Retrato de David Muñoz en Guadalajara y un cuento
Víctor Manuel Pazarín Seguramente fue José Luis Jara, un sonorense de Hermosillo, quien provocó que David Muñoz y yo nos encontráramos. Ya no recuerdo bien, pero sí estoy seguro que fue porque vino a Guadalajara y presentamos su libro Mexicalipsis: Éxodo hacia la frontera (2000), que acababa de aparecer. Me pidió David que le organizara una presentación y yo hice lo propio para que fuera en un lugar entonces icónico, la casa del escritor jalisciense José López Portillo y Rojas, autor de entre muchas obras de La parcela (1898); en esa casa, que convirtieron en museo, y por ese tiempo era uno de los mejores espacios para la presentación. La sinergia, en todo caso, resultó de lo más bien. Y a la presentación fueron un mundo de gente que celebró la lectura de los relatos de David. Después del brindis organizamos una celebración particular, ya no recuerdo en qué casa ni de quien. Como David no conocía Guadalajara, lo que hicimos fue organizar un viaje por esta ciudad y sus lugares más emblemáticos y esos que hacen que una ciudad sea distinta a la otra: los espacios inhóspitos. La vida nocturna y los lugares donde el baile era el alma de una ciudad que duerme y no duerme. De ese encuentro, años después, surgió un cuento-crónica, donde David y yo somos los protagonistas. David nunca leyó el texto porque lo había olvidado entre mis papeles. Mezcla entre la realidad y la ficción, lo doy a conocer ahora, como un homenaje y un testimonio de nuestra larga amistad. De la noche al amanecer Estamos en la línea de la noche. Su filo nos desgarra, nos abre en canal. Nos indica los caminos que debemos transitar: seguimos su paso y nos adentramos en la bruma. Es la Calzada donde las sombras cobran vida: aquí una mujer se nos ofrece. Más allá las cantinas abren sus puertas, nos dan la bienvenida y quedamos detenidos. Nos suspenden las luces artificiales, porque la noche es la reina. El placer es el condimento, el comercio de los cuerpos. Cruza ahora mismo un mar de gente y una marea enorme de autos. Nos alumbran —como si fuéramos su centro— las luces de los arbotantes. Nos embelesa esa luz hasta llevarnos al lugar preciso: son los altos de un edificio en Juárez y la Calzada. Aquí está la escalinata que asciende hasta el infinito. Sudamos. Se acaba el aire en los pulmones. Ascendemos. Nos detiene una mujer. Nos ofrece la precisión de una noticia. Es fresca. Nos cuenta la historia. Aquí, justo en los escalones que pisamos, mataron a una mujer. La sangre derramada ya no se nota, pero indica la glamorosa dama que un hombre tenía a la mujer por amante. Ella ofrecía sus servicios en el salón, y una madrugada salieron a los pasillos y, luego, a las escaleras. Discutieron “sabrá Dios por qué”, pero en dado momento se escuchó un grito. Ese grito llegó a los oídos y se enchinó la piel. Era un lamento: “Una puñalada, luego otra y después más”. La sangre siguió las líneas de la escalinata y floreció en la Calzada. Gran movimiento. Enorme susto. La policía entró y nos detuvo. La Tropicosa guardó un profundo silencio y todos corrimos a donde habían surgido los gritos: “Lo que encontramos fue una carnicería”. “La compañera estaba tirada allá abajo, en el descanso de las escaleras, porque su cuerpo rodó por completo.” Son altas y ascendentes las gradillas que desembocan en la Tropicosa, ahora escuchamos la música viva, no el grito de la mujer. Es la obra de las manos de los músicos que hacen su labor. Seguimos el camino. La mujer nos ofrece su compañía: “Si están solos cuando regrese, espero que me elijan para estar en su mesa”. David sonríe. Le damos las gracias y continuamos el camino que asciende, hasta hacernos llegar. David Muñoz es escritor. Vive en Arizona. Está de visita en Guadalajara. Su trabajo lo realiza en Chandler-Gilbert Community College. Un lugar lejano. Se me antoja lejano. Nació en la Ciudad de México, pero desde muy joven David vive en los Estados Unidos. Vino a presentar un libro sobre la frontera, la vida de los chicanos. Escribe cuentos: narra pausadamente, sin aspavientos. Toma —con una camarita desechable— fotografías de todo: de allí surgen sus cuentos. Sus relatos se parecen a su voz: habla como un sacerdote. Me pidió que le mostrara la noche de la ciudad. Ahora está ante sus ojos. David suda. Se enjuga la frente con una servilleta. Elegimos la mejor mesa: desde aquí observamos a todos y nuestras espaldas quedan protegidas. En este lugar se debe andar con cuidado. La violencia puede aflorar en cualquier instante. Hay una multitud en las pistas de baile: cerca de nosotros está la gente más pacífica, pero más allá bailan los bravos, los caras de matones. Son violentos y vienen todas las noches a bailar y a buscar riña. Es su vida, la pueden perder en un instante. Para ir a los baños se cruza el largo salón. Hay un cerrado camino y uno tiene que palmear las espaldas y pedir permiso. Si uno es cordial, la vida está abrigada. Vengo de orinar y una dama me ofrece sus servicios. La llevo a la mesa y el mesero exige el consumo. Pedimos una cubeta de cervezas. Está en la mesa de inmediato. El servicio es eficaz. Veloz como la dama que nos acompaña. Bebe sin parar. Aduce “el calor me abruma”. Es una verdad. Cientos de cuerpos se mueven sin parar. Es un tumulto. Son humores diversos. Y el sudor es una brisa caliente. Resulta una fortuna nuestra mesa, entra el suave viento de la noche. La mujer bebe sin parar. No habla. Se embelesa en consumir las cervezas. En poco tiempo la dotación se ha terminado. La dama habla, pero su voz es pastosa. Es el resultado de su apresuramiento. Nos exigen un nuevo consumo y el pago por la compañía. Es un fastidio la mujer. No baila. No habla. Bebe. El tiempo se cumple ordinariamente. Cruzo el salón. Son cuerpos compactos los que toco. Huelo su sudor. Bailan al centro del salón. Lo cruzo transversalmente. Desde los amplios ventanales se mira la noche en la Calzada. Los ojos bajan hasta encontrar los autos. Se distinguen diminutos cuerpos que se ofrecen. Un hombre corre. Lo persiguen dos sombras. Tropieza el hombre con los autos y en seguida las sombras lo alcanzan. Lo tiran al piso y lo patean. Los golpes, desde esta altura, se miran en una cámara lenta que no alarma. Lo golpean. Lo arrastran. Vuelan los pies y se detienen afianzados en el cuerpo. Se estrellan en el rostro. La sangre, que es imaginaria desde aquí, brota y se derrama en la banqueta. Corre como un río invisible. Luego una sombra hace brillar la daga. La hunde en las carnes. Alumbran las luces de las patrullas. Las sombras huyen, se pierden de mi vista. Desaparecen. Unos ojos me observan atentos, curiosos. Los enfrento. Voy hacia ellos. Los labios se abren en sonrisa. Los descubro carnosos. Los aprecio oscurecidos por el carmín. Le hablo a la mujer. —Dura golpiza —dice. —Duro el cuchillo y dura la vida sin ti —digo. Sus labios se abren en sonrisa y la invito a la mesa. Son cuerpos visibles e invisibles los que toco, pero ella es un cuerpo delicado. Se ofrece con finura. Cruzamos hasta encontrar a David que mira absorto. Su rostro oscurecido. Sus ojos de negro se abren hasta mirarnos. La dama que le hace compañía se ha embrutecido. La presencia de Istar la incomoda. Grita. Ofende. En un instante ya no está con nosotros. No se llama Istar. Pero se llama Istar. Es Istar en este momento porque la describe. Es su nombre ficticio. David la detalla, enciclopédico: Es la diosa siria del amor (la fecundidad) y de la guerra (la esterilidad): fue asimilada a la Astoreth de la Biblia, a la Astarté de los fenicios y, más tarde, a Afrodita o Venus. Joséphin Péladan escribió una novela en torno a este nombre (1888), titulada La décadence latina y Vincent d’Indy se inspiró en la epopeya de Istar para unas variaciones sinfónicas (1897) e ilustró la liberación del “hijo de la vida, su joven amante” por el progresivo deshojamiento de Istar ante cada una de las siete puertas del infierno... —Para ustedes soy Istar —dicen sus labios carnosos. Tiene veintitrés años y es dama de compañía de un hombre que viaja con frecuencia. Las noches que tiene de asueto las pasa en la Tropicosa. Tiene un hijo pequeño. “El gasto es grande.” Tiene apenas un año de trabajar de cortesana. Pero su nombre es Istar y su rostro moreno es fino. Hermoso. Es educada y fue a la universidad. Es Istar y me besa los labios. Es Istar y besa a David al tiempo que dice su bello nombre de batalla. Se encaminan a bailar. Entonces el tiempo corre. La bebida es deliciosa. El baile alternado despierta la sensualidad. La cortesana baila. Su cuerpo es la perfección de la vida. Sus piernas se mueven con precisión. La toco y ella sonríe. Baila. David se entusiasma. Antes, en la Calzada, David hubiera pagado una bicoca por acostarse con las damas nocturnas. Ahora daría todo porque Istar se fuera a su cuarto de hotel. Pero la cortesana sólo viene a bailar. Bebe y sus delicados labios apenas tocan el filo de la botella. Es alta porque apenas le toca mi cabeza los hombros. Ahora baila con David. Ella es la perfección de la madrugada, porque han llegado las brumas y el tiempo se ha ido como un suspiro. Su modo, su hablar es la mañana que llega. Bailamos y bebemos hasta que el nuevo día está alumbrando en los grandes ventanales. Luego Istar se despide y nos quedamos en la completa soledad. La desvelada multitud baja la escalinata para encontrarse con las calles. Vemos la figura de Istar perderse en la multitud. Después estamos en el jardín del templo de Aránzazu. Allí la volvemos a ver. De lejos y de cerca su figura es una maravilla. David se apresura al encuentro. La aborda y ella sonríe como si fuera la primera vez. A sus labios ha vuelto el encendido carmín. La detiene David un instante. Ella, entera, se abre como la mañana. Algo le dice David y ella ríe. Los alcanzo y caminamos hacia el Lido, que abre las veinticuatro horas. En la mesa escucha la canción que David solicitó para Istar. Istar es otra, nueva. Luce como la mañana. Nos entrega un delicado beso en los labios. Nos ofrece su casa. Nos levantamos y seguimos sus pasos hasta que la vemos subir en el primer camión de la mañana. Nunca la volvemos a ver.
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Víctor Manuel Pazarín
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June 2020
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