Por Óscar L. Cordero
La conocí hace muchos años, treinta o cuarenta, tal vez más, pero, desde que apareció en mi vida no me deja; no se va, y, tal parece que se va a quedar conmigo para siempre <bueno, al menos mientras yo viva> Ella siempre está presente, aunque yo vaya o venga, en las buenas y en las malas, llueve o truene; es persistente; no ceja. Alguna vez pensó en formar parte de mi vida y, ahí está; agarrada a mí con uñas y dientes. Una cosa que disfruto mucho son los paseos en las tardes con ella. Aunque, hay algo que me disgusta un poco: siempre va detrás de mí. A veces he pensado en deshacerme de ella porque, en ciertas ocasiones me hace sufrir, pero, finalmente, reconsidero la cuestión y decido que no, que mejor no. Me ha aconsejado alguien que no me separe de ella, pues sería muy doloroso para mí, y yo le creo, claro que le creo. Fue en mi juventud, en la secundaria cuando llegó a mí, Yo no había oído hablar de ella; no sabía de su existencia, y menos me iba a imaginar que, de ahí en adelante, íbamos a estar tan unidos mi “cachetes sonrosados” y yo. Su fidelidad no tiene límites; un perro no sería más leal que ella nunca de los nuncas. Por eso, si alguna vez nos separaran, yo sé que mi vida cambiaría radicalmente, no sé si para bien o para mal. ¡Oh, mi chiquilla, mi “puñito de carne”! ¡somos el uno para el otro, claro que sí! La mayoría del tiempo la pasamos bien; no nos estorbamos en nuestras cosas el uno al otro; aunque hay veces que tenemos nuestros roces (bueno, eso es muy común, nada del otro mundo) pero, pasadas esas pequeñas crisis (las cuales para mí son dolorosas, aunque, creo que siempre he pecado un poquillo de dramático) todo vuelve a la normalidad y la vida sigue su curso. Solo que, últimamente, no se a qué sé deberá, pero le ha dado a mis “cachetes sonrosados” por molestarme más seguido que de costumbre, (ella sabe de mi inclinación a tolerarla) y tal vez por eso ahora se dedica a probar mi paciencia, subiéndole el tono a su impertinencia, y llegando a sacarme de quicio hasta cuando estoy tratando de dormir. La otra noche solo me dejó pegar los ojos dos horas y, no pudiendo descansar lo suficiente, pasé un día de trabajo de los mil diablos, pues soy chofer en la compañía y estoy conduciendo un camión de materiales casi todo el turno. Hoy me levanté sumamente encabronado con ella porque, anoche, de plano no me dejó dormir un solo minuto. Llamé a mi supervisor y le dije que no podía ir a trabajar, debido a las circunstancias. Me aconsejó que me fuera al hospital a terminar con esa pesadilla y que me presentara (ojalá pudiera) a trabajar mañana. Llegué al hospital temprano con la idea de ser de los primeros en ser atendido, y así fue, en efecto: media hora después ya estaba en el consultorio frente a un doctor ya entrado en años. --Al grano—me dijo—Quítate la ropa de la cintura para abajo. Voy a examinarte. Me puse como dios me trajo al mundo y me dijo que me agachara, apoyando las manos en la camilla. --Agáchate más, no te dé pena—me dijo. Después de buscar en mi trasero hasta encontrar a mi <cachetes sonrosados> exclamó: --¡Canijo! No sé cómo has podido vivir con esa cosa en la cola! ¿No te dolía al sentarte? --Claro—le respondí—solo que ya me había medio acostumbrado a ella. --Ahorita te la vamos a quitar. No te preocupes—me dijo—en media hora vas a estar como nuevo. Así, pues, la separación de mi “cachetes sonrosados” y yo se llevó a cabo sin lloriqueos ni sentimentalismos; solo unos minutos después, y me vi libre de su dolorosa presencia. De una cosa estoy seguro; no la voy a extrañar. Óscar L. Cordero Primavera/2020.
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