Saúl Holguín Cuevas va de pesca
COMER pescado y marisco crudo parecerá una herejía, no lo es, inclusive, puede manifestarse sublime. Recuerdo el inmenso gusto con que mi padrino José Mijares despachaba un coctel de ostiones servido en un puestecito del Mercado Juárez o de la Alianza, ese colorido, desordenado amontonadero de comerciantes, mercancías y marchantas. Recuerdo al nunca olvidado, Víctor Mendoza ilustrarme en el fino arte de gustar el sushi, allá en Sun Valley, en un resta ya tanto tiempo desaparecido. Recuerdo una entera y larga mariscada suchizera con Juan, allá en Redwood City, todo lo dejamos en manos del maestro Masa. Recuerdo una visita a un mini en Tzukiji, en Tokio, donde me atranqué de abulón y, mi hijo Marcial, de pulpo. Recuerdo los platillos en la modesta casa de la Chatamar, en el mero Estero, al lado de Punta Banda, cerca de la bufa, bufa, Bufadora, en la ayer tranquila hoy conflictiva Baja. Sin presumir y, como recordarás Carnal Amador, ahí una langosta, una chula (bonito), erizos, se comían recién arrancados del Pacífico; se desayunaba una machaca de tiburón envuelta en tortillas de harina, modeladas por la mano de la anfitriona. Hoy, tal frescura marítima, con mares contaminados y proliferación de criaderos artificiales, se torna casi imposible. Recuerdo un cebiche de camarón modelados por la paciente mano del Troyano y consumido a veinte minutos de su preparación. Recuerdo unos callos que mi cuate y vecino desde la adolescencia, Enrique Sánchez, me invitó en el Negro Durazo de Tiajuana (el local original en Plaza Río), llegaron unos muchachos con hieleritas, mismas que habían transportado vía aérea desde Sinaloa, ¿más fresquitos?, imposible. Y nunca olvidaré las tantas magias preparadas por las manos de mi amigo André. Forjó su saber gracias a un aprendizaje que le impartió un severo maestro entrenado en el mismo Japón. A pesar de la vulgarización del sushi que ahora se oferta como si fuera insignificante mamuncia, maestro y discípulo mantienen sus elevados estándares de calidad y rehúsan servir imposturas, empezando por la tardada preparación del arroz, base del platillo. Resignado, me alimenta el recuerdo, el bolsillo me prohíbe un viaje a la Tierra de los Venados ó acercarme a lujosa marisquería donde el chef, con preciados ingredientes traídos en avión desde mares lejanos, se atreva a las alturas. Me invadieron tan agradables recuerdos el otro día que mi Carnal Amador me brindó una jornada en un templito en la presumida Tarzana. Nos adentramos en el teatro del mago Eddie: su variedad de peces, echados al nado entre sorbos de cebada, nos elevó a zonas etéreas donde aromas y sabores subliman artísticos platillos al alcance de tres dichosos. Gracias Padrino, Víctor, Juan, Masa, Chatamar, Enrique, Troyano, André, gracias benditos hijos de la Mar, gracias Carnal, gracias chefs: por regalarme breves momentos que atesoro y, por brindarme un breve reposo de la casi basura que por todas partes ofertan: tortillas de papel, café enchapopotado, bolas de masa simulacro de tamales y bolas de harina impostoras que ofertan como pan. Sushi Iki (Fresco), Tarzana en la Alta California de Amadís, si por ahí se atreve, cargue las alforjas. (Foto de Yumi Kimura. Versión temprana de esta croniquita apareció en Peregrinos II, 2.IV.2020).
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August 2024
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