Alfonso Díaz de la Cruz. (Ciudad de México, 1983) Psicólogo de profesión, escritor por vocación. Se ha dedicado, en el mundo de las letras, a la creación del cuento corto. Ganador del V Premio Endira Cuento Corto 2018. Publicado a nivel estatal, nacional e internacional en diferentes columnas y antologías de cuentos, se refiere a ellos como relatos irreverentes, con ligeros toques de magia, humor y realidad.
Apología del lobo Alfonso Díaz de la Cruz Bueno, ¿y qué esperaban que comiera? ¿Espárragos? ¡Si soy un lobo, por el amor de Dios! Y los lobos comemos carne, señores, carne. Y entre más cruda esté, mejor. No lo hacemos por malicia sino por supervivencia. Lo hacemos para seguir vivos y ya. Tampoco es que existan croquetas para lobos, como las hay para nuestros primos, los perros; y de haberlas, dudo mucho que nos permitan el acceso al supermercado para comprarlas o que la gente compre los costales para alimentarnos. Sí, nos tienen miedo. Nos tienen por malvados y feroces por la simple y sencilla razón de que comemos. Como el resto de los animales, incluidos los humanos que, dicho sea de paso, también comen carne. Y ambos comemos ovejas, señores. Y gallinas. Y, ocasionalmente, ciervos. Y nosotros somos los malvados. Pero es que no podemos comer galletitas ni ensaladas, aunque quisiéramos. Va contra la naturaleza. O, dígame usted, ¿cuándo ha visto a un león comerse una pizza vegetariana? No somos malvados, no somos crueles asesinos que jugamos con el sufrimiento de nuestra comida ni lo hacemos por diversión, no llegamos a tanto. Sólo somos lobos. Lo de Caperucita es un caso aislado y habría que dudar de la versión de la niña. ¿Es que acaso la niña le ofreció al lobo en algún momento alguno de los víveres que guardaba en la canasta? Y si nos apegamos al registro de los hechos, la niña todo el tiempo estuvo burlándose y provocando al buenazo del lobo; que si sus orejas, que sus ojos, que si sus dientes. Usted seguramente también se molestaría si yo me burlara de su aspecto y le dijera que tiene cara de morsa vieja o que parece chichicuilote. No estaría padre, ¿verdad? Por eso no se lo digo, para que no se moleste. Pero esa niña no se callaba y, aunque los lobos no somos violentos, sí somos un poco temperamentales cuando se nos provoca. Es el instinto de defensa, ¿sabe? Y, además, todos tenemos un límite. Y esa niña hable y hable pues, sí, ocurrió lo que tenía que ocurrir. El lobo reaccionó: Se defendió de las agresiones como lo haría usted si le digo que tiene patas de codorniz. Y la niña, claro está, chille y chille y llega el cazador y ¡bam! mata al lobo por el estúpido cliché de que somos malos. Sufrimos mucho ese día, ¿sabe? Era el cumpleaños de Joselo. Y nos quedamos esperándolo. Nunca llegó a su fiesta. Todo por aquella niña. … Además, ¿qué hay de los padres?, o más específicamente, ¿de la madre? El registro claramente indica que la madre la mandó a visitar a su abuela. Y aquí le pregunto yo: ¿A qué madre desnaturalizada se le ocurre mandar a su hija, sola, a través del bosque donde, sabemos, los peligros están a la orden del día? A eso, señores, y no al pobre de Joselo, le llamo yo un monstruo. … Lo de los cochinitos fue algo similar. Y ocurrió lo que ocurriría si ponemos una cebra frente a un león hambriento y la cebra se burla y provoca al león. Se convierte en algo personal y el león buscará comer ya no a cualquier cebra sino a aquella que le estuvo provocando hasta el hartazgo. Ya le dije que somos temperamentales, pero jamás actuamos con malicia. Es sólo instinto, supervivencia, y no más. De manera que, como podrán ver, existe una explicación satisfactoria y exculpatoria a cualquier crimen que nos imputen, incluido el del niño Pedro, que se volvió presa fácil en el pueblo como consecuencia de sus mentiras. Tenía hambre y corrí para alcanzar a mi alimento que no dejaba de gritar: “¡El lobo, el lobo!” haciéndome quedar como un ser desalmado. Y yo tengo alma. Y apetito. ¿Crimen, señores? ¡Nada más falso que eso! ¿O no iría usted tras su pavo en navidad si éste se levantara y corriera por entre los muebles gritando “’El humano! ¡El humano!”? Es cuestión de orgullo propio. De lo contrario sería el hazmerreír de todos los convidados. Es cuestión de orgullo y, en mi caso, de supervivencia. No matamos por crueldad. Y somos, a diferencia de los humanos, plenamente conscientes de que lo que comemos son seres vivos. Como nosotros. Es por eso que no lo hacemos por diversión. Ni por maldad. Sino única y exclusivamente por hambre y para seguir viviendo. Y siempre nos ponemos en lugar de la presa, en un momento que puede parecer de debilidad, y pensamos: “Ojalá que huya.” Aunque con eso corramos el riesgo de perder nuestra comida. Lo hacemos. Nos pasa de verdad. Sobre todo, con los corderos. No sé, pero tienen una carita que hace que le entren a uno ganas de darles siempre otra oportunidad. Así que, como pueden ver, señores, no somos malos. No somos crueles. No somos asesinos. Somos depredadores, sí, pero depredadores sensibles al miedo, al dolor y al sufrimiento de nuestras presas al punto de llegar a ser magnánimos. Y como para muestra basta un botón, y considerando que con esta defensa se me ha abierto el apetito, les daré una prueba irrefutable que a la vez es una oportunidad de vida: Señores, ¡Huyan...! © Alfonso Díaz de la Cruz
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Conrado Córdova Trejo. Estudió Letras hispánicas en la Universidad de Sonora y fue parte del “6 ½”. Se jubiló como docente de Colegio de Bachilleres de Sonora. Tiene las publicaciones: Algo para leerse en un cuarto oscuro (Unison, 1989), Cogitación de aprendiz (Independiente, 1997) , Exilio de lobos ( Mini libros de Sonora, 2017), Acerca de la luz (Garabatos, 2018) y Narraciones apócrifas (Garabatos, 2019)
DURMIENTE Conrado Córdova Trejo El príncipe Jesús Antonio se acercó ceremonioso al lecho donde yacía Zulma, en un sueño maléficamente inducido por años y años, hasta que con un beso retornara otra vez a la vida. Parecía que invernaba sin ser una ardilla o un oso y en plena primavera. En la habitación las enormes cortinas se movían como alas de mariposa al ligero paso del viento. De los jardines ascendía el coctel de fragancias. Los criados entraban y salían atendiendo el más mínimo detalle: cambiaban las sábanas, limpiaban su rostro, manos y pies con agua de azahar. Hablaban quedo al realizar sus deberes, temían perturbar ese sueño profundo de acantilado. Recordaban sus hábitos y lloraban en silencio, por esas travesuras que la marcaban, como la costumbre de no enjuagarse la boca por las mañanas, o a ninguna hora. Desde la almena los vigías atendían el camino, que se volvía un hilo que se ocultaba en el valle; otros atendían el helado camino a las montañas, lleno de precipicios y por último alguien cubría el salado camino al mar, de donde llegaban ocasionalmente hombres borrachos de olas. Eran los posibles puntos por donde debería aparecer el príncipe Jesús Antonio para regresar la vida a la princesa. En la espera seguían velando ese sueño hora a hora, día a día mes a mes, llevaba más de un año dormida. En los primeros días del sueño a alguien se le ocurrió juntar a todos los gallos del reino para que la despertasen, aunque no fuese la madrugada. Pero fue 99 en vano, ella seguía atada a un lugar donde todavía no había estrellas. Casi habían perdido la esperanza, el otoño había iniciado con cierta lentitud en el reino, cuando se alcanzó a ver una polvareda que se acercaba por el hilo del valle. Poco a poco empezó a tomar forma, ya se apreciaba una capa ondear sobre un caballo moro y a centellar los adornos de sus vestiduras. Los gritos de júbilo se multiplicaron desde la almena hasta las calles del reino y cientos de súbditos como en una romería salieron a recibir al príncipe. Parecía que hubiese reconquistado Tierra Santa y trajese en las alforjas el Santo Grial. Venía empolvado, con la boca seca y acalorado. La gente se le emparejó al trote del caballo, tocando sus botas y gritando su nombre. Un sacerdote lo bendecía desde lejos y los laúdes y las flautas despertaron. Alguien ya escribía los primeros versos de un romance del príncipe Jesús Antonio, rescatando de la muerte a la princesa Zulma. Desmontó y sacudió el polvo. Preguntó si en este castillo se encontraba la princesa Zulma en su letargo. Le respondieron que sí. Pronto le ofrecieron agua fresca y la bebió sin detenerse. Sorbió también un vaso de vino y siguió caminando, como si quisiese desentumir las piernas. Ascendió una prolongada escalera de caracol. Comentó que se había guiado hasta este lugar por medio de los mapas estelares realizados por Antonio Sánchez y por los romances, donde se detallaba la desgracia de la princesa durmiente. Al entrar toda la comitiva a los aposentos de Zulma, el olor a flores era impresionante, aunque fuese otoño; más parecía un jardín que una habitación. El príncipe se quitó el sombrero, la capa y avanzó a la cama. Descorrió los velos y apreció un bello rostro 100 pálido, con una cabellera obscura, densa y larga. Había recorrido por meses una ruta de estrellas, guiado por la constelación de Orión. Había tenido el temor de que otro príncipe se hubiese presentado antes. Limpió sus labios y lentamente se agachó hasta el rostro de Zulma. El rostro olía a azahar. Sintió el delicado respirar y besó sutilmente con amor los labios semifríos. Ante el contacto, éstos se abrieron como una flor ansiosa de luz. El príncipe se apartó y se sostuvo de uno de los acompañantes, se le aflojó el cuerpo y se le doblaron las corvas. Mientras la princesa se desperezaba, bostezaba, se incorporaba y veía a la multitud con asombro; el hechizo, cedió con la rapidez de ese beso tierno y nuevamente brillaban sus ojos. A un costado de la cama de la princesa el príncipe se derrumbó, padeciendo de convulsiones y gritos desgarradores, como si hubiese bebido un veneno explosivo. Quedó sin vida y con un gesto de asco y desconcierto en el rostro. Jesús Antonio había sido fulminado por el hedor recalcitrante y acumulado en la boca de Zulma durante un año; más aún en la fiesta donde la princesa se desvaneció por el maleficio, en ese momento comía carne asada, que se le incrustó entre los dientes. El tufo de la boca de Zulma era el de una letrina mortal. Al tender al príncipe, en el antes lecho donde yacía la princesa, ya se iban armando versos de un romance, sobre un príncipe que había muerto dando su vida para rescatar de los valles tenebrosos de la muerte a la princesa Zulma. © Conrado Córdova Trejo JOSÉ BAROJA Nació en Valdivia, Chile, en 1983. Egresado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, posee los grados de Licenciado en Letras, mención Lingüística y Literatura Hispánica y Magíster en Letras, mención en Literatura, ambos obtenidos con máxima distinción académica. Siendo especialista en las obras del Siglo de Oro español, Baroja ha dictado cátedras sobre la materia, así como sumado varias publicaciones acerca de la literatura hispanoamericana en revistas especializadas del continente. Desde el 2006, también ha participado en actividades culturales ligadas con el mundo de las letras, tales como charlas en colegios, fanzines, cafés literarios, diálogos, foros, revistas, prólogos, cuentacuentos, etc.
HERENCIA JOSÉ BAROJA “El paso del tiempo condena al olvido la memoria de un país”. Arthur Miller Son las siete de la tarde, Joaquín está entretenidísimo jugando con sus matchbox sobre la gran alfombra que cubre casi todo el living. Solo tiene cinco añitos. Ya han pasado varias horas desde que regresara de la escuela por lo que ahora simplemente sonríe. Sonríe, como todo niño o niña debería hacerlo a su edad, sobre todo cuando está acompañado por sus juguetes favoritos y por una imaginación que, afortunadamente, aún permanece viva. Joaquín conoce de memoria el nombre y modelo de cada uno de los coches que tiene allí regados. Me retracto, no están regados, están colocados estratégicamente. Cada línea de la enorme alfombra representa en la mente de Joaquín un camino dentro de la gran ciudad, cuyos límites él mismo ha establecido: al Norte, la cordillera (el sofá); al Sur, el mar (el piso flotante); al Este, un pequeño monte (la caja de sus juguetes); al Oeste, una mínima pirámide (sus zapatos). Él se ocupa con la habilidad de quien da vida a lo que no lo tiene de mover los carros de un lado a otro, de hacer las voces y los ruidos de éstos como si fuera un artista mostrándonos su particular mirada. Cada cierto tiempo, se escucha un fuerte ¡brrrum, brrrum! Joaquín sonríe. A las siete con treinta, un vehículo se ha detenido fuera de su casa. Probablemente sea su padre. Sí, es él. Su madre se lo ha hecho saber al dirigirse con cautela hacia la puerta principal. Joaquín ha dejado sus matchbox para correr a saludar a ese hombre al que no ve muy seguido. De seguro le ha traído un nuevo juguete para así aumentar su ya de por sí numerosa colección. ¡Sí! ¡Una furgoneta! Es igual a la que maneja él. Gracias, papá, se escucha decir con esa genuina alegría de quien no ha perdido su imaginación por la escuela o por el diario vivir. Rápido se la enseña a su madre, quien le sonríe con amor, aun cuando desde hace varios días solo finge una explícita felicidad. Por su hijo, piensa. Joaquín no ha notado esto; o eso creo. Su mamá es su mamá, punto. Cosas de grandes, punto. Quizá sus pocos años lo protegen de algo más. No estoy seguro. Joaco corre de regreso a la alfombra para sentarse entre esos carros que sin él no tendrían vida. En tanto, su padre le ha regalado una dura mirada a Andrea sin decir palabra alguna. Ha salido nuevamente por esa puerta como si el diablo lo empujara. Joaquín ha vuelto a su juego, ha elegido la furgoneta; afuera, Raúl ha encendido el motor de la suya. Debe reunirse con dos personas con las que previamente ha hecho un trato. Joaquín ha puesto en movimiento el carro que le acaban de regalar. Una media hora después, su padre recogerá a esos dos sujetos cerca de Juárez. Una media hora después, Joaquín escuchará a su madre llorar. Raúl, Mireya y Artemio se colocarán un pasamontañas antes de llegar al destino. Joaquín correrá donde Andrea para abrazarla. Como carroñeros dos se bajarán del vehículo para quitarle la vida a aquello que ya lo tiene. Joaquín abrazará con fuerza a su madre dejando el juego atrás. Ellos golpearán a una mujer en la cabeza. Se la llevarán a la furgoneta. Joaquín llorará desconsoladamente sin tener claro el por qué. Sin tener claro lo que vendrá. © José Baroja José Luis Barragán Martínez. Originario de Cuauhtémoc, Colima, radica en Hermosillo, Sonora, desde 1979. Estudió Ciencia Política y Administración Pública en la Universidad Nacional Autónoma de México, y Sociología en la Universidad de Sonora. Desde 1986 ha colaborado en diversos periódicos y revistas con temas socioculturales.
En esa casa sí hay papá José Luis Barragán Martínez La vida de aquella calle en aquel fraccionamiento semi nuevo había sido sin novedad, comentarios normales por la remota reestructuración de la deuda hipotecaria, arreglos entre vecinas para ir a medias con el costo de las bardas tan necesarias para resguardar mejor sus casas (“casas guajoloteras” dicen ellas y sueltan la carcajada), temblorina por los gastos de diciembre que se acercan, posible cooperacha colectiva para el pago de policía porque los malandros ya mostraron su presencia y hasta en la espalda se han llevado los tinacos. Pero aquella tarde algo nuevo había ocurrido; Samuelito, de seis años, había entrado corriendo a la casa con rostro de sorpresa y, jadeando, llamó a su madre. —¡Mamá, mamá, ven! Tomó a su progenitora de la mano y la mujer, no más de veinticinco años, se dejó llevar. En la banqueta, el niño señalaba atropelladamente la casa abandonada de enfrente y cuya ocupante no había podido seguir cumpliéndole al banco, las “ratas de dos patas” se habían llevado puertas, ventanas, sanitario y demás, y ahora de un troque bajaban catres, estufa de petróleo, un abanico, tres sillas y una mesa. Las bolitas de vecinas se formaron aquí y allá, una de las mujeres se acercó con la mamá de Samuelito y comentó. —Dicen que se trata de una familia de Zacatecas, que vinieron al corte de la uva y que se van a quedar a vivir en Hermosillo, están invadiendo la casa, a ver cómo les va con el banco, de seguro los van a echar pero cuando menos van a librarse de pagar la renta durante un tiempo. Al día siguiente, al mediodía, Samuelito entró nuevamente a su casa y gritando sacó a su mamá a la calle, señalando la casa de enfrente. —¡Mamá, mamá, en esa casa hay papá, en esa casa hay papá! Sin dar tiempo a ninguna respuesta, el niño interrogó. —Mamá, ¿qué es un papá? Sucedió que sin darse cuenta, sin haberse puesto de acuerdo, en aquella calle del aquel fraccionamiento habían coincidido mujeres solas, madres jóvenes con hijos que no conocían a sus padres: Martha (le gustaba que le dijeran “Martell”), de veintisiete años, había ido a Tijuana a probar fortuna y regresó con tres niños, dijo que por allá se había casado pero que había enviudado, los pequeños tenían ojos, piel y pelo de diferentes colores. Estefanía, veinticinco años se decía “mujer liberal”, trabajaba en una estética, en cuanto empezó a ganar dinero se independizó de sus padres, quería ser libre de hacer lo que le viniera en gana, libre de dirigir su vida, nadie supo (ni nunca quiso decir) la paternidad de sus dos pequeñas. Clara, veintiún años; se casó a los dieciséis, pero antes de que naciera Clarita se divorció “por incompatibilidad de caracteres”. Catalina, veintinueve años, tres hijos; se rumoraba que su amor de siempre estaba en la cárcel y que lo visitaba con frecuencia, los niños no lo conocían. Mercedes, Ramona, Carmina, Ofelia, Soledad, Carlota y demás eran otras tantas madres solas, madres jóvenes que trabajaban duro para sacar a sus hijos adelante. Y aquel papá, aquel hombre raro para aquellos niños, aquel ex pizcador de uva originario de Zacatecas acostumbraba salir por las tardes y sentarse en la banqueta a tomarse una taza de café. Los niños lo veían de lejos con curiosidad, poco a poco se fueron acercando y poco a poco le fueron tomando confianza. —¿Cómo te llamas?”- preguntaron. —Crisóforo—Todos sonrieron, más porque el hombre tenía las mandíbulas muy grandes. Unos le decían “micrófono”, otros “gorgorito”, “Nicéforo”, “fósforo”, pero todos le fueron tomando cariño, mucho cariño. La simpatía fue mutua, más porque Crisóforo tenía los dientes manchados y algunos de los niños también. —Es por el agua de Zacatecas que tiene minerales y los afecta, además, aquí en Hermosillo también hay gente con los dientes amarillos, me dicen que hace tiempo el agua de por acá estaba muy clorada—les dijo. Con el tiempo, los niños esperaban con ansia que llegara la tarde para que aquel hombrón saliera a tomar café, les había despertado un sentimiento muy bonito, inexplicable, que los hacía sentirse bien, como si su presencia fuera un manto protector, de seguridad. Mientras tanto, las madres observaban de lejos, sin intervenir, sólo dejaban que la vida siguiera, ninguna quería pensar qué sucedería cuando aquel ex pizcador de uva de la costa se fuera, que el banco lo echara, sólo querían saber, por el momento, que en aquella casa sí había papá, y que los niños eran muy felices por eso. © José Luis Barragán Martínez |
AuthorEsta sección de Peregrinos y sus letras, será dirigida por Esteban Domínguez (1963). Licenciado en Letras Hispánicas (UNISON). Ganador del concurso del libro sonorense en el género de novela en el 2002. Su libro de cuentos Detrás de la barda fue seleccionado para las bibliotecas de aula de la SEP en el 2005. Ganador del Concurso del Libro sonorense, 2010 en el género cuento para niños, con el libro El viejo del costal. Fue presidente de Escritores de Sonora, A.C. y actualmente dirige la Editorial Mini libros de Sonora. Archives
April 2020
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