de que ya nos tuteamos. Todas estas impactantes experiencias han dejado una huella muy honda en mi sentir. He aprendido a valorar en forma contundente lo que significa la Vida para mi. Los riesgos a perderla, me hacen meditar lo mucho que debo esforzarme para dar una mejor calidad a mi forma de vivir, de apreciar en toda su valía lo que se me regala, cuando puedo contar con un día más en mi existencia. A no desperdiciar el tiempo que me resta y dejar una huella a mi paso por el mundo. Cuando amanezco cada mañana, agradezco de todo corazon la gran dádiva de poder tener un día más para hacer lo que me falta por hacer. Todo aquello que he querido y no he hecho por decidia, o por no saber cómo hacerlo; por haberlo pospuesto para mejor ocasión y aún sigue pendiente o por variar en algo diferente a mi propósito inicial. Apreciar mejor a las personas que me rodean al interesarme por sus actos, por los méritos que todos hayamos ganado y que poco se aprecian. A entender mejor su forma de ser y si fuese posible, llegar hasta perdonar sus errores. Asi podría tener un mejor conocimiento de cada una de ellas. Dice el dicho que el perdonar se puede lograr. Olvidar es más difícil. A no claudicar en mis propósitos iniciales de considerar a cada persona individualmente, sin generalizar. A aceptarlas tal y como son sin pretender cambiarlas. A ser útil, ayudando al prójimo en lo posible, ejecutando cualquierr actividad que uno pueda desarrollar. Que por lo que fuiste o hiciste, te recuerden. Es más satisfactorio el dar que el recibir. Debido a una circunstancia particular, adquirí desde muy jóven, la disciplina de no dormirme sin antes haber repasado lo que hice durante el día, así venga cansado de trabajar o alegre de una fiesta. Cuando después de ese análisis arribo a la conclusión de que cometí algun error, al día siguiente no me cuesta trabajo el reconocerlo y enmendarlo. Lo anterior me hace recordar la anécdota de aquel ultra- egocentrista a quien una vez le preguntaron si en alguna ocasión había cometido algún error. Y así respondió: Bueno, si, fué la vez que creí que me había equivocado, pero no. Hay gentes que no agradecen lo que de la Vida han recibido; al menos, deberían de agradecerle de lo que se han salvado. Viene a mi mente aquel bello poema “Cuando yo me vaya” de Carlos Alberto Boaglio. En uno de sus versos dice “A veces es más triste vivir olvidado, que morir mil veces y ser recordado.” . Hay que vivir plenamente, no nada más vegetar viendo como pasa el tiempo. Haciendo mofa de mi edad nonagenaría, digo que mucha gente sataniza al Alzhaimer. Yo no. Yo lo bendigo, puesto que ya se me olvidó el morirme.! Igualmente, digo que mi tarjeta del seguro social tiene la numeracion en romanos.! Soy tan viejo, que cuando Dios dijo: Hágase la luz, yo ya debía tres meses!. Bueno, soy tan viejo que cuando regresé de mi último viaje a Roma, estaba muy contento ya que en el Vaticano, ahora si me dejaron admirar la Capilla Sixtina. La primera vez que fui, no me lo permitieron, pues la pintura aún estaba fresca.! A continuación, como colofón de esta crónica, tres confesiones de personas de diferente nacionalidad sobre el momento crucial en que estuvieron a punto de perder la vida. En una mesa de cantina, departían un español, un americano y un mexicano. En la charla, salió la pregunta de que quién de los tres había tenido el mayor riesgo de perder la vida. Inició el español, oriundo de Madrid, quien en sus mocedades había sido torero: “Pues yo, una ve’ toreando en Las Ventas una corri’a con seis Miuras, mi alternante salió herido de graveda’ con tremenda cornada desde el primero de la tarde y yo solito tuve que lidea’ y mata’ aquellas seis catedrales y cortando rabos y orejas, salí en hombros de la plaza. Carrambas, dijo el americano, si que te las viste mocho peligroso. Bueno, pero yo, siguió hablando el americano, trabajando en una mina de copper en Arizona, haber explosión y caerse mucho piedras cerrando tunel. Por una semana abajo, comida y agua acabarse pronto, pero yo ser único sobreviviente. Jíjuela, se las vió negras mister, dijo el mexicano. Y a ti qué te ha pasa’o? Le preguntaron al ranchero mexicano. Nada, pus a mi allá en mi pueblo de Tiripitío la vida es rete tranquila. Pero coño, alguna vez la has de ver visto dura! Replicó el español. Pus creo que no. L’ única vez que me pasó algo fué cuando me caí en el excusado que teníamos en el patio de la casa. Las tablas estaban ya rete-podridas y caí al pozo y la mierda me llegaba a los tobillos. Pero recoño, volvió a replicar el español, que con la mierda en los tobillos no corrías ningún peligro, hombre. Bueno, aclaró el mexicano, es que caí de cabeza!!! Fin |
AuthorHe aprendido a valorar en forma contundente lo que significa la Vida para mi. Los riesgos a perderla, me hacen meditar lo mucho que debo esforzarme para dar una mejor calidad a mi forma de vivir, de apreciar en toda su valía lo que se me regala, cuando puedo contar con un día más en mi existencia. A no desperdiciar el tiempo que me resta y dejar una huella a mi paso por el mundo. Archives
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