Por Óscar Cordero
Sales de la reunión que tuviste con tus amigos ya tarde y te diriges a tu departamento a descansar. La noche está lluviosa y los relámpagos y se suceden unos a otros. “para dormir no hay mejor arrullo que la lluvia” piensas. Llegas al apartamento; te desnudas, apagas las luces y te acuestas; estás a punto de dormirte, ya ves algunos jirones de sueños mezclándose entre la realidad y la somnolencia, cuando escuchas un ruido en la cocina. Te levantas y revisas; todo está en orden, “tal vez fue un vaso de cristal que se acomodó entre los trastes; suele suceder” te dices. Afuera, la lluvia está arreciando, ahora es un aguacero mezclado con vientos que azotan la ventana y no te permiten ver ni un ápice a través de los cristales. De repente, los relámpagos iluminan la noche y en las paredes de tu cuarto se reflejan las ramas de un olmo, asemejando unos brazos y dedos descarnados tratando de abrazarte. Te acuestas. No transcurren tres minutos y ya estás dormido. Pasa una hora, o dos. Algo te despierta. Tú sabes que no es un ruido. Es la sensación de algo que no puedes definir, tal vez un movimiento; alguna incomodidad. Te das la vuelta para cambiar de posición y abres los ojos. Sientes con más fuerza ese algo como una presencia. Miras hacia la puerta que da al baño y ahí lo ves: un tipo sentado en tu silla; mirándote. Si eres de provincia, recuerdas las historias de fantasmas que tus padres, abuelos y vecinos contaban después de la cena. Tienes bien presente cómo te asustaban con sus narraciones; cómo abrías los ojos ante la impresión que te causaban sus palabras, y cómo se te ponía la piel de gallina al entrever el probable fin de cada historia. Pues eso no se parece ni tantito a lo que sientes ahora. Pagas religiosamente cada mes la renta, así como todos los servicios para mantener un mínimo de privacidad, y para tener la posibilidad de llegar a tu apartamento a descansar y relajarte después de un día de trabajo. En cambio, hoy, no tienes maldita idea de cómo fue posible, pero un desconocido se ha metido a tu apartamento, y justo cuándo más seguro te sientes y cuándo más inerme te encuentras, ahí está; observándote en la oscuridad mientras duermes. Siquiera tuvieras la sana costumbre de mantener algo con que defenderte: un palo, un cuchillo o un arma cerca de tu cama para casos como este, pero, como previsor, eres un desastre. El miedo empieza a inundarte, a deslizarse debajo de tu piel; no sabes por qué no se te ha lanzado encima ni te ha cosido a puñaladas. Tal vez quiere aterrorizarte al máximo para disfrutar viendo cómo te brota el miedo por los ojos, o tal vez solo quiere volverte loco para después ver cómo te destroza los nervios hasta mirarte llorando como un niño indefenso. Recuerdas que no hace mucho llovía a cántaros y los relámpagos caían incesantes, pues ahora deseas que caiga un rayo para que alumbre la cara de ese desgraciado, y saber, por lo menos, de quién terminaras siendo víctima esta noche. Estás calculando cuánto tiempo te llevará ponerte de pie, dar un paso para llegar a la mesita de centro; apoderarte del reloj eléctrico y estrellárselo en la cara. Te armas de valor; brincas de la cama como impulsado por un resorte, tomas el reloj eléctrico y lo lanzas con las peores intenciones hacia el hijo de puta que se ha metido a tu apartamento sin ser invitado. Rápidamente enciendes la luz … silencio…te quedas con un palmo de narices y la boca abierta: el supuesto transgresor no es otra cosa que tu pantalón puesto en la silla y tu camisa, para evitar que se arrugara, colgada ordenadamente, en el respaldo. Óscar L. Cordero Otoño/2020
1 Comment
Magali Aguilar Solorza
11/12/2020 12:27:25
Wow, que susto Don Oscar, yo tengo un bat metálico por si las dudas, pero cierta su narrativa. Estoy hijos de su madre, quieres tener cosas, pero de lo ajeno. Un gusto leerlo
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Oscar Cordero
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