Por Saúl Holguín Cuevas
MUCHO me alegra que a pesar de la peste el Teatro Meshico, tras forzado silencio, sigue vivito y coleando. La obra Luna rojiza fue el último reto incómodo que los pocos afortunados que patrocinan el drama atestiguaron, padecieron, y al final, trascendieron. Fue en la trinchera Fexam, refugio en plena barbarie metropolitana, área de bodegas, al lado de un templo de gritones y de un negocio de income tax, todo un desierto tanto geográfico como cultural. Desafiando el mercado, la indiferencia y los chillidos del bulevar, Marió Zapién vino, trabajó y conquistó una vez más. Tras arduas labores, capacitó otro grupo de actuantes, la mayoría noveles, pisaron con fuerza las tablas y me arrastraron por la calle de la amargura con un drama tremendista, reflejo de nuestro viacrucis actual. Ambientan la obra: una escenografía post industrial donde las sillas grafiteadas sirven de adorno y de mueble; intensos cambios de luces, música desde tranquila hasta pulsante: dos mundos se reflejan, el exterior, de torturas y, el interior, torturado. Es la incesante queja de un grupo de mujeres víctimas de la violencia, carisucias, desgreñadas, con vestidos raídos, habitan un infierno sin esperanza, caótico, de dolor, llanto y remordimiento donde se suceden enigmáticos bultos negros de movimientos rítmicos. En pleno caos son secuestradas y ultrajadas por verdugos que también son víctimas. Intentan expurgar recuerdos provocados por tristes sueños frustrados. Con voz poética buscan respuestas en la yoga, la adivinación, inclusive quizá lleguen a vislumbrar un poco de alivio en los recuerdos de una lejana niñez de coros infantiles y versos de canciones de la cultura popular. Ante tanta miseria, sopesé si abandonar la sala o seguir de frente. Me llegó una frase de Brecht, Si la gente quiere ver sólo las cosas que pueden entender, no tendrían que ir al teatro: tendrían que ir al baño. Me dejé llevar por el sufrimiento, la confusión y la violencia, salí agotado, experimenté una catarsis. Cierto, son tiempos malos, las cosas están pala chingada pero, pudiesen estar peor, por lo tanto, aún entre las peores tinieblas queda la esperanza de algo mejor. Aplaudo la labor del colectivo. Insto a los cuates a no perderse la próxima obra del Teatro Meshico. Luna rojiza (2021) drama de Mario Zapién, octubre 2021 en FEXAM. Actuantes: Teresa Velázquez (producción), José Bahena, Anna de la Mora, Elisa Cruz, Beatriz Beltrán, Yolanda Gutiérrez, Erika Rosas; escenografía: Manuel Argueta, otros menesteres: Felipe Morales, Agalia Rivera; luces, sonidos, y dirección: Zapién. Ilustración: pintura Las Tres Gracias (2021) de Xavier Méndez / óleo sobre lienzo / 152 X 152 cm. / Propiedad del pintor / Foto del pintor. (En Grecia: Belleza, Júbilo y Abundancia; en Roma: Castidad, Voluptuosidad y Belleza. Está croniquita apareció en Peregrinos III; 11.X.2021).
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Por Saúl Holguín Cuevas
La clausura de la XIV Davidiana: Imagen, Pentagrama, Arte-sana y Signos fue lo mejor de la jornada: una performeada para el recuerdo, panzas y un centenar de oídos más que satisfechas lo atestiguaron. Fue en el Jardín Comunitario en esta Sonora del Norte, al lado del canal. Por un lado, cuatro manos directitas de la mera Capital Mundial del Taco, con eficiencia que envidian los ejecutivos, cual magia, pronto sentaron una cocina portátil y raudos llenaron panzas con la delicia del glotón. A pesar que ya en las noches, para evitar pesadillas, no acostumbró abrumar mi estómago, el Espadín me atrevió a despachar cinco de adobada, con su salsita colorada. El calorón de la plancha fue superado por las llamas emitidas por la trovadora de ensortijada cabellera. Con enjundia que ya la quisiera para dominguear y ruego nunca abandone, paseó a los suertudos asistentes por las alturas. Cual torbellino cantó clasiquitas como Yolanda y Sombras, desfiló jocosas agudezas, mandó saludos que volaron hasta Nogalitos, su patria chica, dedicó canciones a los limpios y a los rudos, Hijos… míos; ni un pie acalambrado le impidió saludar a una chilena, y de paso, alargar el ensueño, sin dejar de trinar se sentó unos instantes, se incorporó y siguió solfeando y cuando le pidieron que pregonara una última oportunidad de satisfacer la gula, pues los taqueros estaban por cerrar, dijo, sin perder pisada, Esa no me la sé. He escuchado decir a mis amigos que por los enmarañados corredores de la música se atreven, que frente al micrófono, en rarísimas ocasiones las musas los favorecen, entran en un trance y ya eléctricos llegan a enchufarse. La noche de la clausura se alinearon los astros. Cobijado por la artisteada, la performance de tacos y cantante me transportó, alimentó mi alma y por una noche me alivió de achaques y demás miserias covidosas. Esa noche: David Muñoz sonreía. Performearon: Concepción Jiménez (voz), en el fogón Cesar y Silvia, larga vida para esta Tercia de Ases. (Foto: Mónica Vilches. En Peregrinos III; 04.XI.2021) Saúl Holguín Cuevas medita como la vida se desgasta y no retoña, aunque a veces parece que sí, por breves momentos.
ESPERO que cuando me estén creciendo malvas en el ombligo, durante la cuaresma mis nietos puedan escapar, aunque sea por un instante, del hartazgo de conejos, huevos de plástico semi escondidos, chocolates y demás azúcares capitalistas, y se les permita disfrutar un platillo de chuales. Granos de maíz deshidratados, desquebrajados y cocidos en un guiso caldoso. Cuando se fue mi madre, por todos conocida en el barrio como La Nana, aparte de la orfandad caí en un laberinto de comidas chatarra. Dejen les cuento como volví a degustar, después de mucho tiempo, este humilde platillo. En vida de la Nana otro gallo cantaba. En su pequeña, pero generosa cocina siempre había fuego y un zancarrón que morder. En ese rincón mágico se fraguaron mis recuerdos de los manjares del pobre; nopalitos, condoches, gorditas, chocholucos (bizcochitos), frijolitos, atoles, sopa de fideo, menudo, cocido de huesos y tantos otros, pero por encima de todos se elevaron los tamales. Ya de regreso al presente, en vísperas del miércoles ceniciento me encontré en el Mercadito y Carnicería Sepúlveda en busca de tortillas Águila, las únicas que valen la pena en toda la Finiquera. Vi unos chuales, aunque de segunda categoría los llevé a casa, imploré a la cocinera me los preparara para celebrar la apertura de la cuarentena. Pasó el tiempo. Ya en plena Semana Mayor, Jueves Santo para ser exacto, con extrema cortesía, podría decir que de rodillas pero, eso ya sería exagerar, volví a suplicar. Pactamos para el día siguiente. De antemano, la doñita, que es de pocas pulgas, me amenazó que si atrevía el más mínimo juicio crítico del guisado, las pasaría muy mal. Se dio la tarea de auscultar la telaraña en pos de videos campiranos sobre la mejor manera de preparar el guiso cuaresmeño. Contentote vi como bramó una olla, una cuchara de palo llegó a mi paladar en busca de un visto bueno. Soy güey pero, no tanto, aprobé con una sonrisa. Me serví una, dos, tres porciones: sublimes. Los granos se elevaron cortesía de un potente caldo de pollo cocido con sal, ajo y cebolla. Este detallito es importante. Recuerden que antes la Iglesia prohibía comer carne durante la cuarentena. El caldo no estaba vedado, mientras no incluyera pedacitos de carne. Pero los tiempos mudan, el chiquihuite y el ayuno ya quedaron atrás, por mucho que el Pontifex Maximus con una mano lave pies ajenos y con la otra alcahueteé a sus hordas pederastas. Me ha llegado noticia de un libro que trata el tema, Cocina de cuaresmo en Durango: Entre el ayuno y el banquete (2022) autoría de Jaime Iram Vargas Barrientos. Saúl Holguín Cuevas va de pesca
COMER pescado y marisco crudo parecerá una herejía, no lo es, inclusive, puede manifestarse sublime. Recuerdo el inmenso gusto con que mi padrino José Mijares despachaba un coctel de ostiones servido en un puestecito del Mercado Juárez o de la Alianza, ese colorido, desordenado amontonadero de comerciantes, mercancías y marchantas. Recuerdo al nunca olvidado, Víctor Mendoza ilustrarme en el fino arte de gustar el sushi, allá en Sun Valley, en un resta ya tanto tiempo desaparecido. Recuerdo una entera y larga mariscada suchizera con Juan, allá en Redwood City, todo lo dejamos en manos del maestro Masa. Recuerdo una visita a un mini en Tzukiji, en Tokio, donde me atranqué de abulón y, mi hijo Marcial, de pulpo. Recuerdo los platillos en la modesta casa de la Chatamar, en el mero Estero, al lado de Punta Banda, cerca de la bufa, bufa, Bufadora, en la ayer tranquila hoy conflictiva Baja. Sin presumir y, como recordarás Carnal Amador, ahí una langosta, una chula (bonito), erizos, se comían recién arrancados del Pacífico; se desayunaba una machaca de tiburón envuelta en tortillas de harina, modeladas por la mano de la anfitriona. Hoy, tal frescura marítima, con mares contaminados y proliferación de criaderos artificiales, se torna casi imposible. Recuerdo un cebiche de camarón modelados por la paciente mano del Troyano y consumido a veinte minutos de su preparación. Recuerdo unos callos que mi cuate y vecino desde la adolescencia, Enrique Sánchez, me invitó en el Negro Durazo de Tiajuana (el local original en Plaza Río), llegaron unos muchachos con hieleritas, mismas que habían transportado vía aérea desde Sinaloa, ¿más fresquitos?, imposible. Y nunca olvidaré las tantas magias preparadas por las manos de mi amigo André. Forjó su saber gracias a un aprendizaje que le impartió un severo maestro entrenado en el mismo Japón. A pesar de la vulgarización del sushi que ahora se oferta como si fuera insignificante mamuncia, maestro y discípulo mantienen sus elevados estándares de calidad y rehúsan servir imposturas, empezando por la tardada preparación del arroz, base del platillo. Resignado, me alimenta el recuerdo, el bolsillo me prohíbe un viaje a la Tierra de los Venados ó acercarme a lujosa marisquería donde el chef, con preciados ingredientes traídos en avión desde mares lejanos, se atreva a las alturas. Me invadieron tan agradables recuerdos el otro día que mi Carnal Amador me brindó una jornada en un templito en la presumida Tarzana. Nos adentramos en el teatro del mago Eddie: su variedad de peces, echados al nado entre sorbos de cebada, nos elevó a zonas etéreas donde aromas y sabores subliman artísticos platillos al alcance de tres dichosos. Gracias Padrino, Víctor, Juan, Masa, Chatamar, Enrique, Troyano, André, gracias benditos hijos de la Mar, gracias Carnal, gracias chefs: por regalarme breves momentos que atesoro y, por brindarme un breve reposo de la casi basura que por todas partes ofertan: tortillas de papel, café enchapopotado, bolas de masa simulacro de tamales y bolas de harina impostoras que ofertan como pan. Sushi Iki (Fresco), Tarzana en la Alta California de Amadís, si por ahí se atreve, cargue las alforjas. (Foto de Yumi Kimura. Versión temprana de esta croniquita apareció en Peregrinos II, 2.IV.2020). Por Saúl Holguín Cuevas
Saúl Holguín Cuevas, entre carneros, se toma un chanate chafón. QUÉ extraño gusto ir a un café donde no hay un asiento cómodo. Qué enferma costumbre patrocinar un sitio donde la cacofónica música y el eco de los techos bajos desmadejan la charla. El café es apenas tolerable, la repostería mediocre, toscas las pinturas en las paredes, pasaderos los desayunos; dicen que los alcoholitos mezclados son buenos, aunque careros. Me acerqué a Lux, traje bolígrafo, pero se me olvidó el papel, me puse a observar. A Lux la gente va a desfilar sus esbeltos y morenados cuerpos. Caen chavos a presumir que tienen una computadora Apple. Otros van a pretender que dibujan o escriben la Great American Novel, pues el dueño presume de ser poeta, quizá lo sea, eso sí, es un buen mercader. Por todos lados maquinillas de escribir inservibles, ni un papel, ni un lápiz, ni una pluma, ni un carboncillo siquiera, maldición. Mientras sudo la canícula en la calcinada Finiquera (Phoenix), añoro estar en la despercudida Sandiego, o en la cafetería Intelligencia en Santimónica precios cariñosos (caros). En ambos litorales despachan cafés como Lux, con un poco más de hipocresía. Hurtos a mano desarmada amortiguados por el benévolo clima. Despachó la tetera latte y salgo para no volver. (FOTO: Jorge Camarón [Reies García Esquivel]; croniquita publicada en Peregrinos III; 12.I.2022) Por Saúl Holguín Cuevas
TROYANO: dice el maistro [1] que lo fácil es difícil. Tiene razón, veamos: para tortear se necesita maíz, cal y agua; [2] para la cerveza, cebada, lúpulo, a veces levadura [3] y agua; para el pan, harina, levadura y agua, entonces porque no los hacen bien. El café entra en esta categoría, aventarles agua caliente a unos granos tostados y molidos, pero… Recién desempacado en Arizona me adentré en El cafetal, Coffee Plantation de Tempe, probé un Blue Mountain jamaiquino. Quedé impresionado con el satinado sabor, pero más con el precio US$40/lb. [4]. Con el tiempo, el sino me llevó al Kona jaguaiano; al Yauco Selecto de tierras boricuas; a una sesión donde se tostó un Yrgachefe etíope frente a mis narices y se sirvió en pequeñas tacitas por dilatada partida triple para estimular la plática. También mantuve provechosas charlas informales con un vecino, agente de una casa tostadora en Seattle que oferta alrededor de 160 diferentes granos, gustamos algunos, el Kenia AA era su favorito. También mucho aprendí del tico Rolando Cortez, propietario del Café Cortez en Tempe. Recuerdo con satisfacción: un corretto con grappa de la Tazza d’Oro en Roma; en Santa Mónica un espumoso en Intelligencia; un Carajillo con brandy en una ya olvidada cafetería cerca de la Complutense en Madrid; un Café Colón tostado en el Mercado Juárez y, degustado con pan francés untado con mantequilla, medio siglo atrás, en casa de mis padrinos, una fría mañana en Torreón; [5] café de olla en quien sabe que parte de México, quizá Veracrú, Guanajuato o ambos; entre los recordados hay un café con piquete, fue un funeral en Zacatecas o en Torreón. No olvido una cabalgata por calles del pluvioso Seattle en busca de la Gloria Cafetera. Cierto en esa costa no se cosecha un grano, pero es tanta la fanaticada que alberga algunas 70 casas donde se tuesta. Conste, el café perfecto no existe, si acaso existiese el único que llegó a conocerlo fue Kaldi, el mítico pastor etíope que lo probó por vez primera. [6] Poderosa razón para continuar en la búsqueda. No soy un obsesionado, pero sí lo soy. En Seattle por un instante me pareció vecinar la gloria, esa elusiva condensación de granos de tierras volcánicas en su versión más que prieta. La onda transcurrió maomeno así. Llegué, pediché un espresso, me preguntó el barista: ¿De cuál? ¡Ah cabrón!, primer dilema a resolver. Paciente me enseñó un mapa de la Bota, Es por regiones, empiezas en el norte, bajas a Firenze (Toscana y región norte), a Parioli (Lazio, área central), a Capri (Campania, el sur) y concluyes en Taormina (Sicilia). En este viaje imaginario, entre más se viaja norte sur, más cala el sol, la gente, la campiña y el café se van morenando, africando. ¡Ay Bota eterna, el sol y el mar! Pues, castígame con un chichiliano. Y mientras fisgaba el meticuloso operar del barista, pregunté por la cafetera espresso, una Synesso. Me ilustró que se diseñó con exclusividad para el clima gris de Seattle. Caffé D’Arte me sirvió una tacita que me quedé sopesando si en mi miserable vida se me había regalado tal bálsamo. Tal magnificencia no se puede alcanzar en casa. Se necesita una máquina potente, diseñada para extraer toda la esencia del grano, reciente tueste adecuado en tostadora a leña, barista ducho, agua filtrada, un clima lagañoso, lacrimoso de preferencia, y unos tanguitos, blues, morna o fados jimiriqueando desde la vellonera. Éxtasis. ¿Acaso, por fin los olímpicos me permitieron cuatro sorbos del café perfecto? (Foto: José Reyes García, un espresso de Intelligencia (Santa Mónica). Versión temprana de está croniquita: Peregrinos III; 09.II.2022) 1 Es correcto, así se le dice en mi Tierra a los que tienen destreza en algún oficio, como el carpintero que aprendió de su padre y de su abuelo a usar instrumentos manuales; así se distingue del maestro de escuela por lo general, letrao. 2 Para no hacer el cuento largo, de las tortillas no incluyo cocerlas sobre un comal de barro con leña de encino, como las nunca olvidadas hechas de maíz cosechado de la huerta familiar, desgranado en elotera y cocido la tarde anterior. También me atrevo a recordar unas sublimes tortillas de harina (harina, agua y manteca de cerdo) en casa de la Chatamar. 3 Algunas cervezas se elaboran al natural, fermentación espontánea de la levadura que hay en el aire. 4 Hablo de 1991, esos 40 dólares de entonces, hoy (2023), equivalen a $89.78. 5 No incluyo un lechero en La Parroquia de Veracrúz, cuando estaba en los mágicos Portales. Al echar leche al café, como a un biberón, se maldice y se esconde la falta de calidad del grano, que en la Parroquia era mediocre, como lo demostró un espresso que pedí. El café se toma negro, sin azúcar, sin crema ni demás artificios. Lástima, tomando en cuenta que Veracruz produce granos de los mejores como Zongolica y Coatepec. |
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August 2024
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