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Amaranto Arizona

Para Amparo Dávila / Un pequeño homenaje

10/3/2018

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Para Amparo Dávila
Por Sonia Silva-Rosas                                                         
                                                                                                                      
Un pequeño homenaje

Si vieras qué chulas se veían las sandías ahí, atrás de la camioneta. Josefina las acomodó rebien, hasta parecía que había agarrado una regla y había medido el espacio entre una y otra. El mantel verde se confundía con la cáscara y resaltaba el rojo de la fruta que se veía fresca, rebosante de jugo. Con el calor hasta se antojaba detenerse y darle de mordidas a uno de los trozos que se asomaban coquetos entre vasos de plástico, cuchillos, saleros y chile piquín. No había mucho viento pero el poquito que hacía llevaba el olor a sandía a la nariz de quienes por ahí pasaban. Nomás de oler la sandía me acordé de los labios de la Ceci, carnositos y rojos, pa colmo se pone brillito sabor sandía, así que ya te imaginarás, pa pronto se me vino a la cabeza aquella tarde, ándale, esa, en el estanquillo, cuando le robé ese beso. Ella nomás cerró los ojitos y yo ni de Josefina me acordé, me dejé llevar y mis dientes mordían y mordían sus labios carnositos, carnositos te digo, y por mi nariz entraba su olor a carne joven, a sandía fresca.

Ahí me quedé parado, debajo de uno de esos árboles grandotes y frondosos que están en uno de los camellones de Paseos, con la mirada fija en los carros que pasaban y con la memoria perdida en los pocitos que se le pintan a la Ceci en sus mejillas cuando se sonríe. Te juro que no me di cuenta cuando llegó ese güey al puesto. Antes de quedar en trance, con el olor de la sandía y los labios de la Ceci prendidos en mis recuerdos, sólo vi mucha gente que esperaba el RTP y a esos camiones que van a San Ángel, Copilco y Viveros. Algo tronó cerca de nosotros, igualito a los cuetes que lanzan en las fiestas a nuestra Señora de Santa Lucía allá, en el pueblo. Pa pronto todo mundo se lanzó al suelo, la calle se llenó de cuerpos regados por todas partes y se escuchaban gritos de susto, de pánico. El viento ya no jugaba entonces con el aroma de las sandías sino que comenzó a regar olor a pólvora. Cuando abrí los ojos vi de cerquita el pasto, hasta vi un caracol que, imagino, trataba de entender qué jodidos hacía yo allá abajo, mirándolo de cerquita. Levanté los ojos y busqué pa pronto a la Josefina. No la vi y la verdad me asusté. Poco a poco me fui levantando, miraba pa todos lados, no fuera a ser que de nuevo comenzara la tronadera y, cuando vi que los demás ya estaban de pie, me entró la confianza y crucé la calle. Cuando llegué a la camioneta, ahí, justo debajo de las sandías, estaba el cuerpo de ese güey, con un buen de agujeros en el pecho y en la cara. Corrí pa delante de la camioneta a buscar a la Josefina y estaba ahí dentro, llorando, tirada debajo del volante, azorrillada entre los pedales de la camioneta. Abrí la puerta y le pregunté que había sucedido. Salió como pudo y se abrazó a mí. Me dijo que un carro gris, de esos grandotes, lujosos, se había parado a preguntar cuánto costaban las sandías y que de pronto unos fulanos habían abierto el cristal trasero del carro y comenzaron a dispararle al güey. Ella nomás atinó a correr pa dentro de la camioneta y se había puesto a rezar en voz alta.

La gente comenzó a llegar a la camioneta. Todo mundo gritaba, las viejas lloraban y algunos güeyes le llamaban a la patrulla y a la ambulancia. Mucha, mucha gente, no sé de dónde sale tanta gente cuando hay una desgracia, es como si alguien moviera cada pedacito de tierra y de ellos brotaran las personas. Yo pa pronto pensé, bueno fuera que todos me compraran una rebanada de sandía, con eso salvaríamos la venta… pero no, nadie se iba a ocupar en ese rato de tragar sandía en medio de tanta sangre, ni por mucho que fuera el calor, ni por mucha que fuera el hambre. Nadie se iba a tragar una rebanada de muerte.
           
Ahí se quedaron todas las sandías, bien acomodaditas, una detrás de otra, observando desde la camioneta y su exacta simetría como la muerte jugaba con el viento de la tarde, como el miedo llenaba a la gente y le espantaba calor y sed. Todos, con el hocico seco, mirábamos el cuerpo de ese güey tirado mitad en la banqueta, mitad en la avenida, con los ojos clavados en el cielo azul, un azul como no es costumbre ver en esta ciudad. Ya no vendimos nada, todo lo tiramos a la basura, todo, todo se había quedado, salado por la muerte.

© Sonia Silva-Rosas
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