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​Barcos de papel

Los paisajes del son

6/30/2016

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Los paisajes del son
 
A Alberto Spiller y Alejandra Carrillo
 
Le vi entrar, y tardé algunos minutos en saber que era él. ¿Qué año fue ese cuando lo vi entrar? Tendría yo quizás catorce o quince años, y supe de su presencia porque los ojos del dueño de la tienda de materiales eléctricos —Radio Servicio— se abrieron, y sus labios se tornaron en una clara y amplia sonrisa. Atendía, el señor Leguer, a un padre y a su pequeño hijo que deseaban adquirir una guitarra. Yo había ido, por orden de mi padre, a comprar ya no recuerdo si un apagador o un cuarto de chilillos de pulgada y media. Algo yo fui a comprar, lo sé. Y entonces al escuchar su nombre el dios Orfeo o el mismísimo Apolo se adueñaron del mundo. Silvestre Vargas, ya maduro, había entrado a escena y el mundo se tornó de otra forma. Miró don Silvestre al padre del niño que traía la guitarra en la mano y les preguntó:

—¿Van a comprar una guitarra?

—Sí, para mi hijo, pero no sabemos cuál…

Entonces, Silvestre Vargas, el dueño y señor de los sones jaliscienses, de los huapangos, de las canciones vernáculas, se propuso prestarles ayuda.

—A ver, déjame escucharla.

Y rasgó las cuerdas.

—Ésta, no —dijo—. Tráigame esa roja —le pidió al dueño de la tienda.

Entonces las manos del músico comenzaron a afinar y, luego, a tocar. Escuchó cerrando sus ojos y dijo:

—Ésta está bien. Tiene un buen sonido; además es muy bonita…

Y el padre recibió la brillante guitarra roja y se la dio al niño. Fueron a la caja y pagaron. Y yo ya había olvidado no sé si el apagador o los chilillos que iba a comprar.

Recordé, entonces, su grito en el mariachi. Recordé, sobre todo, una canción que me gustaba mucho: “El tren”, que —lo supe muchos años después— se había grabado su primera versión en mil novecientos treinta y siete.

Ese tren del son del sur de Jalisco (el que se lleva a los hombres al otro lado del mar), yo no sé si había partido de Zapotlán hacia lo más profundo del paisaje sureño, o si Silvestre Vargas o quien haya compuesto el son, lo miró en Tecalitlán, pero lo cierto es que la canción pinta un paisaje ahora otra vez inédito, que solamente un poeta de pueblo lo pudo captar.

El son, uno de los más hermosos que he escuchado, logra un retrato social muy preciso. Permite con toda claridad desde la música y la letra hacernos sentir que vamos en la máquina de vapor, o que estamos en la estación ferroviaria y lo que vemos es una imagen nítida, precisa:
 
Al pasar por Zapotiltic,
Me dijo una muy bonita:
“Qué dice señor me lleva
Ya tengo mi maletita”.
 
Señora, no me la llevo,
porque tengo a quién llevar.
Hasta lloraba la ingrata
porque se quería enganchar...
 
Cada vez que escucho este son, o miro a los nuevos mariachis, me surge una tremenda nostalgia del pasado. Cada vez se me presentan las preguntas: ¿Cuándo dejamos de contar historias de los pueblos? ¿Cuándo fue que el mariachi dejó de cantar y contar narraciones casi épicas de la gente? ¿Cuándo —y esta pregunta sí me inquieta— el mariachi dejó de ser raíz para comercializarse y complacer a un público ávido de espectáculo? ¿Cuándo el mariachi evolucionó hacia el espectáculo y ya no es raíz?

Porque el mariachi ya no es significado ni significante. Cuesta trabajo identificarnos con él. Al menos a mí. Tocan canciones de moda y son moda y parte del menú en restaurantes donde el alcohol es lo principal y tienen que hacer patéticas diversiones para poder ser vistos, que no escuchados…

El mariachi, que narró historias, ya no evoca ni invoca. Ya no juega el papel protagónico que antes tuvo. Cierto: la canción vernácula ha desparecido casi por completo, y las regiones también están casi borradas. En la actualidad sonar a una región, a un pueblo, es —podríamos decir— casi un pecado. Se han perdido los espacios antes lejanos y que se diferenciaban unos de otros. Antes, uno podía identificar a una persona nacida en Zapotlán o en Sayula. Hoy ya es muy poco probable, aunque aún siguen existiendo el habla de cada pueblo. Sus modismos y sus costumbres culturales. Sus tradiciones. Pero ya no interesan a muchos. Ahora se tiene que romper con el acento local, con el color local, para no “parecer” ranchero. Por eso el mariachi ha perdido su sabor local. La canción “El tren”, lo tiene; y pinta lo que fue en su momento el sur y los pueblos que nombra y deja de nombrar, porque ¿a qué mar se refiere la canción cuando dice: “…el que se lleva a los hombres al otro lado del mar…”?

Si el tren iba de Guadalajara a Colima y pasaba por los pueblos del sur, entonces el tren iba a Manzanillo. Sabemos, entonces, que el tren pasaba por Zacoalco, Sayula, Zapotlán, Zapotiltic y de allí a hacia la ciudad de Colima. Luego entonces: ese mar es el de Manzanillo, y si dice que “al otro lado del mar” ¿a dónde se iba la gente ya embarcados después de dejar el tren? ¿A dónde iba ese hombre a quien la mujer “muy bonita” le pidió que se la llevara? Ahora lo que narra “El tren” es un misterio. Y el misterio nos permite imaginar e imaginar es bueno.

Le vi entrar, y tardé algunos minutos en saber que era él. ¿Qué año fue ese cuando lo vi entrar? Tendría yo quizás catorce o quince años, y supe de su presencia porque los ojos del dueño de la tienda de materiales eléctricos se abrieron, y sus labios se tornaron en una clara y amplia sonrisa. Atendía, el señor Leguer, a un padre y a su pequeño hijo que deseaban adquirir una guitarra. Yo había ido, por orden de mi padre, a comprar ya no recuerdo si un apagador o un cuarto de chilillos de pulgada y media. Algo yo fui a comprar, lo sé. Y entonces al escuchar su nombre el dios Orfeo o el mismísimo Apolo se adueñaron del mundo. Silvestre Vargas, ya maduro, había entrado a escena y el mundo se tornó de otra forma.
 
© Víctor Manuel Pazarín 
 
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