Por Óscar Cordero
Llegue al consultorio del doctor Montano, apurado. La cita era a las 9:15 y eran las 9:25 de la mañana. --Dígale al doctor que ya estoy aquí –le dije a la recepcionista— El tráfico está terrible, por eso llegue un poquitín tarde—me disculpe. --Hace rato que lo espera—me contestó, lacónicamente, la muchacha—Pase. Abrí la puerta del consultorio, lentamente, y lo vi, sentado, con las manos apoyadas en las rodillas, mirándome fijamente a los ojos. --Buenos días, doc –salude. Discul… --Vienes mal, ¿verdad?—me interrumpió. --Bueno, pues…--balbucee. --Batallas para respirar. --Si, un poco… --¿Un poco? –inquirió—Hasta acá puedo oír tus resoplidos. Pareces buey jalando un arado. No has estado siguiendo mis indicaciones, eso veo. Te has seguido atracando de carne asada, ¿verdad? El doctor se levantó y, de manera amenazante, se paró frente a mí; se puso a mirarme a los ojos. --¿No te dije que comieras frutas y verduras, cabrón?—me gritó en mi cara-- ¿No te puedes mantener alejado de la manteca ni quince minutos, cerdo del demonio? --Bueno, no es para tanto, doc –le dije tratando de calmarlo—Ya he estado comien… --¡Mentira!—me volvió a interrumpir-- ¡Vienes con la carota roja como un tomate! ¡Parece que ya te está dando el ataque cardíaco! ¿De qué sirve que uno se preocupe por ti, si en cuanto sales del consultorio, echas en saco roto todas mis recomendaciones, ¡Ingrato! La verdad, yo siento que no soy ningún ingrato. Cierto es que, la alimentación con que crecemos, de donde yo vengo, no es la mejor, eso lo sé de sobra, Y pues, es difícil cambiar de hábitos alimenticios, así como así. Yo creo que eso tendría que darse poco a poco. Aparte; el doctor Montano ya me ha estado empezando a caer mal: es demasiado estricto. Vamos; yo entiendo que tiene que buscar la forma de hacer que sus pacientes lleven las cosas como debe ser, esto sería, seguir sus indicaciones al pie de la letra. Después de todo, uno viene al doctor con la intención de aliviar sus padecimientos. Y es lo que el doctor está tratando de hacer. Pero, ¿que el doctor se ponga así de gritón? En veces llega a ser hasta ofensivo, por lo menos conmigo. Aunque, si yo fuera más metódico, y si me preocupara un poco más por mi salud, el beneficio sería para mí mismo. Eso no está en duda. Bueno, creo que después de todo el doc tiene razón. --¿De qué hablamos la última vez que viniste? ¿No recuerdas que te dije que el encargado del laboratorio me comentó que, así como traías de alto los triglicéridos, no era posible que estuvieras vivo? El pensó que se había equivocado con el análisis, y con lo que le había quedado de la muestra de sangre, volvió a hacer otro análisis; y volvió a salir igual. ¿Te lo dije si o no? --Claro que sí me dijo. Pero ya cálmese, doc. Por el amor de dios… --Entonces ¿Por qué no obedeces, infeliz?—me espeto—De pronto, se puso de pie, se quitó el estetoscopio que traía en sus hombros, lo hizo bola con las dos manos y me tiró con él. Poco faltó para que me diera en los hocicos; de todos modos me lo terció en medio del el cogote. --¡Ya me voy, doc—le dije, encaminandome hacia la salida—nos vemos en otra ocasión que esté más calmado. --¡Ah! ¿Me vas a dejar chiflando en la loma, desgraciado? ¿Te vas a ir como los cobardes?—siguió gritando como un poseso. Mientras gritaba, manoteaba como queriendo agarrarme del pescuezo. Su corbata roja aleteaba para todos lados y el pelo le había caído en la cara dándole el aspecto de un energúmeno—¡después de que lo único que uno quiere, es sacrificarse por ustedes, cabrones. ¿A quién crees que le echa la culpa la gente cuando los ven todos panzones y enfermizos? ¡A los doctores! Dicen que no sabemos hacer nuestro trabajo. “Los matasanos” nos llaman. Que somos una mafia y no sé qué mierdas más, que los mantenemos enfermos porque así ganamos más dinero. ¡Que las vacunas son para inocularles virus y bacterias y más vilezas! ¡Arrímate para retorcerte ese grasoso pescuezo, marrano! La recepcionista había oído el escándalo y corrió hacia el consultorio a ver qué pasaba; lo encontró tratando de pescarme por por el cuello, cosa que yo no le iba a permitir. En el último intento que hizo, tropezó con una silla y cayó al suelo. La recepcionista corrió hacia él --¡Está mal, está mal—gritó la mujer, después de examinarlo por un momento-- ¡auxilio!, ¡ayuda! ¡No tiene pulso, por dios!-- Rápidamente llegó otro doctor y una enfermera y se pusieron a atenderlo. Yo, simplemente, salí sin despedirme. Una semana después, le hice una llamada de cortesía a la recepcionista. No era como que me importara mucho la salud del Dr. Montano, más bien solo una atención hacia el personal de la clínica, puesto que, tengo anos yendo ahí y he sido, en general, bien tratado. --¿Cómo está, Marcia? <<Así se llama ella>> ¿Qué hay de nuevo por ahí? –pregunte. --Bien, bien, señor. ¿Y usted?—preguntó, a su vez— --Bien, también—contesté—quería saber, ¿Por qué estaba el Dr. Montano tan de mal pelo, el otro día, Marcia? --Ah, bueno—respondió—Es que el Dr. Se toma un scotch con agua todas las mañanas, y resulta que, ese día no pudo porque se había terminado la botella el día anterior. Eso lo puso tan irascible. Pero, usted no supo qué pasó con el Dr. ¿verdad? --No—conteste. --El doctor Montano murió, fíjese—me dijo en voz baja-- Un ataque fulminante al corazón… por colesterol alto. Oscar L. Cordero otoño/2022
0 Comments
Por Óscar Cordero
El ave que más atrae mi atención es el correcaminos. Desde que era niño se me quedó guardado en el rincón de los recuerdos la imagen de ese gran pájaro. Primero, lo descubrí en las historietas, después en la tele; más tarde en los viajes que hacía la familia a Carretas, a Gran Morelos y a San Borjas, en los días de campo de Semana Santa y de Cuaresma. En esos caminos, seguido se atravesaban al cruzar el camino a los vehículos que por ahí viajaban. Apenas los veía yo,y abría los ojos para captar, en toda su magnitud a ese coludo y escurridizo pájaro, y, en un segundo ya desaparecían al otro lado del camino. De vez en cuando, lo veíamos también mientras trabajábamos en las tierras de cultivo de la familia, y me imaginaba, invariablemente, a un coyote persiguiéndolo, situación que siempre tenía el mismo resultado: el pájaro escapaba y el depredador se quedaba con las ganas… y con hambre. Tengo algunos años viviendo en Phoenix, Az. Y uno de mis pasatiempos favoritos es ir al “South Mountain Park” a observar a los intrépidos voladores que se lanzan a surcar los aires en sus arriesgados “alas delta” y parapentes, que después de media hora de vuelo aterrizan al otro lado de las montañas, cerca de donde empiezan las primeras casas del barrio llamado “Ahwatukee” Bueno, pero siempre llevo la esperanza de que, en algún momento, se me aparezca un ocasional correcaminos, y siempre tengo la cámara conmigo; aunque, yo sé que, ver a uno, y poder tomarle la foto es, poquito menos que imposible, porque para cuando le apuntas con la cámara , este ya se encuentra en quién sabe dónde, y a lo más que puede uno aspirar, es a verlo alejándose a treinta o cincuenta pies de distancia, hasta perderse, entre la vegetación desértica. A menos que suceda lo que me aconteció hace días. Fui a buscar a mi amiga Mary; ella vive con su abuelita Doña Amelia, la cual, tiene la casa en la última calle de la población; justo cruzando el pavimento ya se encuentra uno donde empieza el Parque. Llegue a la casa y toque el timbre, no respondió nadie. Medio minuto después, apareció la vecina de la casa de al lado y me dijo que Mary no estaba en casa, pero que Doña Amelia había ido a darles agua a unos pájaros, nada más cruzando la calle. Me dirigí hacia allá y me interné entre los arbustos que estaban junto al arroyo; y ahí, detrás de un palo verde recién florecido, apareció la escena más hermosa que hubiera podido tener ante mis ojos: Dona Amelia, agachada, vaciando agua de su jarra a un plato de aluminio de donde bebían seis espectaculares correcaminos. Tenían que haber estado bastante acostumbrados a ella, pues se veía como si fueran pollitos siendo atendidos por su madre. Y ella debe haberlo entendido así, porque los había bautizado y los llamaba, a cada uno, por su nombre. Fue tanta la belleza de esa escena que mis ojos se me humedecieron. --No te arrimes, todavía, mijo, no me los vayas a espantar—me dijo--. Las aves bebieron y se retiraron. Yo me quedé quieto por un momento, deseando haber tenido una cámara conmigo. Doña Amelia me tomó del brazo y me sacó de mi embeleso. --Ven, mijo. Vamos a la casa. Mary fue a la tienda, pero ya no debe tardar. Por Óscar Cordero
Jaime apagó el celular y se acomodó en el asiento. Había visto al hombre dar vuelta en la esquina y dirigirse, con paso errático y tambaleante, hacia su taxi con la aparente intención de solicitar servicio. A esa hora, Jaime ya estaba a punto de irse a casa pues ya era tarde y no le gustaba mucho la idea de llevar a este cliente a su destino, pero como ese día había habido poco trabajo, decidió hacer ese último viaje. El hombre llegó, abrió la puerta trasera del auto y subió. --¡Dale pa’ Tortilla Flat!—dijo en tono autoritario. --¿Para dónde?—preguntó Jaime. --Pa’ Tortilla Flat, ¿qué no oyes? ¡Voy a ver a mi hermana! A Jaime se le hizo extraño el tono en que le habló y supuso que el hombre, simplemente, habría tenido un mal día. Arrancó el motor y tomó el rumbo hacia el este para buscar el acceso a la carretera “60” que los llevaría hacia Apache Junction, y de ahí a Tortilla Flat, finalmente. Mientras avanzaban, el pasajero se fijaba con insistencia en algunas prostitutas que caminaban por las aceras de la popular Van Buren en espera de algún cliente. --Míralas!—le dijo el pasajero a Jaime—¡Qué lindas están, ellas! --¿Lindas? --¡Claro! Son lo mejor que hay… hasta para formar una familia… Con una “vieja” de esas nunca falta el pan en la mesa; son muy “busca la vida” ¿Qué no, vato? Por lo menos eso dice mi tío. “Este tipo está más loco que una chiva” pensó Jaime. Tomaron la carretera al este y continuaron su viaje mientras veían cada vez más cerca el contorno de las “Superstition Mountains”, las cuales se sitúan cerca de la bifurcación donde el camino gira hacia el noreste rumbo a Apache Lake. Jaime observaba, ocasionalmente, al pasajero y lo veía gesticular de forma extraña, al grado de que ya se estaba sintiendo un poco nervioso. Minutos después, cruzaron el puente que se eleva sobre las apacibles aguas de Apache Lake, que a esa hora reflejaban una luna en cuarto creciente la cual, en su viaje por la bóveda celeste, parecía que se acercaba a uno de los riscos que rodean al tranquilo lago. Un momento después, como a las once de la noche, llegaron a Tortilla Flat. No bien se hubo estacionado el taxi enfrente de la casa, el pasajero ya estaba bajándose, apresuradamente, y se dirigía hacia la puerta. --¡Hey! ¿A dónde va?—le preguntó Jaime--¿Qué no va a pagarme? --Yo no tengo dinero—respondió el pasajero. Acto seguido, se dirigió a la cerca de la propiedad y la brincó con facilidad, desapareciendo al otro lado para no volver a salir. Jaime, enojado, se dirigió a la puerta de la casa y tocó el timbre con insistencia. Un minuto después apareció en el umbral una señora despeinada y enojada. --¿Qué quiere?—inquirió. --Que me pague—replicó Jaime—Acabo de traer a su hermano desde Phoenix. Nomás se brincó la barda y me dejó chiflando en la loma. Me debe ochenta dólares, señora. --Cóbrele a él; yo no tengo dinero—contestó ella-- Además, ¿Cómo se le ocurre hacerle caso? ¿Qué no vió que él está mal de la cabeza? ¡Me acaban de avisar que apenas ayer se escapó del sanatorio! Agradezca que le fue bien a usted; ¡en otras ocasiones le ha dado por agarrar a patadas a los taxistas que lo traen! Mientras conducía de regreso a Phoenix, sin haber cobrado un dólar, Jaime recordaba sus mismas palabras: “Este tipo está más loco que una chiva… ” Oscar L. Cordero Verano/2021. Por Óscar L. Cordero
La conocí hace muchos años, treinta o cuarenta, tal vez más, pero, desde que apareció en mi vida no me deja; no se va, y, tal parece que se va a quedar conmigo para siempre <bueno, al menos mientras yo viva> Ella siempre está presente, aunque yo vaya o venga, en las buenas y en las malas, llueve o truene; es persistente; no ceja. Alguna vez pensó en formar parte de mi vida y, ahí está; agarrada a mí con uñas y dientes. Una cosa que disfruto mucho son los paseos en las tardes con ella. Aunque, hay algo que me disgusta un poco: siempre va detrás de mí. A veces he pensado en deshacerme de ella porque, en ciertas ocasiones me hace sufrir, pero, finalmente, reconsidero la cuestión y decido que no, que mejor no. Me ha aconsejado alguien que no me separe de ella, pues sería muy doloroso para mí, y yo le creo, claro que le creo. Fue en mi juventud, en la secundaria cuando llegó a mí, Yo no había oído hablar de ella; no sabía de su existencia, y menos me iba a imaginar que, de ahí en adelante, íbamos a estar tan unidos mi “cachetes sonrosados” y yo. Su fidelidad no tiene límites; un perro no sería más leal que ella nunca de los nuncas. Por eso, si alguna vez nos separaran, yo sé que mi vida cambiaría radicalmente, no sé si para bien o para mal. ¡Oh, mi chiquilla, mi “puñito de carne”! ¡somos el uno para el otro, claro que sí! La mayoría del tiempo la pasamos bien; no nos estorbamos en nuestras cosas el uno al otro; aunque hay veces que tenemos nuestros roces (bueno, eso es muy común, nada del otro mundo) pero, pasadas esas pequeñas crisis (las cuales para mí son dolorosas, aunque, creo que siempre he pecado un poquillo de dramático) todo vuelve a la normalidad y la vida sigue su curso. Solo que, últimamente, no se a qué sé deberá, pero le ha dado a mis “cachetes sonrosados” por molestarme más seguido que de costumbre, (ella sabe de mi inclinación a tolerarla) y tal vez por eso ahora se dedica a probar mi paciencia, subiéndole el tono a su impertinencia, y llegando a sacarme de quicio hasta cuando estoy tratando de dormir. La otra noche solo me dejó pegar los ojos dos horas y, no pudiendo descansar lo suficiente, pasé un día de trabajo de los mil diablos, pues soy chofer en la compañía y estoy conduciendo un camión de materiales casi todo el turno. Hoy me levanté sumamente encabronado con ella porque, anoche, de plano no me dejó dormir un solo minuto. Llamé a mi supervisor y le dije que no podía ir a trabajar, debido a las circunstancias. Me aconsejó que me fuera al hospital a terminar con esa pesadilla y que me presentara (ojalá pudiera) a trabajar mañana. Llegué al hospital temprano con la idea de ser de los primeros en ser atendido, y así fue, en efecto: media hora después ya estaba en el consultorio frente a un doctor ya entrado en años. --Al grano—me dijo—Quítate la ropa de la cintura para abajo. Voy a examinarte. Me puse como dios me trajo al mundo y me dijo que me agachara, apoyando las manos en la camilla. --Agáchate más, no te dé pena—me dijo. Después de buscar en mi trasero hasta encontrar a mi <cachetes sonrosados> exclamó: --¡Canijo! No sé cómo has podido vivir con esa cosa en la cola! ¿No te dolía al sentarte? --Claro—le respondí—solo que ya me había medio acostumbrado a ella. --Ahorita te la vamos a quitar. No te preocupes—me dijo—en media hora vas a estar como nuevo. Así, pues, la separación de mi “cachetes sonrosados” y yo se llevó a cabo sin lloriqueos ni sentimentalismos; solo unos minutos después, y me vi libre de su dolorosa presencia. De una cosa estoy seguro; no la voy a extrañar. Óscar L. Cordero Primavera/2020. Por Óscar Cordero
Sales de la reunión que tuviste con tus amigos ya tarde y te diriges a tu departamento a descansar. La noche está lluviosa y los relámpagos y se suceden unos a otros. “para dormir no hay mejor arrullo que la lluvia” piensas. Llegas al apartamento; te desnudas, apagas las luces y te acuestas; estás a punto de dormirte, ya ves algunos jirones de sueños mezclándose entre la realidad y la somnolencia, cuando escuchas un ruido en la cocina. Te levantas y revisas; todo está en orden, “tal vez fue un vaso de cristal que se acomodó entre los trastes; suele suceder” te dices. Afuera, la lluvia está arreciando, ahora es un aguacero mezclado con vientos que azotan la ventana y no te permiten ver ni un ápice a través de los cristales. De repente, los relámpagos iluminan la noche y en las paredes de tu cuarto se reflejan las ramas de un olmo, asemejando unos brazos y dedos descarnados tratando de abrazarte. Te acuestas. No transcurren tres minutos y ya estás dormido. Pasa una hora, o dos. Algo te despierta. Tú sabes que no es un ruido. Es la sensación de algo que no puedes definir, tal vez un movimiento; alguna incomodidad. Te das la vuelta para cambiar de posición y abres los ojos. Sientes con más fuerza ese algo como una presencia. Miras hacia la puerta que da al baño y ahí lo ves: un tipo sentado en tu silla; mirándote. Si eres de provincia, recuerdas las historias de fantasmas que tus padres, abuelos y vecinos contaban después de la cena. Tienes bien presente cómo te asustaban con sus narraciones; cómo abrías los ojos ante la impresión que te causaban sus palabras, y cómo se te ponía la piel de gallina al entrever el probable fin de cada historia. Pues eso no se parece ni tantito a lo que sientes ahora. Pagas religiosamente cada mes la renta, así como todos los servicios para mantener un mínimo de privacidad, y para tener la posibilidad de llegar a tu apartamento a descansar y relajarte después de un día de trabajo. En cambio, hoy, no tienes maldita idea de cómo fue posible, pero un desconocido se ha metido a tu apartamento, y justo cuándo más seguro te sientes y cuándo más inerme te encuentras, ahí está; observándote en la oscuridad mientras duermes. Siquiera tuvieras la sana costumbre de mantener algo con que defenderte: un palo, un cuchillo o un arma cerca de tu cama para casos como este, pero, como previsor, eres un desastre. El miedo empieza a inundarte, a deslizarse debajo de tu piel; no sabes por qué no se te ha lanzado encima ni te ha cosido a puñaladas. Tal vez quiere aterrorizarte al máximo para disfrutar viendo cómo te brota el miedo por los ojos, o tal vez solo quiere volverte loco para después ver cómo te destroza los nervios hasta mirarte llorando como un niño indefenso. Recuerdas que no hace mucho llovía a cántaros y los relámpagos caían incesantes, pues ahora deseas que caiga un rayo para que alumbre la cara de ese desgraciado, y saber, por lo menos, de quién terminaras siendo víctima esta noche. Estás calculando cuánto tiempo te llevará ponerte de pie, dar un paso para llegar a la mesita de centro; apoderarte del reloj eléctrico y estrellárselo en la cara. Te armas de valor; brincas de la cama como impulsado por un resorte, tomas el reloj eléctrico y lo lanzas con las peores intenciones hacia el hijo de puta que se ha metido a tu apartamento sin ser invitado. Rápidamente enciendes la luz … silencio…te quedas con un palmo de narices y la boca abierta: el supuesto transgresor no es otra cosa que tu pantalón puesto en la silla y tu camisa, para evitar que se arrugara, colgada ordenadamente, en el respaldo. Óscar L. Cordero Otoño/2020 Por Óscar Cordero
Yo sabía que no debía de ir. Tal vez fue la forma en que el doctor me lo dijo pues sus palabras sonaron lentas, pesadas. Se veía a leguas que luchaba contra sí mismo sobre si decírmelo o no. Él sabía que yo soy mexicano, y para un mexicano, esas cosas pesan mucho en el honor. Ese día había ido a consulta con mi doctor de cabecera, y como le había explicado que últimamente sentía la molestia de las hemorroides más frecuentemente, me dijo que debería hacerme unos estudios para determinar en qué condiciones estaban mis intestinos, el colon, etc. --Le van a “administrar” cierta cantidad de aire por el ano para inflarle los intestinos y el estómago… --Por donde…? --Este…por vía anal, pero no se preocupe, sr. Robledo, es un instrumento delgadito; apenas lo va a sentir. Esto es necesario para hacerle una tomografía computarizada a fin de ver el interior de sus intestinos… --Y que no habrá otra forma de curar las almorranas, ¿doctor? Replique escandalizado — habrá pastillas, cápsulas, hierbas, pomadas, ¿qué se yo? ¿Cómo van a andarle metiendo fierros, objetos por la cola a uno? --Es la forma menos invasiva de hacerlo, señor, la más segura y barata, también. Llegué a la clínica y solicité el servicio: una colonoscopia. La recepcionista, amablemente me dijo que tendría que esperar unos minutos. Encontré un asiento disponible entre la gente que aguardaba su turno y me puse a hojear una revista. Diez minutos después una enfermera me llamó’ por mi nombre y me llevó’ a una pequeña sala en la que había una camilla, un escritorio y una máquina de resonancia magnética. --Quítese la ropa—me dijo --¿Toda? --Toda. Se pone esta bata y se acuesta en la camilla boca arriba—me contestó impasible—Le voy a introducir un dispositivo por detrás con el que le vamos a inflar los intestinos. El aparato es metálico así que lo va a sentir un poco durito y frío. Un escalofrío me recorrió desde la nuca hasta donde la espalda deja de llamarse espalda cuando, viéndome fijamente con una mirada glacial más fría que la de un basilisco, me dijo: --Póngase blandito. Usted comprenderá, amable lector, que no voy a entrar en detalles respecto a esta parte. Solo diré que, en mi fuero interno, y actuando de acuerdo a mis muy arraigados principios, prometí no platicar mi amarga experiencia a nadie…a nadie. --Voy a aplicarle el aire que irá subiendo de intensidad entre un rango de uno a cuatro, a medida que nos acerquemos al cuatro la molestia va a ser mayor. ¿Me entiende? --Si’, le conteste’—aunque ya en ese momento ni siquiera la escuchaba. Abrió un poco la válvula y sentí el aire frío entrar. Me puse a pensar en mi familia, en mi madre, mi abuela. Cómo era posible que yo estuviera pasando esta humillación, esta degradación del ser humano, cuando mi abuela, seguramente, me hubiera curado cualquier cosa que yo pudiera padecer en ese momento, con solo sus yerbas, brebajes y sahumerios que ella sabía armar en su casa. Como extrañaba a mi abuela, solo que mi abuela no estaba aquí, porque ella murió hace años. --Voy a abrirle un poco más—me dijo—vamos a llegar al nivel dos; se va a sentir más infladito. --No me lo jure-- le respondí en voz baja. Todo iba bien, tan bien como puede ir un momento desagradable que, aunque sabe uno qué pasará pronto, se siente como si el tiempo se hubiera detenido, y los minutos se arrastran, pesados, sensiblemente lentos… Y sonó el teléfono. Ella contestó y se fue hacia el escritorio para tener un poco más de privacidad, mientras yo comenzaba a sentir un leve dolorcito a causa del aire que me estaba entrando. La enfermera hablaba en tono alto de modo que yo podía escuchar: al parecer su hija, la interlocutora, tenía un problema en casa; parecía que un perrito estaba atorado debajo de una puerta y la enfermera le gritaba dándole instrucciones: --Trata de levantar la puerta! ¡empújala hacia arriba, mija! La niña debía de estarla pasando muy mal y lloraba constantemente, porque mi enfermera le gritaba: --¡No te pongas a llorar, mija, así no vas a poder desatorar al “Bobby” por dios! Mientras tanto, a mí ya me dolía el estómago y los intestinos por la creciente presión del aire inundando mi ser. La conferencia telefónica ya se había alargado demasiado; trate de llamar a la enfermera, pero, para mi sorpresa, de mi garganta no brotó ningún sonido. Me horrorice al darme cuenta de que ¡no podía hablar! La válvula para regular la presión de aire se encontraba en una mesita cerca de la camilla, pero no podía alcanzarla con la mano, y yo tenía que cerrarla porque mi enfermera estaba enfocada en salvar al peludo “Bobby”. ¡Ve a pedirle ayuda a la vecina, mija, si no, vas a terminar cortándole la patita al perro! Pero no llores, tranquilízate, por favor, ¡corazón! Haciendo cálculos, yo suponía que tal vez con mi pie izquierdo pudiera alcanzar esa válvula y cerrarla de una vez por todas. Hice un esfuerzo, levanté mi pie y lo dejé caer sobre la válvula y giro, pero al lado equivocado; ¡en vez de cerrarla la abrí más! Sentí el chiflón del aire entrar más rápido en mis tripas y me maldije por haber ido a esa clínica, y por haber confiado en esa regordeta enfermera que me estaba haciendo ver mi suerte. Yo sentía mi panza tres veces el tamaño normal, tanto así que tuve que cambiar de posición y ponerme de lado para no presionar mi barriga con el peso de todo el cuerpo, a la manera de las embarazadas a punto de dar a luz. No podía entender cómo era posible que mi enfermera estuviera tan plácidamente con su celular en la mano izquierda y su brazo derecho en jarras observando por la ventana a un grupo de pajarillos que revoloteaban en un árbol cercano, mientras a mí me tenía conectado por el trasero a una manguera que me metía aire a presión, haciendo que mis ojos empezaran a sentir como si se quisieran salir de sus órbitas y todas mis entrañas aumentadas a tamaños colosales y que me dolían por el estiramiento de que estaban siendo objeto, seguramente, ese aire pronto me haría explotar como palomita de maíz. Tal vez, sufrido lector, usted no crea lo que viene enseguida, pero es la verdad, tan verdad que yo me llamo Eleazar Robledo. De pronto me asuste ante el hecho de que mi cuerpo empezó a moverse fácilmente en la camilla y se me pararon los pelos de la nuca: ¡Estaba flotando! ¡Trate de hacer ruido golpeando la camilla para llamar la atención de la enfermera, pero ya no la alcanzaba! Me fui elevando poco a poco mientras una ligera corriente de aire provocada por un ventilador, me iba empujando hacia una ventana abierta. Yo aterrorizado movía los brazos buscando el auxilio de mi “Florencia Nightingale” pero era imposible, ella continuaba en su conferencia telefónica: --No has llamado al 9-11? ¿Pues qué estás esperando? ¡Ay! ¡Muchacha pendeja! El vientecillo me seguía llevando rumbo a la ventana abierta. Ahora, a tres metros de distancia; ¡Estaba a punto de salir volando del edificio a través de la ventana como un colorido globo de cumpleaños! Resignado a mi suerte, mire’ por última vez a mi voluminosa enfermera y la escuche’ decir: --¡Porque yo no tengo tiempo de llamarles, mija! Yo estoy ocupada, tengo un paciente que… La vi que, finalmente volteó hacia mí y empezó a gritar: --¡Oh, Dios mío! ¡oh, dios mío! ¡Perdón, perdón! Corrió hacia mí agitando los brazos sin saber qué hacer. Yo, por instinto de supervivencia, puesto que no podía hablar, me puse a apuntar frenéticamente con mi mano hacia la válvula del aire, mientras ella seguía corriendo para todos lados, hasta que finalmente le “cayó el veinte” Cerró la válvula de paso, y abrió la llave de alivio; pronto empecé a sentir que la presión disminuía y sentí que mis ojos se reacomodaban en sus órbitas. Empecé a perder altura hasta que, finalmente, toqué tierra. La enfermera, disculpándose a mil por hora, por fin me saco’ la manguera del trasero, tome’ mi ropa y mis zapatos y, vacilante, me dirigí al baño, y todo eso sin liberar la más mínima flatulencia, pues eso hubiera ido contra mis principios. Cerré la puerta, abrí el grifo del lavabo, esto para hacer algo de ruido, me disponía a sentarme en el inodoro cuando mi sufrida humanidad dio’ de sí. La ventolera que se me vino fue tan fuerte que el agua del inodoro salió expulsada mojando las paredes; las hojas de una revista que estaba en un mueblecillo empezaron a aletear alocadamente que parecía que la revista quería alzar el vuelo. Quince minutos después salí del baño sintiéndome más ligero que una pluma de ganso. --¡Mil disculpas, Sr Robledo! —me dijo haciendo de tripas corazón—fue un lamentable error mío, pero le debo decir que tendremos que reiniciar el procedimiento, pues no lo terminamos…le repito, fue culpa mía. --Ni lo terminaremos, güerita—le respondí--A menos que me alcancé. Salí tan rápido como pude y aborde’ mi carro; asegure’ las puertas por miedo a que mi redonda enfermera viniera a insistir sobre reiniciar todo el proceso, y solo hasta entonces, puse mis manos sobre el volante y me derrumbé en el asiento. --Yo lo sabía. Todas las señales estaban ahí; yo sabía que no debía haber venido. FIN Por Óscar Cordero
El día que conocí a David, estaba vendiendo su primer libro en cierto evento cultural, el cual tuvo lugar en el parquecito que está a un costado de la biblioteca “Burton Barr” en el centro de la ciudad de Phoenix, AZ. En la mesa tenía, David, algunos ejemplares de su Calzadas Humanas y a un lado, publicidad, (volantes, folletos, etc.) de la editorial que le había publicado su libro. En esos días, yo estaba planeando publicar mi historia, pero no sabía cómo ni dónde. Así que, “me cayó de perlas” cuando me dijo: “ Yo te puedo dar toda la información del editor. Él te va ayudar. Lo conozco bien”. Días después, me di cuenta de que sí se conocían bien: pisteaban juntos. Pasado algún tiempo, y después de que el mismo editor había publicado mi primer libro, David fue comisionado para hacerme una entrevista, la cual, posteriormente, aparecería en el periódico de la editorial. Todo fue a pedir de boca; seis a ocho preguntas, un rato de recordar mis vivencias en mi caminata por el desierto… y fue todo. Tiempo después, cuando ya hubo la suficiente confianza entre David y yo, me diría, riendo a más no poder: “Pinche Oscar, ¿Te acuerdas cuando, en la entrevista, te pregunté que por dónde habías cruzado de Sonora hacia Arizona, y me respondiste, con ese tono muy propio de Chihuahua; “¡Yo crucé por la Sierra de Bisbee!” ¿Cómo es que agarraste ese tono de hablar, pinche Oscar?” Así era David, claro, espontáneo y divertido. Cómo no recordar los convivios en su casa, esas fiestas de cumpleaños en las que nos reuníamos a disfrutar de sus comida y bebidas en ese ambiente de amistad y camaradería, y canto… y poesía sin fin. Cómo olvidar los sonidos de su guitarra incansable, amenizándolo todo, y convirtiendo el binomio, David y guitarra, en el centro y el alma de fiesta. Yo no sé si las letras hispanas se habrán quedado un poco huérfanas con el deceso de David, como dijo alguien por ahí, pero sí sufrió un golpe fuerte, fue el fomento a la producción literaria, porque David enfocó siempre sus esfuerzos en crear foros y en estimular y apoyar a nuevos escritores-como en mi caso-nunca había visto antes. La creación de Peregrinos y sus letras es, particularmente importante para todos los que deseamos dar a conocer nuestros textos y trabajos en el país y aún más allá. David se queda con nosotros, no sólo por el escritor y creador incansable que fue, sino por la calidad humana que siempre lo caracterizó. Seres como él son mucha pieza para el olvido. Cortesía de CulturaDoor: Entrevista de Muñoz a Cordero - http://www.culturadoor.com/?p=3265 NADA QUE AL ALMA LLEGUE... Carlos Juvenal abordó su vehículo y tomó la carretera hacia el norte en dirección al poblado de Chama, ahí tenía un asunto bastante importante que arreglar. Él no exageraba cuando pensaba que esto era verdaderamente una cuestión de honor, y requería de pronta y definitiva solución. Miró hacia al cielo y vio que empezaba a llenarse de gruesas nubes las cuales le daban a la bóveda celeste un triste color cenizo y gris. No era muy tarde, pero debido a la lluvia que ya se veía bajar desde las soledades de las montañas Sangre De Cristo, parecía que el sol ya se hubiese puesto. Si llego al pueblo, ya oscuro, tanto mejor, dijo. Carlos nunca había imaginado verse en semejante situación. A pesar de que llevaba quince años casado con Eloísa, todavía seguía enamorado de ella, y por eso le dolía tanto en lo más profundo del corazón la traición de que había sido objeto. Lo que empeoraba las cosas era que ya empezaba a tener problemas hasta en el trabajo, pues, últimamente, no se concentraba en lo que hacía; ya había estado a punto de provocar algún accidente. Su vida, en poco tiempo, se había transformado en un verdadero infierno desde que su madre le había dado la mala nueva: Vieron a Eloísa salir de un motel a escondidas con un muchacho, m`hijo. Un tal Luisito Escárcega, de Chama, le había dicho. Carlos juvenal llevaba tres días aguantándose el coraje, conteniéndose para no trapear el piso con Eloísa, pero, primero quería ponerle las peras a veinticinco al cerdo de Luisito. Con ella la agarraría después. Todo a su tiempo, pensaba. Mientras su auto devoraba kilómetros su mente retrocedió en el tiempo y recordó vívidamente cuando la conoció: La vio por primera vez en el baile, el día de la celebración del santo del pueblo de Chama. Fue la mujer más bonita que había visto hasta aquel día. De ahí en adelante no dejó de pensar en ella. Supo que Eloísa tenía novio, y que se llamaba Luisito Escárcega, pero le gustó tanto la muchacha, que no le importó, y ya no se le despegó ni a sol ni sombra, y a fuerza de insistencia y de regalos logró adueñarse de su atención hasta que terminó enamorándola; poco tiempo después la forzó a que terminara su relación con Luisito. Aunque éste, había comentado por ahí, que iba a tratar de reconquistar a Eloísa, fuera como fuera. Carlos, cuando lo supo, pensó que Luisito poco o nada podría hacer, una vez casado él con ella. El muy hijo de Puta, finalmente lo logró, dijo para sí Carlos, y sintió un retorcijón tan fuerte en el estómago que lo hizo apretar el volante con las dos manos y casi lo hizo vomitar. Llegó al poblado de Chama mientras una ligera llovizna comenzaba a caer. Sacó una botella de tequila que guardaba debajo del asiento y bebió un buen trago. Luego, con la mano derecha palpó una 38 especial que llevaba en la cintura. Si echaste a perder mi vida, yo también puedo desmadrar la tuya, perro, pensó. Carlos no sabía dónde vivía Luisito, de modo que le preguntó a un lugareño que encontró en la calle. En esa casa que está al cruzar el arroyo, le había dicho. Carlos condujo hacia el arroyo; lo cruzó y se estacionó casi enfrente de la entrada de la casa. Metió la pistola en la bolsa de la chamarra de modo que pudiera sacarla con facilidad y volvió a tomar otro trago de tequila, Se dirigió a la entrada y se paró junto a la puerta: por un momento le llegó un golpe de cordura a su mente y pensó en dar marcha atrás, porque él sabía que jamás soportaría estar cinco días seguidos en una prisión, y para evitar eso, lo mejor sería no meterse en problemas, tal vez si acaso ponerle un buen susto a ese desgraciado, pero luego imaginó la cara de satisfacción de su rival después de tener sexo con Eloísa, y sintió un torrente de sangre caliente inundar su cabeza. Decidido, tocó la puerta. La lluvia arreciaba cuando en el umbral, apareció la figura de un hombre de aspecto indefinible a causa de la poca luz que había en la habitación. ¿Luis Escárcega? Preguntó mientras acariciaba las cachas de la pistola con su mano derecha. ¿En qué te puedo ayudar? dijo el hombre a manera de respuesta. Carlos sacó el arma y le disparó dos veces en el pecho. El hombre trastabilló y cayó al suelo. Todavía no se apagaba el sonido de los plomazos y Carlos ya enfilaba su auto con las luces apagadas hacia el arroyo; lo cruzó, y en un abrir y cerrar de ojos desapareció en la negrura de la noche. Días después, tratando de averiguar algo sobre la investigación de la policía y con cierta tranquilidad, puesto que, según él, no había habido testigos que lo pudieran inculpar, pues en la casa de Luisito tampoco vio a nadie más, Carlos preguntó a un compañero de trabajo que tenía su casa en Chama y seguido viajaba a esa población. ¿Qué hay de nuevo por tu pueblo, Joe? No mucho, contestó el otro. Solo que, hace unos dias, no se sabe quienes, ni porque, fueron y le metieron un par de balazos a Luis Escárcega viejo, mientras Luisito, su hijo, se revolcaba con una vieja casada en un motel acá en Tierra Amarilla, según platican. De ahí en fuera, Carlitos... nada que al alma llegue. Oscar L. Cordero Otoño/2019 Sábado por la noche
Un relato por Oscar Cordero El estacionamiento del Seven Eleven en la calle 16 y Thomas de Phoenix, Arizona está resbaloso de tanto aceite que los vehículos chorrean al estacionarse. Se forma una mancha apestosa y mugrienta como una vergüenza indeleble. Por más que el empleado cubano la talla y la raspa, lo único que logra es hacerla más brillosa y visible. Estaciono mi flamante Honda y me adentro en ese deslumbrante cosmos del convinience store, presencia inevitable en este país, meca del libre mercado, ejemplo de "civilizada convivencia”. Mis no muy “civilizadas” intenciones me conducen a través de estantes llenos de papas fritas y milagrosos refrescos low carb, hasta las populares bud light, donde me apodero de un atrayente six pack. Me dirijo a la registradora y pago. Antes de subirme al carro, me aborda un indígena cacarizo y, con aguardentosa y lastimera voz, me pide un quarter para el camino. «A duras penas acabalé para mis chelas…», le digo, pero prometo que para la próxima sí lo ayudo… ¡Cuán elásticas son las leyes que rigen el molde forjador del homo eroticus! Perdón…erectos. De un auto digno de una figura hollywoodense, se baja una monja. Antes de poner su delicado pie en el pavimento aún caliente, echa una mirada hacia el lado derecho, no vaya a ser que algún mirón, como yo, le llegue a ver un centímetro de piel. Pone el seguro, prueba la alarma y las luces del carro se encienden… me considera sospechoso. La monja compra lo que necesita y sale. Voltea a verme, adusta y grave para hacerme saber que, si le hubiera querido robar el carro, no habría sido una víctima fácil. Hace media hora que veo un afroamericano que me observa. De pronto se decide y camina hacia a mí. Me dice que conoce a una muchacha (no es prostituta) y que, si habla con ella, aceptará acostarse conmigo. Es sábado por la noche y el pegajoso calor de junio solo se soporta por el ligero viento empujado por la tormenta que baja del rumbo de Prescott y la lluvia que viene entrando en la cuidad. De vez en vez, un rayo ilumina el interior de los amenazantes nimbos y se me enchina el cuero de imaginar la pantagruélica cantidad de energía que es liberada en cada relámpago. Ahora se estaciona un Chevrolet último modelo en el espacio contiguo, y una muchacha de minifalda negra se baja, dejando ver un par de manoseables piernas. Supongo que es de Sonora o Chihuahua porque es alta. Tiene puesto una especie de pañuelo que a duras penas le cubre los pezones. Tiene un tatuaje que le baja hasta donde la espalda deja de llamarse espalda. Mientras se echa de reversa para salir, aparece, retador, su dedo cordial. Me lo pone enfrente, blandiéndolo agresivamente cual espada flamígera. Llevo ya tres cervezas y en el estéreo las canciones del Tri suenan pegajosas: Siempre he sido un perdedor. Siempre he tenido muy mala suerte… El mundo empieza a tomar mejor color. ¡La selección mexicana le gana a Brasil! ¡El futbol mexicano está mejorando! Entre más tomo, más seguro estoy de esto. Se acaba de estacionar una camioneta diésel con lodo en los guardafangos. Se nota que es de un ranchero. Se abre la puerta de la gigantesca troca y aparece John Wayne en todo su esplendor. Trae un sombrero que no sé cómo pudo caber en el interior. De su cinturón cuelga una pavorosa nueve milímetros que apenas se acomoda en la funda. Es todo un caballero. A punto de soltar la puerta tras de sí, se da cuenta de que una señora se aproxima. John Wayne se estira, en un desplante de galantería para detenerle la puerta mientras ella entra. Aquel encanto termina cuando John Wayne vuelve a su troca y enciende un generoso carrujo de mota y arranca hacia Gilbert o Laveen luego de darle dos espectaculares mamadas. El indígena cacarizo ahora importuna a una encopetada que se dispone a entrar. La señora abre el bolso para aliviar la cruda del descendiente de Gerónimo. El empleado cubano aparece y el indígena, al verlo, no espera la preciosa donación para poner pies en polvorosa. —¡La próxima vez que te vea por aquí te quito la borrachera a escobazos! Al estar volteando el casete, miro la silueta en el espejo lateral de una afroamericana en minifalda gris. —¿Quieres una cita conmigo? Te cobro sesenta dólares. —No. Esa noche solo planeaba escribir mis observaciones sobre la variada clientela de la tienda. El siguiente personaje baja de una Hummer verde olivo. Imagino que es un orgulloso soldier of fortune perdido en un suburbio del Bagdad poshusseiniano, pero el tipo viste como abogado de los de la avenida Central. Entra en la tienda y compra una botella de agua purificada, ¡en sábado por la noche! Se sube a su gran maquina guerrera y desaparece. El aguacero que amenazaba minutos antes llega al área. Algún relámpago esporádico aparece al oeste y sé que ese es el rumbo que toma la tormenta. En contraste, hacia el este, se puede ver la luna en cuarto menguante, apenas coronando las montañas Superstición con su halo prístino. La banda sinaloense me saca de mi lapsus poético. Ahora dos hombres bajan de una pick up. Visten ropa vaquera, huaraches y sombrero ladeado. Tienen la cabeza a rape. No tengo que cabilar mucho para darme cuenta de que son de Sinaloa. Un tercero se queda en la pick up y sube el volumen para que medio barrio escuche… Ya se fueron las nieves de enero… Es la voz ronca de Chalino Sánchez, obligada presencia musical del norteño paisaje mexicano. Entre mi Honda y la Chevrolet sinaloense se estaciona una Harley Davidson impactante. Lleva la imperial bandera americana grabada en el tanque de la gasolina y parte del chasis. Los manubrios se ajustan a unos cuernos que solo un hombre de seis pies y medio alcanza. La presencia del conductor, un espécimen de doscientas ochenta libras, forrado de brilloso cuero negro, es terrible. Su canosa y abultada trenza la cae sobre la imagen de dos tibias y un cráneo. Lleva guantes negros, botas de cuero con puntas de acero y cadenas plateadas colgando por doquier. Un impresionante casco nazi protege su cabeza hasta las gafas negras. Es el perfecto monumento a la enajenación comercial. «Si conduces una Harley Davidson, debes vestir con ropa Harley Davidson, guantes y lentes Harley Davidson y, por el mismo precio, te regalamos una mente Harley Davidson». Me fijo en el reloj y es hora de ir a descansar. Echo una última mirada a la puerta del Seven Eleven y me alejo del lugar, esperando no ser observado por algún agente de policía de los que a diario deambulan por esta popular y folclórica área donde vivo… © Oscar Cordero, del libro Gran Vitara, 2018. |
Oscar Cordero
Archives
February 2023
|