Amaranto Arizona
Sonia Silva-Rosas Señor Millonario El señor millonario despierta, como todas las mañanas, en su cama estilo Luis XV traída desde Francia. Abre los ojos y percibe ese olor de su habitación y se incorpora. El señor millonario se pone sus chanclas costosas traídas desde la mismísima Arabia; se frota los ojos y su lengua ensaliva ese sabor pastoso en su boca; se pone su bata de seda y se encamina lento a su lujoso baño. No decide si meterse a la tina y sumergirse en las sales traídas desde el Mediterráneo, y las esencias de oriente, o darse un baño “normal” con alguno de sus shampoos costosos que esperan la decisión del señor millonario, enfiladitos en el mueble traído especialmente de España para ese su cuarto de baño con jacuzzi integrado. El señor millonario decide por el shampoo energetizante. Será un día movidito, se dice, y siente cómo cae el agua de golpe sobre su cabeza. Le gusta el agua caliente, le fascina que el vapor invada ese espacio; es una forma rápida de quitarse el frío, se dice, y piensa en el traje que se pondrá el día de hoy. Es una ocasión especial, se dice ahora en voz alta, noticias desde Nueva York, desde la Bolsa y, según palabras de su secretario, serían noticias bastante buenas, noticias que hablaban de dinero, de mucho dinero a su favor. Al señor millonario le encanta llegar a la oficina y encontrarse con su secretario. Le da gracia ver la envidia reflejada en el rostro de ése que debe soportar su arrogancia a cambio de unos cuantos pesos. El señor millonario sonríe al ver en su memoria la estampita de la jeta del secretario envidioso; talla su cuerpo y disfruta ese aroma a cítricos. Recuerda entonces la cara de su secretario el día que lo descubrió cogiéndose a la secretaria de Olvera, ésa que tanto le gusta a su secretario, ésa a la que llevaba meses conquistando. Al muy cabrón del señor millonario se le había ocurrido citar a reunión a su secretario, justo a la hora en que tenía empinada a la secretaria de Olvera. Al señor millonario nunca se le olvidará la cara de sorpresa y despecho que se le pintó a su secretario; todavía le hizo la seña de que esperara, de que no se fuera, de que ya estaba por eyacular… Y después de terminar y sacudirse la verga ante el atónito secretario, el señor millonario le propinó una nalgada sonante a la secretaria de Olvera que, sin levantar la cara del escritorio, sólo atinó a bajar del mueble con cuidado, bajarse la falda, buscar su tanga y salir de la oficina esquivando la mirada decepcionada del secretario. El señor millonario sonríe por tanto triunfo, le fortalece saberse invencible, un conquistador, un poderoso. El señor millonario es eso, alguien a quien nada le falta, nada le atormenta, nadie le detiene. Cierra el chorro del agua, respira hondo, satisfecho. Sale y da un primer paso fuera del área de la regadera y, justamente al dar el segundo paso, el señor millonario resbala y espantado busca a qué asirse, sus ojos miran hacia todos lados, sus manos buscan a qué aferrarse; y el cuerpo del señor millonario cae estrepitosamente y su cabeza se estrella contra el suelo, y él siente cómo algo en su cabeza revienta, y cómo el olor a cerebro reventado le llega a la nariz mientras sus ojos buscan grabar alguna última escena y queda ahí, encuerado y tendido, muerto, esperando a que ese secretario al que le embarraba su éxito y sus millones, fuera a buscarlo y hallara su cuerpo. © Sonia Silva-Rosas
0 Comments
Sonia Silva-Rosas
Amaranto Arizona El sustituto A Guillermo Samperio El hombre se acerca un poco más a la mujer. —De nuevo por favor, más profundo, así, contenga el aire... bien, ahora suéltelo... No entiendo... —¿No entiende qué, doctor?—La mujer se inquieta y busca en los ojos del hombre alguna señal que le indique su gravedad. —¿Está segura de que siempre lo ha traído con usted?, digo, le pregunto esto porque no tengo explicación alguna para su caso. —¡Pues claro que siempre lo he traído conmigo!... Bueno, hace poco sentí algo extraño que me hizo sospechar...—La mujer se endereza y de nuevo respira profundo; abotona su blusa y contempla el rostro del doctor que no despega los ojos del suelo. —¿Sospechar?, ¿por qué?—Pregunta lleno de curiosidad. —Bueno, todo comenzó aquella noche después de la madr... ¡Ay, perdón, doctor! —Ande, ande, prosiga... —Pues le decía. Mi preocupación comenzó después de la tranquiza que me acomodaron la noche que intentaron asaltarme... —¿Aquí?—Pregunta el sorprendido el doctor, abriendo completamente sus ojos que, de súbito, abandonan el piso del consultorio. —No, fíjese, cosa rara... En Monterrey, antes de decidir venirme para acá... —¿Y qué tiene que ver el asalto con lo que le sucede? —Bueno, en el momento de los golpes sólo sentí mucho coraje... Mi sospecha empezó cuando llegué a casa y le conté a mi madre lo que me había sucedido y ella... sólo me ignoró... Después de eso, sentí como que algo se me había desprendido y, la verdad, ni cuenta me di en qué lugar quedó tirado... —¿Me está dando a entender que fue entonces cuando lo perdió? —Sí... Después de la tranquiza y del desaire de mi madre, quién sabe dónde cayó. No se crea, me preocupa... ¿Palpitará aún?—La mujer suspira mientras su mano derecha palpa dudosa su pecho. —Tal vez, no lo puedo asegurar. Existen teorías al respecto: algunas dicen que puede sobrevivir hasta el día en que el dueño se da cuenta de su ausencia y regresa a buscarlo; otras, no dan esperanza... —¡No me espante, doctor! ¿Qué voy a hacer? —Poco a poco la ansiedad se apodera del rostro de la mujer. —No es que quiera espantarla, pero tampoco puede andar por el mundo sin corazón, como si fuera un trozo de madera, así de hueca... Mire, aunque es la primera vez que se me presenta un caso de este tipo, ya un colega me había platicado algo parecido... —¿Y qué fue lo que hizo? ¿Cómo lo resolvió?—Interrumpe ella ansiosa. —Bueno, pues buscó un sustituto en tanto el dueño encontraba el suyo... —¡Vaya! ¿Un trasplante?—Pregunta, ahora curiosa, la mujer. —No, no... Eso de los trasplantes es muy costoso y, además, es muy tardado; no, yo hablo de otro tipo de sustitutos... El objetivo de mi colega era que el paciente no fuera por ahí sin ruidito por dentro, ¿me explicó?, algo que supliera los movimientos del corazón, sólo los movimientos ¿ya me entendió? —¡Ay, doctor, pues no, no entiendo qué me quiere decir! Si no se trata de un trasplante, ¿entonces qué puede ser? El doctor desvía la mirada hacia uno de los estantes repletos de medicinas. Se levanta y, con paso lento, como queriendo recordar algo, se dirige hacia el mueble. —¿Sabe qué, doctor?, mejor regreso en otra ocasión... Tengo cosas pendientes por hacer...—Dice la mujer ya muy cerca de la puerta. —¡No, espere, no puede irse así! Le repito, no puede andar por el mundo sin corazón... Mire, aquí tengo precisamente algo que puede ayudarla de aquí a que encuentra su corazón... —¿Un reloj?—Pregunta la mujer sorprendida. —Y está nuevecito. Previendo que, tal vez se me presentaría algo similar al de mi colega, decidí comprarlo el día en que él obtuvo el de su paciente...—Contesta el doctor con tono triunfal mientras acaricia la pieza. —Pero doctor, no estoy jugando... —No, si yo tampoco. Esto le ayudará a no andar hueca... a ver, démosle cuerda—El doctor llama entusiasmado a la enfermera --- Rosy, venga por favor, ayúdeme... —¿Y qué semejanza puede haber entre el corazón y un reloj, doctor? La mujer regresa fastidiada a la camilla. —¿Cómo que qué semejanza?, ¡tienen mucho en común! Mire, escúcheme: pum, pum... tic, tac, tic, tac... pum, pum, pum, pum... —¡No entiendo nadita! —¡El ritmo, caray, el ritmo! A ver, Rosy, dele a la señorita una bata... —Pero doctor, ¿cómo lo voy a llevar así nomás?, se verá el bulto debajo de mi blusa... —Usted no se preocupe por eso... Ande, el tiempo apremia... Nadie habló durante la operación, sólo se escucharon las exclamaciones del doctor que medio gritaba ¡Chi hua hua!, cuando se le escapa de las manos alguna arteria o ¡ah! cuando encontraba el cadáver de algún sentimiento en la inmensidad del pecho de la mujer. Después de hora y media de coser, pegar con resistol y ajustar con cinta scotch; el doctor dio por terminada la intervención y preguntó triunfal a la enferma: —¡Hemos terminado! ¿Cómo se siente? —Sigo sin sentir algo...—La mujer toca el reloj que ha quedado justo arriba de su pecho izquierdo. —Claro, claro, seguirá así hasta que encuentre su corazón, lo que quiero saber es si no le molestan la cinta y el resistol. —No, no me molestan, me puedo mover a la perfección. Lo único que no me gusta es este bulto, parece que el seno se quiere salir. —Ja, ja, ja, ¡qué cosas dice!, bueno, al menos ya no andará por las calles sin ruidito por dentro ¡Ah!, pero tenga cuidado... —¿Cuidado de qué? —Tendrá que darle cuerda constantemente, claro está, pero no tanta que vaya a encuerdarlo... —¡Uh, pues salió peor el asunto, doctor!, antes por lo menos me preocupaba el no sentir absolutamente anda, ahora, encima de eso, tengo que cuidarle la cuerda a este... Reloj - corazón... ¿Qué puede suceder si se encuerda? —Pues no se lo recomiendo... ¿Ha visto las películas en cámara rápida? —Mmm, sí... —Bueno, pues haga de cuenta, es exactamente igual... La mujer sale del consultorio después de recibir las últimas adecuaciones en su reloj - corazón. Ya en la calle, es extraño verla caminar a prisa, con la vista clavada en el suelo y protegiendo con ambas manos el objeto que ahora daba ritmo a su ser. En algún lugar de Monterrey palpita mi corazón, pensó, mientras los rayos del sol anunciaban el mediodía y su tic tac hacía voltear a más de uno. © Sonia Silva-Rosas |
Sonia Silva-Rosas
Archives
May 2021
|