Por Saúl Holguín Cuevas
Ignoro cómo sobreviví 48 días consecutivos en el infierno con temperaturas pico por encima de los 110°. Pasaba el tiempo encerrado en mi cubículo, un sótano breve que construí para salvaguardar vinos, quesos y jamones. No imaginé que también llegase a ser mi refugio. Practicaba yoga, cantaba y releía en voz alta Los miserables, La ballena y La guerra y la Paz. Me invadió ese mal que en inglés llaman cabin fever (calabozo), aparte de una persistente reuma acentuada por el aire malsano, la vejez, la desesperación y la soledad. Decidí salir al patio con la aurora matutina. Para entonces ya no había ni abejas y colibríes. La madrugada del primer escape me extrañó ver a dos lagartijos muertos. El amanecer de la segunda salida vi que la joya de mi jardín, una ponciana, que por acá llaman ave del paraíso mexicana, una planta que presume coloridas flores que combinan el rojo, el naranja y el amarillo y que prospera en plena canícula, se empezaba a secar desde abajo. Aunque me entristeció no le di mucha importancia, quizá había llegado el fin de su ciclo, pues la sembré cuando adquirí la casa, algunos treinta años atrás. Días después se secó del todo. Consulté la guía Field de las plantas de Arizona, Su ciclo de vida se extiende desde medio siglo a siglo y medio. Me medio preocupé. Me perturbé cuando se secó Alexa, así le llamaba de cariño al paloverde, un árbol nativo de este desierto. Y lo que me quitó el sueño fue cuando el mezquite empezó a marchitarse. El símbolo de este desierto suma ya más de tres milenios de existencia, crece y se multiplica prácticamente por todo el mundo. Un árbol majestuoso que no precisa ni abono, ni riego gracias a sus raíces profundas. Cuantas veces aproveché las ramas que le arrebataba en la poda, las secaba y las usaba para mis asados. Vi cómo continuaba su declive hasta que murió de pie. Lo lamenté y hasta lo lloré tal como si hubiese perdido un ser querido. Para ese entonces prohibieron llenar las albercas y regar los jardines, racionaron el agua potable. Nada ni nadie podía dormir. Al borde de la locura decidí salir a la yardita. Me preparé cuando apenas se anunciaba el sol, me calé lentes oscuros, pantalones largos y camisa de manga larga, ambos de lino, y me empapé de pies a cabeza. Me refugié a la sombra del esqueleto del mezquite. Iba bien provisto, con un galón de agua perfumada con hierbabuena, jugo de limón y Tajín. A través de mis audífonos saboreé el cuarteto de cuerdas de Beethoven, admiré una nubecilla naranja y roja. Distinguí la figura de un perro panzón con pico de gallo, el temido cangallus. Me vino a la mente un trozo del Apocalipsis de Pedro (apocryphon). Como la vida desordenada, el COVID y la vejez minaron mi cerebro, para refrescar el recuerdo me apresuré a buscar y consultar El Libro, una copia (versión Oxford) de uno de los pocos libros que persistían en mi encierro, el resto los regalé a Candi. No lo encontré, atemorizado recordé leer, en mi ya remota juventud, que cuando esa figura apareciese entre el septentrión y el céfiro (boreal y poniente), anunciaba el fin del mundo. Aterrorizado recordé los castigos que como pecador me esperaban. Por blasfemo me colgarían de la lengua, por adúltero me colgarían de los genitales y, de paso se me rostizará a fuego lento sobre el humo y llama incierta de una pila de leña de pirul. (Imagen: captura del Telescopio Óptico Solar Hinode).
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November 2024
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