Los paisajes del son
A Alberto Spiller y Alejandra Carrillo Le vi entrar, y tardé algunos minutos en saber que era él. ¿Qué año fue ese cuando lo vi entrar? Tendría yo quizás catorce o quince años, y supe de su presencia porque los ojos del dueño de la tienda de materiales eléctricos —Radio Servicio— se abrieron, y sus labios se tornaron en una clara y amplia sonrisa. Atendía, el señor Leguer, a un padre y a su pequeño hijo que deseaban adquirir una guitarra. Yo había ido, por orden de mi padre, a comprar ya no recuerdo si un apagador o un cuarto de chilillos de pulgada y media. Algo yo fui a comprar, lo sé. Y entonces al escuchar su nombre el dios Orfeo o el mismísimo Apolo se adueñaron del mundo. Silvestre Vargas, ya maduro, había entrado a escena y el mundo se tornó de otra forma. Miró don Silvestre al padre del niño que traía la guitarra en la mano y les preguntó: —¿Van a comprar una guitarra? —Sí, para mi hijo, pero no sabemos cuál… Entonces, Silvestre Vargas, el dueño y señor de los sones jaliscienses, de los huapangos, de las canciones vernáculas, se propuso prestarles ayuda. —A ver, déjame escucharla. Y rasgó las cuerdas. —Ésta, no —dijo—. Tráigame esa roja —le pidió al dueño de la tienda. Entonces las manos del músico comenzaron a afinar y, luego, a tocar. Escuchó cerrando sus ojos y dijo: —Ésta está bien. Tiene un buen sonido; además es muy bonita… Y el padre recibió la brillante guitarra roja y se la dio al niño. Fueron a la caja y pagaron. Y yo ya había olvidado no sé si el apagador o los chilillos que iba a comprar. Recordé, entonces, su grito en el mariachi. Recordé, sobre todo, una canción que me gustaba mucho: “El tren”, que —lo supe muchos años después— se había grabado su primera versión en mil novecientos treinta y siete. Ese tren del son del sur de Jalisco (el que se lleva a los hombres al otro lado del mar), yo no sé si había partido de Zapotlán hacia lo más profundo del paisaje sureño, o si Silvestre Vargas o quien haya compuesto el son, lo miró en Tecalitlán, pero lo cierto es que la canción pinta un paisaje ahora otra vez inédito, que solamente un poeta de pueblo lo pudo captar. El son, uno de los más hermosos que he escuchado, logra un retrato social muy preciso. Permite con toda claridad desde la música y la letra hacernos sentir que vamos en la máquina de vapor, o que estamos en la estación ferroviaria y lo que vemos es una imagen nítida, precisa: Al pasar por Zapotiltic, Me dijo una muy bonita: “Qué dice señor me lleva Ya tengo mi maletita”. Señora, no me la llevo, porque tengo a quién llevar. Hasta lloraba la ingrata porque se quería enganchar... Cada vez que escucho este son, o miro a los nuevos mariachis, me surge una tremenda nostalgia del pasado. Cada vez se me presentan las preguntas: ¿Cuándo dejamos de contar historias de los pueblos? ¿Cuándo fue que el mariachi dejó de cantar y contar narraciones casi épicas de la gente? ¿Cuándo —y esta pregunta sí me inquieta— el mariachi dejó de ser raíz para comercializarse y complacer a un público ávido de espectáculo? ¿Cuándo el mariachi evolucionó hacia el espectáculo y ya no es raíz? Porque el mariachi ya no es significado ni significante. Cuesta trabajo identificarnos con él. Al menos a mí. Tocan canciones de moda y son moda y parte del menú en restaurantes donde el alcohol es lo principal y tienen que hacer patéticas diversiones para poder ser vistos, que no escuchados… El mariachi, que narró historias, ya no evoca ni invoca. Ya no juega el papel protagónico que antes tuvo. Cierto: la canción vernácula ha desparecido casi por completo, y las regiones también están casi borradas. En la actualidad sonar a una región, a un pueblo, es —podríamos decir— casi un pecado. Se han perdido los espacios antes lejanos y que se diferenciaban unos de otros. Antes, uno podía identificar a una persona nacida en Zapotlán o en Sayula. Hoy ya es muy poco probable, aunque aún siguen existiendo el habla de cada pueblo. Sus modismos y sus costumbres culturales. Sus tradiciones. Pero ya no interesan a muchos. Ahora se tiene que romper con el acento local, con el color local, para no “parecer” ranchero. Por eso el mariachi ha perdido su sabor local. La canción “El tren”, lo tiene; y pinta lo que fue en su momento el sur y los pueblos que nombra y deja de nombrar, porque ¿a qué mar se refiere la canción cuando dice: “…el que se lleva a los hombres al otro lado del mar…”? Si el tren iba de Guadalajara a Colima y pasaba por los pueblos del sur, entonces el tren iba a Manzanillo. Sabemos, entonces, que el tren pasaba por Zacoalco, Sayula, Zapotlán, Zapotiltic y de allí a hacia la ciudad de Colima. Luego entonces: ese mar es el de Manzanillo, y si dice que “al otro lado del mar” ¿a dónde se iba la gente ya embarcados después de dejar el tren? ¿A dónde iba ese hombre a quien la mujer “muy bonita” le pidió que se la llevara? Ahora lo que narra “El tren” es un misterio. Y el misterio nos permite imaginar e imaginar es bueno. Le vi entrar, y tardé algunos minutos en saber que era él. ¿Qué año fue ese cuando lo vi entrar? Tendría yo quizás catorce o quince años, y supe de su presencia porque los ojos del dueño de la tienda de materiales eléctricos se abrieron, y sus labios se tornaron en una clara y amplia sonrisa. Atendía, el señor Leguer, a un padre y a su pequeño hijo que deseaban adquirir una guitarra. Yo había ido, por orden de mi padre, a comprar ya no recuerdo si un apagador o un cuarto de chilillos de pulgada y media. Algo yo fui a comprar, lo sé. Y entonces al escuchar su nombre el dios Orfeo o el mismísimo Apolo se adueñaron del mundo. Silvestre Vargas, ya maduro, había entrado a escena y el mundo se tornó de otra forma. © Víctor Manuel Pazarín
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El ánima de Sayula en la memoria Víctor Manuel Pazarín Ilustración: Orlandoto Escrito en el siglo diecinueve, el poema satírico “El Ánima de Sayula” es orgullo de los pobladores de este espacio geográfico del Sur de Jalisco. En cada negocio familiar de los sayulenses —que hay muchos— la gente a cada compra de sus productos obsequia una copia artesanal (cartulina y papel de china) del texto. Y es que su fama es real: se han hecho canciones, óperas y películas; se han logrado memorizaciones de los versos; se permite, a partir de este poema, que la gente pueda decir albures y —dicho sea en el buen término, si esto es posible— que se digan en voz alta las excelentes leperadas que allí a cada verso se expresan. Hay, entonces, un elogio al albur, que el ensayista Jorge Arturo Ojeda define de esta manera, en un ensayo sobre la novela Gazapo de Gustavo Sainz: “El albur, tan mexicano, es un juego de palabras, es una asociación fonética o semántica; no es el calembour ni el pun, sino un atrevimiento con censura, una muestra de cobardía o recelo con valor siempre sexual”. Y es que “El Ánima de Sayula” es un regocijo del albur. Compuesto en versos narra una historia (o muchas), pero siempre enfocado en destacar la chispa del lenguaje de doble sentido. Se podría decir que es una recopilación de esa tradición muy mexicana al albur, que es una reunión de todo lo posible sobre el lenguaje lépero y que sin saberlo nosotros está en nosotros, porque es otra forma de gritar, de decir, de dobletear y de utilizar nuestra lengua castellana, tan rica en giros y en formas, tan soslayada y tan directa, tan inmejorable. El texto, ya lo dije, fue escrito en el siglo diecinueve, y es quizás el más popular de nuestros poemas. Es un lujo y es, a la vez, una vergüenza: no siempre la gente lo dice sin ruborizarse, pero invariablemente se carcajea. Es un texto permisible que permite que saquemos a ese otro que llevamos dentro: el lépero, el vulgarzote (“—Me llamo Pe…rico Zúrrez. /Dijo el fantasma en secreto./ Fui en la tierra buen sujeto /muy puto mientras viví”), el malhablado y el humorista. De acuerdo con la historia de este poema, se declara como autor a Teófilo Pedroza, quien nació en Zamora, Michoacán, en 1897, pero eso es incierto porque otros dicen que fue en Tingüindín y también que La Piedad. Lo cierto es que nunca se dice nada de estos pueblos en el texto, se nombra a Sayula. Se declara el sucedido en este pueblo sureño de Jalisco. Al parecer, “El Ánima de Sayula” se publicó entre 1898 y 1904, pero lo cierto es que vive en la memoria de muchos. Y narra las aventuras de Apolonio Aguilar (“En un caserón ruinoso de Sayula en el lugar/ vive Apolonio Aguilar/ trapero de profesión”), quien es el protagonista principal. Y sucede en un panteón. El poema ha sobrevivido a lo largo de los años y se ha editado en rústicas ediciones caseras y, también, en ediciones de lujo. En las populares se ha dejado el lenguaje soez, rico y chispeante; en las de lujo se ponen mochos y culteranos y han cambiado términos que, a decir verdad, no permiten el disfrute alburero con el que nació. Quizás ocurre, como se ha dicho que sucedía a comienzos del siglo pasado y como hace referencia el comentador del texto Raúl Arreola: “En los albores del siglo XX el Ánima circuló escasamente por la idiosincrasia de una época y el criterio pacato de quienes en público la condenaban y en privado se reían de buena gana con las aventuras del trapero Apolonio Aguilar”. © Víctor Manuel Pazarín Víctor Manuel Pazarín Poeta, narrador, ensayista, periodista y editor. Nació en Zapotlán el Grande, Jalisco, 1963; actualmente vive en el poblado de Tonalá. Tiene publicados libros de cuentos, periodismo y poesía: Puentes (relatos), editorial Mala Estrella, 1993. Construcciones (poesía), Fondo Editorial Tierra Adentro, 1994. Retrato a cuatro voces (Arreola y los talleres literarios) (entrevistas), editorial de la Universidad de Guadalajara, Divagaciones en las escaleras (cuentos), Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, 1994, Arreola, un taller continuo (periodismo), editorial Ágata, 1995, Cantar (poesía), Secretaría de Cultura de Jalisco, 1995, La medida (poesía), Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, colección Los Cuadernos del Jabalí, 1996, Cazadores de gallinas (novela, 2008) y Ardentía (poesía, Buenos Aires, Argentina, 2009) y Enredo (poesía casi completa), El Financiero, 2013. Fue editor del sello Mala Estrella y director-editor de la revista Soberbia, Presencias, mensualidad de poesía y Éxodos, escritura de creación y pensamiento. Es columnista en La gaceta de la Universidad de Guadalajara y El Financiero de la Ciudad de México. Trabaja en la Universidad de Guadalajara y mantiene el blog Barcos de papel.
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Víctor Manuel Pazarín
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June 2020
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