En las profundidades (literarias) de México
Pude reflexionar que un tipo de felicidad es el conocimiento de nosotros mismos, es aportar y regresar un poco de lo que hacemos a nuestros paisanos, es la mutua retroalimentación. Y que a veces esta felicidad es tanta y tan intensa que sabes que será efímera y por eso hay que aprovecharla al máximo, como lo hice y me sucedió durante estos días memorables en los que me sumergí en las entrañas de México y construí un poco más mi mexicanidad sin fronteras…… CRÓNICA En Jalpan de Serra, Querétaro. (Todas las imágenes, archivo de Culturadoor.com) Por Manuel Murrieta Saldívar [email protected] Para Anna, 30 años después… Extasiado, sólo comencé a ver cómo de manera espontánea y entusiasta, iban subiendo al escenario y hasta el micrófono, muchachas, señoras, jóvenes, adolescentes cargando en sus manos nuestro poemario Alejados del instinto. Habían previamente marcado la página y seleccionado el poema que leerían frente a un fogoso público acostumbrado a la bohemia esa noche del 6 de agosto que se convertiría en una de las experiencias poéticas más memorables. Y lo fue tanto que la concebí como una especie de apoteosis de nuestra gira de presentaciones “Mexicanidad sin fronteras”, sobre todo porque había sucedido en un lugar emblemático: en Dolores Hidalgo, Guanajuato, cuna de la independencia, café la Taberna, la más popular del centro histórico y frente a la estatua del cura Hidalgo. ¿Cómo entonces no sentir este catártico delirio?… Supongo que mi cómplice y culpable, Anna Georgina St. Clair, estaría sintiendo algo de lo mío, no importara que ella ya estuviese acostumbrada, cuando también leían con igual intensidad las crónicas de su libro Mientras crecen los árboles… Cuando escuchaba mis versos leídos por esas voces diversas, sentí como si se derrumbaran las grises e impasibles teorías, las de la recepción del lector, la del compromiso social, las de la experimentación lingüística; o los debates sobre el apoyo del estado a la cultura, las del libro digital vs. el impreso, los “grants” de las universidades gringas o los debates sobre los concursos literarios o del elitismo cultural. En ese instante nada de esto tenía sentido, simplemente la literatura en viva voz se imponía, la gente la exprimía, la gozaba ahí, en ese pequeño auditorio semioscuro… era como la culminación definitiva del trabajo literario, como regresar la palabra hecha arte a la boca de quienes usan el lenguaje de la vida diaria…Todo había sido resultado de una presentación aparentemente sencilla, Anna había utilizado esta fórmula: que el autor y presentadores no acaparen la voz, sino que sea el público asistente el que participe leyendo fragmentos de los textos presentados, en un ambiente propicio para ello, con imágenes y música adecuada si es necesario. Sin pena, la audiencia alegremente y bajo su propia iniciativa subía a la tarima y leía en voz alta nuestro trabajo… era entonces que la realidad triunfaba sobre las teorías; era como hacer el amor, en lugar de escribir sobre el amor. La magia se había logrado en cuestión de horas. Al llegar alrededor de las 7 pm desde Querétaro, nos estacionamos en la plaza, frente a la iglesia donde Hidalgo diera su Grito libertador y de inmediato acudimos a la Taberna. Adentro nos concentramos en preparar el evento hasta culminarlo a la altura de la media noche para iniciar un rápido regreso… sí, apenas unas cinco o seis horas de estancia. El pueblo de Dolores, cuna además del músico poeta José Alfredo Jiménez, quedaría sin ser explorado, perdiéndonos sus cautivadores atractivos que nos habían revelado los bohemios que nos acompañaron. Todavía con el sabor de las lecturas, al retirarnos en el auto buscamos a la salida lo que se ofreciera de cenar, tacos de lo que fuera, madrugadores, al pastor o de suadero, no importaba, ya que eran útiles para energizarnos y sobre todo para despertar los sentidos y poder conducir sin pausa hasta Querétaro. Recargados, ingresamos entonces a la oscuridad de la carretera, con una soledad tal que, lo pensé por un momento, temí la aparición de algún sicario o secuestrador trasnochado (me era difícil olvidar el estado de violencia que suponía pululaba por todo el país). Sin embargo, lo que apareció no fue un riesgo contra nuestras vidas, sino una maravilla, uno de los tesoros más preciados de México: el resplandor de San Miguel de Allende en toda su magnificencia. Las torres de su catedral semi iluminadas, los faroles sobre puentes y casonas coloniales, la visión de un pueblo mágico como incrustado en algún hoyo del universo. Atravesamos a vuelta de rueda los callejones y callecitas empedradas, todo para nosotros ante la soledad que dominaba contrastando con los tumultos que se forman durante el día. Nos atrapó rápidamente su embrujo, entre medieval europeo o colonial churrigueresco, paramos y enfilamos directo hacia la plaza y solo para la foto. Toda la catedral y las esquinas adyacentes se exponían en exclusiva, mientras el bullicio de discotecas y antros lejanos, paraíso de queretanos, defeños y extranjeros noctámbulos, estaba en su esplendor y nosotros sin poder entrar lo que nos produjo una infinita tristeza. Es que debíamos avanzar, siempre avanzar, primero para pernoctar en lo que ya serían las 3 am y porque por la tarde tendríamos nuestra presentación cumbre en el Museo de la ciudad de Querétaro… Creo que lo dije o lo pensé, pero nos retiramos con el récord de visitar San Miguel de Allende en menos de diez minutos y solo para la toma de gráficas digitales, dándonos el lujo de rechazarlo, contrario a lo que hace la turba de turistas de todo el mundo atrapados por su encanto… Señoras migrantes, aguacates y pavorreales en Tequisquiapan Pero hubo otras apoteosis o momentos cumbres. De hecho, surgían en cada lugar, aunque no necesariamente literarios; todo para mí era un descubrimiento vivencial, de nuestra mexicanidad, de preservación ecológica, convivencia humana, recorrido turístico o lo que fuera. Incluso si no hubiese ninguna actividad, el solo hecho de conducir desde la congestionada Querétaro hasta los confines del México central, la expedición era un éxito. El simple hecho de volvernos a ver con Anna luego de más de 30 años era ya grandioso. Nuestras vidas se habían separado en la ciudad de Hermosillo, Sonora, por las distintas vocaciones, rumbos geográficos y vivenciales. Ella había emigrado hacia el sur mexicano siguiendo su activismo político y quehacer periodístico y, claro, amoroso. Y uno hacia el norte estadunidense, combinando la academia, el periodismo cultural, las letras y también mis querencias. El reencuentro, que se había calentado a través de las redes sociales, era ya real, una vez que meses atrás acordé publicarle a la St. Clair sus crónicas sobre la ciudad de Querétaro y ella haría lo propio con mis poemas, en una edición artesanal brotada de su taller de empastado, una maravilla de libro objeto. Estas dos obras, pues, eran la mancuerna perfecta para abrazarnos de nuevo. Y no solamente como amigos o turistas, sino como autores presentando ambas obras entre nuestros paisanos, lo que visualicé desde California como una catártica experiencia al hacerlo entre gente y lugares nunca antes explorados. Así nació entonces la idea de bautizar la gira como “Mexicanidad sin fronteras”. Y ya desde el momento en que Anna fue por mí a la eficiente terminal de autobuses queretana, percibí que sería todo un gozo. Porque nos aventamos a lo desconocido, inyectándonos de adrenalina, como lo hicimos décadas atrás de reporteros en Sonora cuando nunca se tenía la seguridad de que surgiera una noticia o si nos la publicarían. Sin importarnos los riesgos, que siempre están latentes, el primer día nos dirigimos a Tequisquiapan. Anna ya se había echado la soga al cuello, organizando la gira sin contar con presupuesto propio, confiada en las experiencias anteriores de presentar sus libros artesanales que habían sido todo un éxito de venta y de público; y sin trámites, papeleo, relaciones burocráticas con los altos jerarcas de la cultura oficial. Ella hizo lo que más importaba: contactar lugares y recintos que nos pusieran en directo con la gente, concretizar ahí un auditorio con los operadores de cultura sensibles e interesados realmente en servir a la población. Y lograría no solo eso, como estaba a punto de comprobarlo, sino además recibió equipo electrónico para las presentaciones, promoción, alimentación y a veces hasta hospedaje!… Así fue que en Tequisquiapan se produjo una primera apoteosis. Y comenzó cuando observé las grandes letras con nuestros nombres y el de la gira sobre la pared del gran auditorio de Los Leones. ¡Habría evento y yo estaría ahí!… mi primera presentación en el México profundo, una zona totalmente desconocida para mí, alejada de mi zona de confort. No se trataba, pues, de un recinto académico, bohemio o literario del Noroeste mexicano o del suroeste norteamericano, era para ponerme los pelos de punta. Pero vino la tranquilidad cuando nos recibieron operadores de la cultura municipal, empezó a llegar público y confirmamos el acomodo de sillas, paneles, aparatos dentro de ese edifico semi colonial rodeado de flores de la huasteca y árboles tropicales. Luego iniciamos, aun considerando cualquier imprevisto, apoyados más por la espontaneidad que seguir un riguroso programa. Y esa fue una de las claves. El público leyó los fragmentos preparados por Anna, seguía con precisión las imágenes del audiovisual acompañado de la música ideal para el caso. Con eso hubiera sido suficiente…sin embargo, cuando un par de señoras supieron de nuestra calidad de migrantes, sus ojos comenzaron a brillar aún más… El tema se amplió, confesaron haber vivido en la Florida y preguntaron sobre nuestra obra con tema sobre los mexicanos que emigran dentro de México o hacia los Estados Unidos; entre otras cosas, mencioné de nuestra novela Háblame a tu regreso la cual fue, sin jamás pensarlo, comentada, solicitada y hasta vendida! Con estos caprichos del azar, nos despedimos no sin antes recibir sendos aguacates frescos cortados en el patio y la invitación a un restaurante de lujo, cortesía de la casa de la cultura. Ahí relajamos los primeros nervios, comeríamos y beberíamos rodeados de albercas, esculturas, jardines impecables y, claro, pavorreales coloridos como sabiendo que así darían un cierre apoteósico a esta primera mexicanidad sin fronteras… Jalpan, entre los manantiales y madre de las Californias Distinta fue la experiencia en Jalpan de Serra, el lugar más intrincado para llegar. Hubimos de atravesar durante horas no solo kilómetros hacia arriba y hacia las profundidades de la sierra Gorda, sino varios sistemas ecológicos. Dejábamos semidesiertos, con sus mezquites enormes solo vistos antes en Sonora; despedíamos las “gorditas” preparadas con maíz azul en la Peña de Bernal, otro pueblo supermágico; traspasábamos el trópico húmedo y sofocante; ingresábamos a las montañas con sus manzanas y pinos ponderosa más las cascaditas al lado de la carretera, así, hasta llegar a la huasteca queretana con su amplio verdor, manantiales de cristal y una exuberante vegetación con todo y su calorcito. Esto, ya, sería una vivencia inolvidable, estar en el corazón de México, pero la gira nos tendía otra sorpresa… En el segundo piso de la biblioteca, encontramos la mañana siguiente una cuadrilla de trabajadores colocando el amplio letrero de Mexicanidad sin fronteras con los títulos de nuestras obras y nombres, un letrero monumental más impactante que el anterior. También, se instalaban los equipos de sonido y video mientras ingresaba parte del público y la presencia constante de empleados de cultura jalpenses. En lo que me pareció impecable escenario, dimos inicio pero lo destacado ahora no fue la participación del público, la cola para leer nuestros textos, sino la presencia de una prensa local muy animosa. Creí que al cumplir con su labor de recabar información se retirarían de inmediato pero tanto camarógrafos, reporteros y locutores no solo permanecieron durante el evento, sino que pusieron micrófonos y grabadoras sobre el presídium y fueron los primeros en hacer preguntas. Gracias a ello, se disparó la participación general surgiendo hasta preguntas sobre cómo uno se inspira y desarrolla el quehacer literario. El hielo así se había roto y lo demás fue convivencia en medio de firma de libros, intercambio de direcciones y fotos instantáneas. Pero fue en Jalpan donde la estancia se extendió. Tres días con sus dos noches fue más que suficiente para descubrir, gracias a la insistencia de nuestros anfitriones, elementos inspiradores que inquietaran a nuestras musas. Por ejemplo, descubrí el gel de peyote con marihuana reforzada, contra dolores musculares, producido en la huasteca y de venta en el mercado público local, ahí, sí, entre artesanías, frutas, tejidos y vestimentas locales; recorrimos extasiados la iglesia construida por Junípero Serra y las rebeldes tribus chichimecas y jonacas; su museo revelador indicando que de ahí partió para fundar las icónicas misiones de California, desde la de San Diego hasta la de San Francisco. Es decir, ¡la gran madre de la California hispano mexicana es este poblado!…concluí con orgullo transcultural. Como si faltara aún mayor inspiración, nuestros anfitriones nos hicieron atravesar la huasteca queretana, penetrar en las entrañas de la sierra Gorda sobre impecables carreteritas hasta llegar a uno de sus tesoros mejor escondido. No me refiero a la comunidad de Concá, otra misión de Serra, ni a la confluencia de dos ríos, uno de agua caliente y otro fría, sino a un gigantesco árbol de sabino con alrededor de mil años de antigüedad. Esto sería ya de por sí apoteósico, pero bajo su tronco brotaba un manantial, como si las raíces hubieran perforado el subsuelo para sacar esa agua cristalina y virginal… era el destino de aquella lluvia que veíamos a los lejos cayendo sobre las inmensas montañas y cañones y que luego se filtraba hacia los yacimientos acuíferos. Sobre la superficie cristalina, veía lirios, hojas verdes y flores blancas tan puros e inocentes que hasta concluí sería uno de los últimos manantiales que le quedan al planeta. Abrazar ese sabino milenario me recordó el mismo abrazo que le diera a un pino de sequoia de cerca de 2 mil años en un bosque californiano, figurándome que así, de nuevo, ambas tierras quedaban hermanadas…desde Jalpan a California, como lo hiciera hace unos 250 años atrás el mismo Junípero. Museos y luciérnagas en la urbe de Querétaro El nervio de presentarnos en la ciudad de Querétaro, apareció sin remedio incluso cuando ya habíamos hecho las presentaciones previas. Era normal, estaríamos ahora en la capital queretana frente a un público acostumbrado y expuesto a las letras y al arte en general. Así lo indicaba no solo la arquitectura de la ciudad, con su largo acueducto que aun señorea sobre las avenidas, sino el mismo Museo, donde se programaba lo nuestro. Es un enorme edificio colonial de varias plantas que puede perturbar a cualquiera; observarlo, atravesar su umbral, es ya intimidante, con sus altas paredes, escaleras de piedra, atascado de anuncios de actividades, un verdadero complejo para el quehacer cultural enclavado en el centro histórico. Y unos espacios enormes, de muros encalados, vigas a lo alto, puertas medio barrocas y de poca iluminación como dejando primero que la luz del sol haga lo suyo. Así que para atenuar el nerviosismo, hubimos de preparar un programita cuidando que no se escapara algún punto clave, aunque también cabía la imprevisión. Por ello pude sentirme tranquilo, lo suficiente para relajarme y gozar de la velada. A la llamada “Sala de Cristo”, en el segundo piso, nos llevaría Anna quien ya coordinaba a los encargados de preparar el escenario. Al mismo tiempo, comenzaron a aparecer lentamente concurrentes varios, jóvenes, damas, parejas y hasta personas de la tercera edad que al final llenarían medio recinto puesto que siguieron llegando durante el transcurso del acto. Luego de nuestras intervenciones, se llegó el momento de la lectura por parte de esa audiencia y es entonces que volví a sentirme arrobado: eran voces que tenían ya experiencia en la lectura, resultando una altamente armoniosa, respetando pausas, entonaciones, la melodía o el volumen de nuestra prosa y poesía. Definitivamente, estábamos frente a un público familiarizado con las letras, proveniente sabe de qué sectores de esta ciudad con su millón de habitantes. Nuestro placer continuó durante la sección de preguntas y durante la convivencia, entre la compra y firma de nuestros libros, ya que de nuevo preguntarían sobre nuestro carácter de migrantes. Unos, incluso, casi exigieron que leyera un capítulo de nuestra novela Háblame a tu regreso que narra precisamente eso: los emigrantes contemporáneos que ya se incrustan en el mundo académico y profesional norteamericano, a diferencia del típico “wetback” o “espalda mojada”. Estos momentos cumbres habrían de continuar de manera más relajada en el recinto casero de Anna a donde acudió parte de la audiencia y un grupo de escritoras llamado “Las Luciérnagas”; acabarían arropándonos y sentirnos en nuestro ambiente, una cálida noche bohemia en la que me empapé un poco de la vida cotidiana y literaria de Querétaro. Multitud de itinerarios, visitas y planes se vislumbraron pero yo, con pocas horas ya de estancia, no podía dejar que sucediera lo de Dolores Hidalgo o San Miguel de Allende, eso de estar ahí y no asomarse siquiera a los lugares emblemáticos. Así que el amanecer, en la última mañana antes de tomar el autobús de regreso al aeropuerto de la ciudad de México, exigí a Anna: —Por lo menos llévame al Cerro de las Campanas, donde fusilaron a Maximiliano, ¿no? Estaba seguro que lo haría, como antes lo hizo al sorprenderme con la barbacoa del mercado del Tepetate acompañado de músicos diestros en el huapango. En efecto, fui testigo del lugar exacto donde cayera el cadáver del invasor europeo y creí que con esto bastaría. Pero no. Anna se convirtió en guía de turistas experta y sagaz: en horas y minutos acelerados hizo que la historia mexicana me cayera como cascada, fresca y abundante, así, revitalizadora. Me impresionó con la estatua gigantesca de Benito Juárez; la casa de Josefa Ortiz de Domínguez con sus frescos enormes, coloridos y sofisticados murales de la Independencia y la Revolución, incluyendo a los héroes más representativos. Recorrimos también los mercados públicos, las plazas y plazoletas centrales y, exhaustos, los dos pisos del hermoso edificio del Teatro de la República, donde se firmara la constitución de 1917. Y, claro, echamos un vistazo al Museo Casa de la Zacatecana para culminar con una opípara ensalada y el típico platillo de pollo en mole de tamarindo, exclusividad de un restaurante emblemático del centro histórico. El ajetreo fue tal que, en lugar de hacerlo al medio día, hube de regresar a la ciudad de México al anochecer y solo para dormir… a la mañana siguiente debía tomar el avión de regreso a California totalmente arrepentido de no haber hecho antes estos viajes a la profundidad mexicana. Y es que a veces no los hacemos porque seguimos deslumbrados por las metrópolis europeas y norteamericanas, dominados por una visión eurocéntrica y consumista aspirando ser primermundistas. Gastamos así fortunas en hoteles, jets, suvenires, en lugar de recorrer de forma más sencilla nuestro país— o Latinoamérica—siempre tan cercano, hospedarse con familiares o amigos para que nos faciliten profundizar en nuestras identidades. Así, mientras venía en el avión, con ojos humedecidos, pude reflexionar que un tipo de felicidad es el conocimiento de nosotros mismos, es aportar y regresar un poco de lo que hacemos a nuestros paisanos, es la mutua retroalimentación. Y que a veces esta felicidad es tanta y tan intensa que sabes que será efímera y por eso hay que aprovecharla al máximo, como lo hice y me sucedió durante estos días memorables en los que me sumergí en las entrañas de México y construí un poco más mi mexicanidad sin fronteras… Querétaro, Querétaro-Modesto, California, Agosto de 2016 © Manuel Murrieta Saldívar
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