Por Óscar Cordero
Yo sabía que no debía de ir. Tal vez fue la forma en que el doctor me lo dijo pues sus palabras sonaron lentas, pesadas. Se veía a leguas que luchaba contra sí mismo sobre si decírmelo o no. Él sabía que yo soy mexicano, y para un mexicano, esas cosas pesan mucho en el honor. Ese día había ido a consulta con mi doctor de cabecera, y como le había explicado que últimamente sentía la molestia de las hemorroides más frecuentemente, me dijo que debería hacerme unos estudios para determinar en qué condiciones estaban mis intestinos, el colon, etc. --Le van a “administrar” cierta cantidad de aire por el ano para inflarle los intestinos y el estómago… --Por donde…? --Este…por vía anal, pero no se preocupe, sr. Robledo, es un instrumento delgadito; apenas lo va a sentir. Esto es necesario para hacerle una tomografía computarizada a fin de ver el interior de sus intestinos… --Y que no habrá otra forma de curar las almorranas, ¿doctor? Replique escandalizado — habrá pastillas, cápsulas, hierbas, pomadas, ¿qué se yo? ¿Cómo van a andarle metiendo fierros, objetos por la cola a uno? --Es la forma menos invasiva de hacerlo, señor, la más segura y barata, también. Llegué a la clínica y solicité el servicio: una colonoscopia. La recepcionista, amablemente me dijo que tendría que esperar unos minutos. Encontré un asiento disponible entre la gente que aguardaba su turno y me puse a hojear una revista. Diez minutos después una enfermera me llamó’ por mi nombre y me llevó’ a una pequeña sala en la que había una camilla, un escritorio y una máquina de resonancia magnética. --Quítese la ropa—me dijo --¿Toda? --Toda. Se pone esta bata y se acuesta en la camilla boca arriba—me contestó impasible—Le voy a introducir un dispositivo por detrás con el que le vamos a inflar los intestinos. El aparato es metálico así que lo va a sentir un poco durito y frío. Un escalofrío me recorrió desde la nuca hasta donde la espalda deja de llamarse espalda cuando, viéndome fijamente con una mirada glacial más fría que la de un basilisco, me dijo: --Póngase blandito. Usted comprenderá, amable lector, que no voy a entrar en detalles respecto a esta parte. Solo diré que, en mi fuero interno, y actuando de acuerdo a mis muy arraigados principios, prometí no platicar mi amarga experiencia a nadie…a nadie. --Voy a aplicarle el aire que irá subiendo de intensidad entre un rango de uno a cuatro, a medida que nos acerquemos al cuatro la molestia va a ser mayor. ¿Me entiende? --Si’, le conteste’—aunque ya en ese momento ni siquiera la escuchaba. Abrió un poco la válvula y sentí el aire frío entrar. Me puse a pensar en mi familia, en mi madre, mi abuela. Cómo era posible que yo estuviera pasando esta humillación, esta degradación del ser humano, cuando mi abuela, seguramente, me hubiera curado cualquier cosa que yo pudiera padecer en ese momento, con solo sus yerbas, brebajes y sahumerios que ella sabía armar en su casa. Como extrañaba a mi abuela, solo que mi abuela no estaba aquí, porque ella murió hace años. --Voy a abrirle un poco más—me dijo—vamos a llegar al nivel dos; se va a sentir más infladito. --No me lo jure-- le respondí en voz baja. Todo iba bien, tan bien como puede ir un momento desagradable que, aunque sabe uno qué pasará pronto, se siente como si el tiempo se hubiera detenido, y los minutos se arrastran, pesados, sensiblemente lentos… Y sonó el teléfono. Ella contestó y se fue hacia el escritorio para tener un poco más de privacidad, mientras yo comenzaba a sentir un leve dolorcito a causa del aire que me estaba entrando. La enfermera hablaba en tono alto de modo que yo podía escuchar: al parecer su hija, la interlocutora, tenía un problema en casa; parecía que un perrito estaba atorado debajo de una puerta y la enfermera le gritaba dándole instrucciones: --Trata de levantar la puerta! ¡empújala hacia arriba, mija! La niña debía de estarla pasando muy mal y lloraba constantemente, porque mi enfermera le gritaba: --¡No te pongas a llorar, mija, así no vas a poder desatorar al “Bobby” por dios! Mientras tanto, a mí ya me dolía el estómago y los intestinos por la creciente presión del aire inundando mi ser. La conferencia telefónica ya se había alargado demasiado; trate de llamar a la enfermera, pero, para mi sorpresa, de mi garganta no brotó ningún sonido. Me horrorice al darme cuenta de que ¡no podía hablar! La válvula para regular la presión de aire se encontraba en una mesita cerca de la camilla, pero no podía alcanzarla con la mano, y yo tenía que cerrarla porque mi enfermera estaba enfocada en salvar al peludo “Bobby”. ¡Ve a pedirle ayuda a la vecina, mija, si no, vas a terminar cortándole la patita al perro! Pero no llores, tranquilízate, por favor, ¡corazón! Haciendo cálculos, yo suponía que tal vez con mi pie izquierdo pudiera alcanzar esa válvula y cerrarla de una vez por todas. Hice un esfuerzo, levanté mi pie y lo dejé caer sobre la válvula y giro, pero al lado equivocado; ¡en vez de cerrarla la abrí más! Sentí el chiflón del aire entrar más rápido en mis tripas y me maldije por haber ido a esa clínica, y por haber confiado en esa regordeta enfermera que me estaba haciendo ver mi suerte. Yo sentía mi panza tres veces el tamaño normal, tanto así que tuve que cambiar de posición y ponerme de lado para no presionar mi barriga con el peso de todo el cuerpo, a la manera de las embarazadas a punto de dar a luz. No podía entender cómo era posible que mi enfermera estuviera tan plácidamente con su celular en la mano izquierda y su brazo derecho en jarras observando por la ventana a un grupo de pajarillos que revoloteaban en un árbol cercano, mientras a mí me tenía conectado por el trasero a una manguera que me metía aire a presión, haciendo que mis ojos empezaran a sentir como si se quisieran salir de sus órbitas y todas mis entrañas aumentadas a tamaños colosales y que me dolían por el estiramiento de que estaban siendo objeto, seguramente, ese aire pronto me haría explotar como palomita de maíz. Tal vez, sufrido lector, usted no crea lo que viene enseguida, pero es la verdad, tan verdad que yo me llamo Eleazar Robledo. De pronto me asuste ante el hecho de que mi cuerpo empezó a moverse fácilmente en la camilla y se me pararon los pelos de la nuca: ¡Estaba flotando! ¡Trate de hacer ruido golpeando la camilla para llamar la atención de la enfermera, pero ya no la alcanzaba! Me fui elevando poco a poco mientras una ligera corriente de aire provocada por un ventilador, me iba empujando hacia una ventana abierta. Yo aterrorizado movía los brazos buscando el auxilio de mi “Florencia Nightingale” pero era imposible, ella continuaba en su conferencia telefónica: --No has llamado al 9-11? ¿Pues qué estás esperando? ¡Ay! ¡Muchacha pendeja! El vientecillo me seguía llevando rumbo a la ventana abierta. Ahora, a tres metros de distancia; ¡Estaba a punto de salir volando del edificio a través de la ventana como un colorido globo de cumpleaños! Resignado a mi suerte, mire’ por última vez a mi voluminosa enfermera y la escuche’ decir: --¡Porque yo no tengo tiempo de llamarles, mija! Yo estoy ocupada, tengo un paciente que… La vi que, finalmente volteó hacia mí y empezó a gritar: --¡Oh, Dios mío! ¡oh, dios mío! ¡Perdón, perdón! Corrió hacia mí agitando los brazos sin saber qué hacer. Yo, por instinto de supervivencia, puesto que no podía hablar, me puse a apuntar frenéticamente con mi mano hacia la válvula del aire, mientras ella seguía corriendo para todos lados, hasta que finalmente le “cayó el veinte” Cerró la válvula de paso, y abrió la llave de alivio; pronto empecé a sentir que la presión disminuía y sentí que mis ojos se reacomodaban en sus órbitas. Empecé a perder altura hasta que, finalmente, toqué tierra. La enfermera, disculpándose a mil por hora, por fin me saco’ la manguera del trasero, tome’ mi ropa y mis zapatos y, vacilante, me dirigí al baño, y todo eso sin liberar la más mínima flatulencia, pues eso hubiera ido contra mis principios. Cerré la puerta, abrí el grifo del lavabo, esto para hacer algo de ruido, me disponía a sentarme en el inodoro cuando mi sufrida humanidad dio’ de sí. La ventolera que se me vino fue tan fuerte que el agua del inodoro salió expulsada mojando las paredes; las hojas de una revista que estaba en un mueblecillo empezaron a aletear alocadamente que parecía que la revista quería alzar el vuelo. Quince minutos después salí del baño sintiéndome más ligero que una pluma de ganso. --¡Mil disculpas, Sr Robledo! —me dijo haciendo de tripas corazón—fue un lamentable error mío, pero le debo decir que tendremos que reiniciar el procedimiento, pues no lo terminamos…le repito, fue culpa mía. --Ni lo terminaremos, güerita—le respondí--A menos que me alcancé. Salí tan rápido como pude y aborde’ mi carro; asegure’ las puertas por miedo a que mi redonda enfermera viniera a insistir sobre reiniciar todo el proceso, y solo hasta entonces, puse mis manos sobre el volante y me derrumbé en el asiento. --Yo lo sabía. Todas las señales estaban ahí; yo sabía que no debía haber venido. FIN
1 Comment
Magali Aguilar Solorza
10/9/2020 01:48:07
Es un gusto leerlo Sr Óscar Cordero. Es común, en algunos lugares, que surjan la confusión ante tan grabe error. Abrazos
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