Feliciano Alegría, nació en Villa de Seris, Sonora. Estudió unos semestres en la universidad de sonora en la facultad de ciencias químicas, pero terminó de profe de secundaria. Lector desbocado de cuentos y novelas. Su obra está destinada a contar las menudencias cotidianas de su gente, pero con un estilo depurado. No participa en concursos literarios porque desconfía de los jurados y prefiere realizar modestas publicaciones que lleguen a su gente, sus más cercanas amistades. Ha publicado La esperanza inútil, El pasado de la esquina, y ¿quién nos quiere a todas horas? Escribe una novela destinada a convertirse, según los enterados, es la gran novela sonorense.
MUJER A CONTRALUZ Feliciano Alegría A Marina no la veía desde que salimos de la carrera. Recuerdo bien aquel tiempo en que esperaba la tarde para verla. Con la emoción a flor de piel la veía llegar. Su perfume era lo que primero se asomaba al pasillo y entonces la tarde tenía un olor a durazno, a membrillo de temporada, a fruta recién cortada. Ella venía del trabajo y a veces se le veía muy agotada. Al cambio de clase, nos íbamos a la cafetería y algunas veces desertábamos de las clases a una sola mirada. También dimos largos paseos por todo el campus. En varias ocasiones terminamos en el cine. Claro, ella pagaba porque en ese tiempo mis recursos no sólo eran escasos, si no nulos. Pero eso es algo que no quiero ni recordar. Mejor volvamos a lo de Marina. Una vez me invitó a su casa. Vivía con su mamá y un hermano. No estaban. Cuando entramos nos fuimos directamente a su cuarto. Hacía bastante tiempo que nos habíamos besado en uno de los parques de la universidad y en el cine, pero hasta ahí, nada más había pasado y no habíamos hablado de nada de eso. Ella tenía su novio, un novio formal, de visita y todo. Yo estaba más sólo que un náufrago. —Tengo ganas de ti—me dijo y yo estuve dispuesto a todo en ese momento. Así que empezamos con unos besos de esos que te dejan sin aliento, luego nos fuimos despojando de nuestras ropas. Uy, una pena, sus ropas eran finísimas, suaves. Mientras que las mías, era ásperas, duras. Pantalones de mezclilla, camiseta agujerada. Los chones tenían los elásticos flácidos, uy que pena me daba. Y ahí estaba con una muchacha linda que tenía más resuelto que yo su presente y su futuro. Pero de igual forma fue mía. Se me entregó de una manera total, apasionada. Nunca me imaginé que detrás de aquella fachada tan modosita, tan de niña bien, se escondiera ese volcán de mujer. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar el otro hasta que ocurre. Fue maravilloso ese momento en que me confundía y no sabía cuáles eran mis manos, cuales mis piernas. Después de una batalla donde ambos contendientes quedamos rendidos, el sueño se apoderó de nosotros. Despertamos cuando unos gritos se escuchaban por toda la casa. Ahí estaba toda la familia, con novio incluido, mirándonos el uno en brazos del otro. Ella, que a estas alturas le importaba un cacahuate las formas, se encaró con ellos, los lanzó a la jodida. Cuando salieron se me quedó viendo y me dijo: -Tenía muchas ganas de hacerlo, no te preocupes, vístete y sal como si nada, yo me encargo. Luego te veo. De ese “luego te veo” pasaron cinco años hasta este momento en que la vuelvo a ver. Fue una casualidad, aunque en esto de los encuentros a veces dudo que exista la casualidad. Tal vez alguien mueve sus hilos para que las personas se encuentren y construyan una historia en común. La encontré en la sección de frutas y verduras de conocido supermercado. Qué lugar para un encuentro romántico. Aquí habría que añadir un comentario acerca de lo que yo andaba haciendo en esa sección del súper. Resulta que es el mejor lugar para la cacería, así les digo a mis amigos, me refiero a la cacería de pollitas con las cuales a veces construyo pequeñas historias de amor. Ahí me las encuentro y he ligado a bastantes amigas, que luego comparten mi cama y mis recuerdos. Cuando vi a Marina, ella sostenía una papaya en una minuciosa inspección. Me acerqué por atrás y le dije: -Está rica la fruta. Ella volvió su rostro como desde cinco años atrás, me reconoció y una sonrisa le fue llenando el rostro. Volvimos a ser los amigos de la escuela. Nos abrazamos rico. Lo demás viene en otra historia. © Feliciano Alegría
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José Antonio de Felipe, valenciano, se inició en la escritura porque le gustaba leer. y trataba de imitar lo que leía; luego le fue gustando el cuento mínimo. No ha ganado concursos porque no concursa. Pero en muchos lugares de España lo tienen en alto aprecio por sus minificciones intertextuales.
*** José Antonio de Felipe Partituras de un llano grande Yo, soy hijo de… “¿Y tú? ¿Quién eres?” le preguntó uno de los dos somnolientos que bebían cerveza caliente bajo la desvencijada enramada. Un viento como fantasma pasó entre ellos y dejó un silencio demasiado gordo. “Yo soy hijo de Juan Rulfo” Eso contestó el recién llegado, todavía de pie con una maleta polvorienta en la mano. “¿Hijo de quién?” balbuceó el otro borracho. “De Juan Rulfo” afirmó levantando un poco la voz y plantándose mejor sobre sus pies. El mismo borracho, tratándose de espabilarse intentó corregirlo “Hijo de Pedro Páramo quieres decir” El recién llegado titubeó y se quedó en silencio. No, aquí no es “No señor. Aquí no es Luvina. Por aquí no existe ningún lugar que se llame así, nunca hemos oído ese nombre”. Vine a buscar a mi madre “Vine a este pueblo porque me dieron que aquí vivía mi madre, una tal Susana San no sé qué” “No, mi amigo, aquí no hay nadie así. Aquí casi no hay mujeres. Ha de ser en otro pueblo, pero no… aquí ya no hay pueblos. Tiene que irse hasta el otro lado de la sierra… y pues… eso está muy lejos” El viejo se calló y ya no volvió a hablar. La noche comenzaba a asomarse desde los cerros. No me busquen “¡Díles que no me busquen! ¡Que no me busquen! Aquí ya no hay nada para mí, por eso me voy a ir. ¿Ya para qué quedarme? ni la casa quedará en pie. ¿Para qué sirven esas paredes y esos pedazos de techo? Ya son pura tierra y carrizos quebrados. Aquí ya no hay nada. Hasta el viento se fue. ¿Y ustedes? ya ni de compañía me sirven, ni me habla, nomás se quedan ahí metidos entre los adobes. Están roncando las nubes “¿No oyes roncar las nubes? Parece que se van a desgranar, que nos van a caer encima. Han de estar llenas de polvo, llenas de arena. Si se revientan nos van a matar a los dos. Bueno, ¿a ti, qué?... ya nada te hace, ni siquiera este calor, ni este viento que nomás llena la boca de tierra. Esta cochina tierra fina que se mete hasta los pensamientos, hasta adentro de uno mismo. A ti ¿ya qué…? pero ¿a mí? aunque parece que para cuando llegue estaré como tu… ¡Igualito a ti! Sin hambre y sin sed “Por fin nos han dado la cena. Por fin nos la trajeron. Teníamos tres días sin comer y sin tomar agua. Eso es porque aquí no hay comida ni agua. Rascábamos la tierra reseca para encontrar agua, pero eso era cuando estábamos dormidos, soñando digo, porque cuando uno despierta no ve agua por ningún lado. Esta cena nos va ayudar mucho… nos dieron agua, mucha agua. Ya no tenemos sed, tampoco tenemos hambre ya. Ahí se quedó la cena y el agua… No sabemos si todavía estamos dormidos ni si vamos a despertar”. Confusión de polvo “No pude encontrar el pueblo. Di vueltas y vueltas, pero no pude encontrarlo. Parecía como si el viento se lo hubiera llevado, solamente se veía el suelo lleno de peñascos blancos, desmoronados. Había una cuesta muy empinada, como de esas que salen en los sueños. Fui hasta arriba para ver si se divisaba a alguien. Estaban unas comadres en medio de un remolino. Me dijeron que no había pueblo, que no había nada. Que hasta las almas se fueron, así, de repente, en la madrugada, sonó como un montón de mariposas. Me dijeron que no debía andar buscando pueblos, que me fuera por donde se había ido el tiempo… No entendí, pero me fui y me sigo yendo, me sigo yendo. De esto hace mucho tiempo”. El llano grande “Ahora vivimos en este llano. No tenemos a dónde ir. Para donde quiera que caminamos es lo mismo: el llano sigue, sigue, nunca se acaba. Aquí vivimos… es que somos muy flacos como para ir más lejos. No tenemos fuerzas porque no comemos. Es como si fuéramos carrizos. Tenemos muchos años así, muchos. Ya ni nos acordamos de nada. Adentro de nosotros no hay caras ni nombre, es un barranco muy hondo que no tiene fondo. Ya nos acostumbramos a vivir en este llano”. Más allá del cerco “No, ese no encontró nunca el pueblo porque cuando brincó un cerco de piedras se tropezó y se cayó. Pero él no se dio cuenta y siguió y siguió. Fue más allá de donde se pudo imaginar, luego se devolvió. Yo creo que por eso nos encontramos aquí. Él no cuenta nada, nomás anda como buscando algo. Pero yo sé, porque a mí me pasó lo mismo”. Silencio para siempre “Bueno, para acabar, el viejo encogió los labios prietos y no volvió a hablar; se quedó mirando los cerros o el polvo o a alguien que yo no podía ver… tal vez a alguien que se parecía a él; tal vez miraba a las comadres o a las almas que se fueron o a Miguel. Tal vez se quedó soñando con un pueblo sin viento, de pura tierra y carrizo. |
AuthorEsta sección de Peregrinos y sus letras, será dirigida por Esteban Domínguez (1963). Licenciado en Letras Hispánicas (UNISON). Ganador del concurso del libro sonorense en el género de novela en el 2002. Su libro de cuentos Detrás de la barda fue seleccionado para las bibliotecas de aula de la SEP en el 2005. Ganador del Concurso del Libro sonorense, 2010 en el género cuento para niños, con el libro El viejo del costal. Fue presidente de Escritores de Sonora, A.C. y actualmente dirige la Editorial Mini libros de Sonora. Archives
April 2020
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