Amaranto Arizona
Sonia Silva-Rosas Rebeca Le gustaba sentir cómo caía el chorro de agua en su espalda. Cerró los ojos y respiró profundo. Comenzaba el invierno y bañarse con agua caliente hacía, de alguna manera, que se suavizara la rudeza cotidiana. Se quedó ahí, sintiendo cómo, ahora su cabeza, recibía el agua caliente para hacerla sentir viva. Eran cerca de las doce del día y la Landin entró por la ventanita del baño. Fue un juego y yo perdí, ésa es mi suerte, y pago porque soy buen jugador. Tú vives más feliz, ésa es tu suerte, qué más puede decirte un trovador… Como era ya costumbre en Rebeca, levantó su cara hacia la regadera y confundió con el agua caliente el correr de sus lágrimas. No le gustaba aceptar que le habían avisado lo que iba a pasar. Se engañaba, se culpaba. Desde un inicio le dijeron lo que se le vendría encima en caso de continuar en su empeño de no ver la realidad; y es que cómo puede uno llegar a pensar en una relación seria con alguien veinte años menor. Suspiró de nuevo, profundo, y contuvo la respiración un momento para calmarse, así como aquella tarde, cuando el accidente. Ese día algo le decía que no subiera a la moto de Román, que mejor se quedara en casa, que no valía la pena pasar por esa aventura. Todo iba muy bien hasta que, ya encaminados y a toda velocidad, justo antes de tomar La Pera, Román se enteró de que nada le había dejado el recién fallecido esposo a Rebeca. No estoy herido, y por mi madre que no te aborrezco ni guardo rencor, por el contrario, junto contigo le doy un aplauso al placer y al amor. Qué viva el placer, qué viva el amor, ahora soy libre, quiero a quien me quiera, qué viva el amor. Román no era tan bueno para andar en motocicleta a toda velocidad. Después de voltear a reclamarle a Rebeca y echarle en cara su “sacrificio”, Román perdió el control y derrapó. El cuerpo de Rebeca salió disparado y cayó en seco sobre el asfalto. Tres días le tomó a Rebeca regresar a este mundo; tres minutos le tomaron en ese momento para recordar que estaba debajo de la regadera. Cerró el paso de agua, tomó la toalla y comenzó a secar su cuerpo: su cabello, el torso… Debía secar bien, que no quedara húmedo. Después de la Landin, llegó Toña la Negra: Ya no podré ni perdonar ni darte lo que tú me diste, haz de saber que en un cariño muerto no existe el rencor, y si pretendes remover las ruinas que tú mismo hiciste, sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor… Rebeca puso con mucho cuidado la prótesis en lo que había quedado de su pierna izquierda y, también con mucho cuidado, se levantó de la silla de ruedas. Aún no se acostumbraba a esa parte de su cuerpo. Cada uno de sus movimientos era lento, se concentraba antes de dar cada paso. Así salió del baño, con mucho cuidado. Cerró tras de sí la puerta, y sólo alcanzó a escuchar como un murmullo lo que Toña repetía “sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor”… © Sonia Silva-Rosas
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Amaranto Arizona
Sonia Silva-Rosas Gustavo Se quedó ahí parado. Había caminado varias calles batallando con el diablito que le habían prestado para ir a buscar trabajo. Pinche diablito, se decía mientras se rascaba la nuca y sentía cómo la mugre de días se apelmazaba en sus uñas, no ta muy bueno que digamos. ¿Qué le costaba a este cabrón decirme que una de las llantas está jodida? ¡Chingados, pinche gacho!, y Gustavo siente, entonces, cómo los rayos del sol comienzan a brincarle en la cara, cómo el sudor le pica en la espalda; cómo el calor baja por su trasero y las piernas y, entonces, percibe su fetidez de días, de semanas; y le pican las horas sin agua en las piernas y los brazos. ¡Chingado!, dice de nuevo, igual y no encontraré algo, y luego con este pinche diablito cojo; y el semáforo pasa de rojo a verde y él no avanza, permanece ahí, ensimismado, aferrado al diablito azul cojo; con la vista resbalando sobre la calle de Jalapa, con la nariz atenta al puesto de tacos de carnitas de la calle de Puebla; con los ojos atentos en las nalgas de una chica que menea las caderas al atravesar la calle. Los autos se detienen. El semáforo en rojo. El olor a carnitas combinado con la hediondez de su carne (y vaya que ese nauseabundo olor se las ingenia para delatar a quien no se ha lavado las verijas durante semanas, para delatar un culo sucio y unas sobacos sudorosos). Se talla los ojos, intenta limpiar el sudor que escurre por su cara; pica, el sudor en sus pupilas, arde. Sudor y mugre en su mirada; fétido aroma en la nariz y en la boca se le hace agua la lengua con el aroma a comida. A su lado la gente camina, cruza la calle… algunos corren, le empujan en su camino, y él ahí, en la esquina de Jalapa y Puebla, apretando los fierros de un diablito azul cojo, descubre de pronto que su zapato derecho tiene un agujero nuevo; levanta la vista y se asegura que nadie encuentre ese abismo que delata su miseria: hoyo irremediable de su pobreza. No, pos no, así menos encontraré trabajo. Esconde el zapato, se aferra al diablito cojo; el semáforo de nuevo en verde y sus ojos ahora corren hacia Insurgentes. No, mejor me regreso, segurito nomás le voy a hacer al pendejo. Mejor me regreso y veo la manera de tapar este pinche hoyo del zapato. ¡Chingada madre, así no le dan trabajo a uno; y luego este pinche diablito…! Semáforo de nuevo en rojo. Indecisión. Voy o no voy. Mira el semáforo que continúa en rojo. Suda. Hiede. Le pica la mugre de su cuerpo. Los tacos de carnitas le entran por la nariz y apuñalan su intestino. Babea. Se limpia la boca y su lengua percibe ese sabor a sal mugre. Voy o no voy… ¡Naaa, ya mañana Dios dirá! Semáforo en verde y, Gustavo, rumbo a la Glorieta de Insurgentes… © Sonia Silva-Rosas |
Sonia Silva-Rosas
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May 2021
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