Sonia Silva-Rosas
La Escalera Los techos se ven distintos cuando las tardes comienzan a caer. Ahí se reúnen poco a poco las sombras para saborear los recuerdos que se han grabado en ellos y así, lentamente, después de morder cada recuerdo, lo eructan hasta pintar de oscuro no solamente los techos, sino la habitación entera. Desde hace cuatro años Ofelia ha sido fiel testigo de este banquete. Y es que es muy distinto contemplar los techos cuando uno descansa, piensa, reflexiona o, en su caso, recuerda. Observar los techos debajo de una escalera significa no sólo participar de alguna manera en la comedera de las sombras, sino también sentirse relegada, abandonada, expuesta, pues mientras las sombras devoran sus recuerdos, el tiempo la devora a ella. Cuatro años han sido suficientes para que Ofelia acepte que ya no es la misma de antes. Su cuerpo ya no funciona como cuando tenía cuarenta; se niega a hablar, no la dejan caminar y su estómago le ocasiona demasiados problemas. Así pasa Ofelia los días y las noches en la inmensidad de aquella casa, debajo de la escalera; buscando la manera de soportar el frío y de aguantar el hambre para que su estómago no actúe en su contra; contemplando el paso del tiempo a través del ventanal que mira hacia las otras colonias, escuchando el canto de los pájaros que ya no cuida y las voces que ha logrado guardar en su cabeza... Su cabeza... Esa parte del cuerpo que en ella se ha transformado en una sala de cine de principios del siglo veinte pues así pasan los recuerdos por su memoria, como película en blanco y negro: su esposo y las amantes, sus hijos, sus nietos y biznietos, su despertar a las cinco de la mañana, la cocina y la rutina, una rutina que extraña, que añora, porque no es lo mismo el trajín cotidiano del que todos nos quejamos, a permanecer debajo de esas escaleras con la vista clavada en el techo, con la vista y el corazón clavados como mariposas y sí, Ofelia quisiera ser mariposa y volar lejos, muy lejos, allá donde todo fuera como antes; levantarse y caminar, bajar las otras escaleras, salir a la calle y sentir... Sentir... Porque Ofelia ya no siente desde hace cuatro años. Permitió que clavaran su corazón bajo la escalera, una escalera que sólo baja hasta lo más profundo de sus recuerdos, estos que busca defender de las sombras. Una escalera que, sabe, sólo tiene dirección de bajada. Para ella ya no existe nada más allá de la escalera, los caminos se reunieron de golpe y se le cerraron. Y mira hacia el pasillo que lleva a la salida, mira el ventanal que le restriega en la cara el paso de la vida, una vida que poco a poco la lanza hacia el otro lado, ése al que ninguno quiere llegar, al que todo mundo se resiste pero al que todo mundo llega por diversos caminos. A ella le tocó una caída, perder el control de su cuerpo y finalmente, esta cama debajo de la escalera, una cama de la que no puede moverse, de la cual no puede escapar... La cama, la escalera, el techo y los recuerdos, las sombras... Sombras... Es que no es posible que a uno lo dejen abandonado a sus sombras, sin una luz que ilumine siquiera la llegada de ese otro lado, con los zapatos abandonados al pie de una cama esperando que el dueño los calce. No, no es posible – piensa - y Ofelia intenta incorporarse, lo logra, se marea y regresa al colchón que intenta tranquilizarla...Ya Ofelia, ya, éste es tu lugar, no intentes nada nuevo. Resígnate a contemplar cómo cae la noche, cómo llegan de nuevo las sombras, así, así, quietecita… Mira, de nuevo comenzó tu película en blanco y negro. Recuerda Ofelia, recuerda, que de recuerdos vive el hombre, de recuerdos y de resignación. Y Ofelia se aferra al trapo que le sirve de cobija y observa de nuevo su película, ésa que parece todo mundo olvidó, para transformarla de primera actriz a habitante de las sombras. Ofelia, Ofelia... Tan atenta estás a tu película que tu estómago se ha olvidado de lo que tiene prohibido, le dice el colchón y, seguido, se escuchan voces en las otras escaleras, ésas que llevan a la calle. Las luces se encienden. Por fin la luz que ahuyenta las sombras... ¡Ay, qué feo huele! Gritan quienes llegan... ¡Me lleva la chingada! Ésta ya se cagoneó toda... ¿Qué, no entiende? --- Grita la mujer mayor--- Mire nomás. ¡Es una puerca! Y la mujer mayor levanta a Ofelia, estruja su cuerpo, castiga su desobediencia mientras Ofelia sólo cierra los ojos. ¡Es una puerca! Mire nomás, ya batió todo de cagada ¡Ay, no! Ándele, la voy a meter a bañar... ¡No, cuidado, se va a salir del pañal! --- Y la saca de la cama a empujones mientras el resto huye a la planta alta para evitar los malos olores de Ofelia. Ofelia se incorpora, se marea, se recupera y camina lentamente hacia el baño. Detrás de ella la mujer mayor insulta, ofende, empuja. Antes de entrar al baño, Ofelia mira el colchón y el lado opuesto de la escalera, con la esperanza de que, a su regreso, su película no haya terminado. © Sonia Silva Rosas *Del libro Cuentos para entristecer al payaso (2009). C&F Ediciones. Guadalajara, Jalisco. México.
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