Ciudad perdida
Víctor Manuel Pazarín Los rumores de la Ciudad Perdida en luces. Postrado en su recámara, Jonás levanta la cabeza: escucha en la calle, en su puerta, un leve sonar; luego más fuerte: alguien busca; se integra para colocar los nudillos ante la entrada. Se abre el prodigio de los sonidos: llegan claros, hasta el lecho de Jonás, quien ahora atraviesa —sumido en su propia oscuridad— el pasillo, para ir al encuentro de la salida. Abre: mira: es un espejo: refleja las amplias tinieblas. En seguida, conforme el tiempo se abre —distanciando sus grietas: aparece la luz— se dibujan siluetas. Se corporizan. Se nutren del viento. Es la madrugada: apenas hace un instante, Jonás miró perderse a Narciso entre la noche. Ahora la sombra surge del fondo de ese espejo: conforma la imagen de la Ciudad Perdida en luces. Es la noche total. Se va dibujando, lenta y continua, hasta ser una réplica: detalla la escalinata del jardín. Allí, al comienzo de la escalinata, inicia la historia. Del espejo, que es la noche que refleja al mundo, una sombra se levanta para iniciar, pesada, la ascensión hacia la puerta de Jonás. Jonás ahora duerme; apenas ha llegado de estar en las amplias calles y avenidas de la Ciudad Perdida en luces. Es una sombra: se deja acompañar de otra sombra. Ambas siluetas, lentas, se corporizan para lograr su entrada al espejo. Se levantan. Y la más alta de las sombras sube; deja a la breve sombra al pie de la escalinata. Trepa. Abre y luego cierra la mano hasta convertirla en puño. Negra se cierra para, acto seguido, posarse repentina ante la puerta. Una y otra vez, el sonido: va en aumento, viaja hasta los oídos de Jonás. Es un sonido leve, al principio. Pero luego es más fuerte; grave. Jonás despierta. Espera hasta poder incorporarse. Vacila. Mas se yergue para, sumido en su propia oscuridad, atravesar el pasillo. Llega y espera. Llega y se abre la puerta: el encuentro es con el espejo: las tinieblas nada dejan ver. —Soy yo —parece decir: de la boca surge el humo: el negro vapor lo cubre todo. —Yo soy —considera Jonás haber escuchado; es nadie, o quizás el humo, el vapor que cubre todo, que es Jonás ahora también. Una mano de humo, entonces, goteante de agua de vapores se extiende —sale del espejo— para alcanzar el cuerpo de Jonás; abre los ojos, desmesurados por la sorpresa. Es una sombra y vuelve a extender la mano de humo ante la aparente negativa de la mano corporal de Jonás. ¿Pareciera?: ¿quién tiende la mano fuera el propio Jonás?: en realidad está la mano tocando el cuerpo. Es una helada mano de vapores; súbitamente, escurre agua. Entonces las apariencias se corporizan y, conforme entra la luz a la luna del espejo, aparecen más claras. Jonás parece pronunciar algo: ya las palabras, al salir de la boca, se coronan de noche. Nada se escucha, quizás únicamente los rumores de la Ciudad Perdida en luces. Todos duermen el sueño, la pesadilla colectiva, en donde los durmientes, en esa hora de la madrugada, miran —en el sueño inquietante— la misma escena: se repite. La mano de humo escurre. Se detiene en el cuerpo de Jonás. De la boca de esa sombra surge, entonces, la voz: —Mi hija está muerta —¿sugiere a los oídos? Y las lamentaciones, en cascada, abren la noche de nueva cuenta. La noche del espejo refleja el dolor de un rostro: apenas comienza a dibujarse. Jonás inicia el diálogo; una serie de palabras: nada dicen: se derraman en el viento frío de la madrugada. ¿La sombra insiste?: —Necesito tu ayuda: ella está muerta. Un dedo que el viento va borrando apunta hacia el comienzo de la escalinata. Allí la sombra breve se corporiza: es a la vez una sombra de una niña y de una de adolescente. Jonás mira al fondo del espejo para localizar lo que indica la mano: ahora ya es de agua. Al comienzo de la escalinata la silueta se incorpora para luego caer, derramarse... —Con lo que puedas ayudarnos... —alcanzan a pronunciarse apenas las palabras para volverse en seguida vapores, gotas... ...es un leve sonar de agua... —¿despierta Jonás? Son unas gotas leves, como cayendo al piso de mármoles de un salón en donde un espejo es la noche. Jonás levanta el cuerpo, su cuerpo, y va y se asoma al fondo del espejo en donde una sombra tiende la mano para tocar la de Jonás. Es una mano de agua: toca su mano. Hace breves sonidos; al tiempo surgen estrepitosos. En el espejo está Jonás con una mujer. La dama, de negras cabelleras, abre su palma para, suplicante, pedir una limosna. —Ella está muerta —sugieren los labios de la mujer. Apunta hacia el inicio de la escalinata para indicar: la sombra en el piso es su hija. Es una silueta, en ese instante: en el piso del jardín se tiende. La cabellera cubre un rostro inexistente. Y vuelve a abrir la palma para pedir ayuda. —Muerta... —parece indicar. Abre los labios de nueva cuenta y la palma se desvanece en vapores. —Entra —parece indicar el gesto de Jonás. La sombra sale del espejo. Se corporiza. La larga cabellera, antes de humo, es ahora un cuerpo delgado: cubre el rostro hasta dejar mirar los labios manchados de carmín. Los ojos —descubre Jonás— son lóbregos, de donde vuelve a surgir la súplica. Entonces, juntos atraviesan el pasillo hasta llegar a la recámara. Hay una silla al centro de la recámara, sobre un tapiz. Jonás lleva a la mujer hasta plantarla en la alcoba. Una luz evasiva irradia sin iluminar. La breve luz surge de un espejo. El ojo del espejo repite la escena. Al centro sin centro del espacio, pero concentrada, la mujer describe el dolor: su cuerpo lo otorga como una escritura. En ella se lee —de ella se lee—: cada signo figura el profundo sentimiento impreso en el rostro, en el cuerpo: sin mentir la carne es un discurso que ¿Jonás percibe? —en silencio— en algún extremo de la recámara. No hay preguntas. No hay diálogos. Hay, si acaso, el placer. Disfruta Jonás el sufrimiento, pero no se conmueve. Antes bien está dispuesto a seguir el significante del silencio. El significado del dolor. Llegado el momento, Jonás le pide que se desnude. Sólo para poner a prueba su tolerancia al asco. La mujer que es parte de la sombra abre sus ropas para después despojarse de ellas. Abre su cuerpo como una fruta. Descubre Jonás la podredumbre: la forma sin forma: el espíritu —¿lo deja desnudo sin exponerlo a la intemperie de los ojos, de la vista que es la manera de sentir lo que en los cuerpos ajenos no existe? Jonás no expone nada, porque nada hay en ese instante en él. Se logra, entonces, el comercio con el dolor. Una moneda rueda en medio de la recámara: va hacia ningún espacio: el dinero es el centro de la nada. El comercio, cuando no está impregnado de espíritu, se vuelve entonces forma de la nada: vacío que cada uno somos cuando depositamos la rueda del dinero. Hay un miedo al vacío: ¿qué lo forma? El vacío es el extremo: se vende —ahora mismo— cuando la mujer se desnuda: bajo la luz del plafón muestra sus negras carnes. SE ABRE. Jonás introduce su mano al negro hueco; por la rendija cae la moneda: hace que supure el agua de las profundidades. Abre la carne, y en la forma está la conciencia de la no-vida, de aquello que permite el no-dolor, el no-sentir, el no-estar en sí mismo. Entonces aparece la niña —o mejor, la adolescente— de entre las piernas de la mujer: tendida ahora en el piso, recoge sus piernas hasta dejar mirar la cabeza de la hija muerta. Es una cabeza de humo. Es un reflejo de la mujer, cual si fuera un espejo: es la mujer mirando su pasado: es la niña-adolescente mirando su futuro. Pero no hay vida; nada hay: Lo que está es el humo que conforma las dos figuras suplicantes. El ser que antes fuera una, es dos que miran con ojos de dolor: es la carne encarnada: es el dolor. No hay palabras a la hora del comercio. Es la negra moneda: cae, hasta lo profundo, para que aparezca la figura. Jonás abre a la mujer para extraer, de un solo tirón, a la niña-adolescente. La trae a la luz de la recámara. Levanta su delgado cuerpo hasta sostenerlo entre sus brazos. Entonces la mujer, puesta en el piso, deja de suplicar; deja de ser para permitir que la hija cobre la vida que ya no tiene. Jonás la toma hasta llevarla a una esquina donde la luz no llega: la recuesta en el piso y la besa. Besa sus tiernos labios; acaricia sus breves senos y muerde, hasta encontrar la sangre, los débiles pezones apenas nacientes y oscuros. Lame, Jonás, la sangre: se esparce por el cuerpo de la niña. Es una sangre oscura: no se mira: ambos permanecen entre la oscuridad. La línea de sangre recorre un largo espacio: llega hasta el cuerpo de la madre: ante la luz del plafón, aparece tendida y sin respirar. Se unen la sangre de la madre y la hija; justo ahora la luz deja mirar: de entre las piernas de la mujer otro hilo de sangre hace un recorrido para encontrar la sangre de la muchacha. Ahora es penetrada por la mano de Jonás. Posee, Jonás, entonces, a la adolescente mientras alcanza con la mano el cuerpo de la madre: penetra su oscura mano entre las carnes y fluye como si los cuerpos fueran uno solo. Los arrastra por el pequeño espacio que es la recámara hasta unirlos; los cuerpos nada dicen: inermes, son signos que no significan. Son carne; son forma sin forma; son lamentos; el silencio ha acallado para no permitir las palabras. Son el silencio necesario para la muerte. Los cuerpos son el campo del silencio. Es el silencio, entonces, crece... LA MANO DE HUMO SE CONFORMA en puño para tocar la puerta. Abre Jonás los ojos. Se incorpora. Abre los sentidos para lograr escuchar los leves sonidos. Pregunta. —Ella está muerta —parece escuchar como respuesta. Pero nada se oye: el viento recorre la noche de la Ciudad Perdida en luces. Abre la puerta para mirar: sombra: asciende por sobre la escalinata. Abajo un cuerpo tendido. Breve, callado, inerte. —Ella está muerta: necesito tu ayuda —parece decir: las palabras son humo. La sombra tiende su mano. Jonás la acoge. La lleva por el pasillo hasta la oscuridad de la recámara. Rasga sus ropas hasta desnudarla. La posee hasta encontrar en ella un suspiro que dice nada. La mujer llora y de su boca aparece una súplica —Jonás no escucha ya: está perdido en el placer. Largos instantes. La mirada descubre una sombra. Jonás se incorpora y con él la mujer. La conduce hasta la puerta. —Ella está muerte—¿es el viento? Toma Jonás tres monedas y las pone en el piso La sombra baja la escalinata. Jonás la mira hasta perderse . Cierra la puerta para volver al sueño. © Víctor Manuel Pazarín
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La lira de Santana
Víctor Manuel Pazarín Luz siempre es luz, oscuridad siempre es oscuridad. Yo lo llamo fragmentos de miedo. La luz tiene un objetivo: iluminar. No mentir, ni separar, ni dividir, ni comparar, ni competir; solamente complementar y elevar. Carlos Santana Sólo una vez he visto y escuchado —en vivo— a Carlos Santana. Santana, quien en mil novecientos sesenta y nueve —a los veintidós años— se dio conocer como solista en el mundo de la música con el álbum Santana, y actualmente (y desde hace varias décadas) es considerado uno de los más grandes guitarristas del orbe musical, este año cumple sus primeros setenta años. Pero Carlos Santana no siempre fue Carlos Santana —uno de los veinte guitarristas más grandes de todos los tiempos de acuerdo con la revista Rolling Stone—, sino que antes, mucho antes, corrió —como muchos de los niños que ahora tienen su edad— por las calles de Autlán (de la Grana, y luego de Navarro, Jalisco), su pueblo natal. De acuerdo con un documento oficial del ayuntamiento (emitido el catorce de septiembre de dos mil dieciséis, para declarar el veinte de julio como Día de Carlos Santana en Autlán de Navarro), Carlos es hijo de José Santana Meza y Josefina Barragán Corona y pasó sus primeros años en el barrio de la Sirena. Su padre fue integrante de un mariachi. Fue él quien inició a Carlos (y a sus hermanos) en el aprendizaje de los instrumentos musicales y el gusto por la música tradicional mexicana. Primero fue el violín, pero a los ocho años, cuando su familia se muda a la frontera, encuentra que es la guitarra. A Tijuana llega en mil novecientos cincuenta y cinco, con ocho años de edad. El encuentro con el músico Javier Bátiz le cambió la vida. Y bajo su tutela aprendió los acordes esenciales imitando a los grandes músicos como de B. B. King, T-Bone Walker y John Lee Hooker, influencias que aún se notan cuando uno lo escucha tocar la lira. En Tijuana, siguiendo las líneas de su leyenda, Carlos tocó en clubes de música locales con el grupo Los T.J.’s, en el que era bajista; luego, en mil novecientos sesenta y uno, su familia se mudó a San Francisco de California, donde el ambiente hippie fue propicio para que surgiera Carlos Santana, el músico, con su banda la Santana Blues Band, en 1966, un año después de haber obtenido su nacionalidad norteamericana. Su carrera en ascenso logró que del Filmore West de Bill Grahams fuera luego al legendario festival de Woodstock, donde, el dieciséis de agosto de mil novecientos sesenta y nueve, abrió su participación con “Black Magic Woman”. Antes, mucho antes había escuchado a su padre tocar en un mariachi (en dos mil catorce, en una entrevista con el periodista de El Mundo de Madrid, Santana respondería a una pregunta sobre sus orígenes musicales): —Usted nace a la música en los 50, justo en el momento en que acaba la era del mambo y llegan el rock and roll y las guitarras eléctricas. ¿Qué música recibe por primera vez, la que le da el latigazo, la conmoción? ¿Es la de mariachi de su padre? —No, antes de tocar música de mariachi mi padre tocaba la música de 'Vereda tropical' [Santana entona quedo y bonito]. La música de Agustín Lara, Toña La Negra, Pedro Vargas. Música cubana hecha en México, Pérez Prado... Luego, de aquel mambo surgió el 'Zoot suite', los 'pachucos' que copiaban a Cab Calloway [que en los años 40 crearon en California una forma mestiza de vestir y de bailar a medio camino entre el mambo y el jazz]. En Tijuana empecé a meterme al blues, a la guitarra eléctrica de Chuck Berry. Para mí era lo mismo, como cuando recibes algo divino y te da escalofríos o cuando descubres tu primer orgasmo espiritual o físico. Eso es la música de Pérez Prado o Chuck Berry. Eres chiquito pero ya tienes esa frecuencia. No sabes ni cómo ni por qué hacerlo, pero, como dice John Lee Hooker, “lo tienes dentro y tienes que darlo”. Desde su salida del pueblo en mil novecientos cincuenta y cinco, Carlos Santana no volvería sino en el año dos mil uno —cuarenta y seis años después—, cuando lo declararon hijo predilecto del pueblo. El hijo pródigo volvió al pueblo Sólo una vez he escuchado en vivo a Carlos Santana. Campos de agave azul por el camino. Los miro como ráfagas desde la ventanilla del auto que nos llevará hasta Autlán, donde Santana será declarado hijo predilecto de su tierra nativa, a la que nunca había vuelto desde su pronta salida hacia, primero, Tijuana, y luego a San Francisco, donde creció y se hizo el músico que es. Yo lo había visto y escuchado si no recuerdo mal en mil novecientos setenta y cuatro, en uno de los primeros conciertos donde él, en definitiva, era la estrella y me había fascinado, al igual que a mis primos quienes conformaban hoy un trío romántico y otros días una banda de rock en Zapotlán. Viajamos en un auto rentado por un camino de frecuentes curvas que van, irremediablemente, hacia los desfiladeros. Somos tres reporteros y el chofer quien, en este instante —y de manera súbita—, hunde hasta el fondo el freno y tuerce el volante para evitar el golpe contra un atrabancado que se cruza en nuestro camino. Son las once de la mañana de ¿qué día? ¿De qué año? Salí entonces levantado en vilo por tres guardias del palacio municipal del poblado, porque había entrado al recinto donde, en ese momento, le entregaban las llaves a Carlos Santana; mis piernas se elevaban y de pronto escuché una voz que reconocí. Ordenaba a los guardaespaldas que me dejaran, que él era mi amigo y que podía entrar, que yo era su invitado. Bajé hasta el piso y entré. Me coloqué justo a unos centímetros de Carlitos y él me sonrío. Me dijo algo que no entendí, pero sí pude saber que su mirada me tocó. Ofreció unas palabras en un mal español y yo miré el oro falso de las llaves. En seguida fuimos hacia una calle donde se levantaba una figura parecida a Santana. Tocaba una guitarra. Luego se hizo de noche y en un baldío, donde se había dispuesto un escenario, me coloqué justo en una esquina. Fui allí, al pie del espacio escuché la lira de Santana, quien de pronto volvió a interpretar “Black Magic Woman”, “Europa” y, finalmente, “Samba pa ti”. Había esperado yo veinticinco años para que ocurriera, y sin haberlo imaginado, en una distancia de un metro Santana rasgaba las cuerdas para lograr que yo volviera a sentir otra vez la misma emoción de la primera vez. Retornó entonces a mí aquel año de mil novecientos setenta y cuatro y una especie de sueño se había cumplido… Luego el músico se retiró del escenario y ya no lo volví a ver. Son las once de la mañana ¿de qué día? ¿De qué año? El automóvil se detuvo a unos milímetros del coche que se cruzó, intempestivo, ante nosotros. Entonces supe: hoy es veinte de julio de dos mil uno. Ahora escucho a Santana tocar “Black Magic Woman”, “Europa” y, finalmente, “Samba pa ti”... Lo tienes dentro y tienes que darlo Lo pensé entonces —lo sentí— cuando escuché tocar a Carlos Santana en aquel improvisado templete de Autlán; lo pienso y siento ahora: para el guitarrista ese breve concierto fue tan importante como cuando fue al memorable Woodstock Peace, Love, Music festival y abrió con “Black Magic Woman” su concierto. En realidad las líneas musicales de Carlos Santana son —y serán por siempre— “Black Magic Woman”, “Samba pa ti” y “Europa”. La primera tiende sus redes hacia la música negra (latina y norteamericana), la segunda va hacia sus orígenes latinos y la tercera abre su universo al orbe. Tres líneas de la mano de Santana que son las vías hacia toda su obra que es amplia, esas fuentes que han permitido al guitarrista mexicano darle sentido a su ser musical y, al mismo tiempo, rendirle un homenaje a sus orígenes. Ahora que gira el disco vuelvo a escucharlo como aquella vez, la única en que lo he escuchado y visto en vivo. Esa primera vez que lo vi supe que Carlos Santana no necesitaba hacer sino tocar, no hubo aspavientos, movimientos desequilibrados, carreras por el escenario de aquí para allá, de allá para acá, solamente se paró en la orillita del entablado y cerró los ojos: hizo entonces que el universo todo se centrara en sus manos y logró hacer que todos, absolutamente todos los que allí estuvimos encontráramos nuestro centro musical. Supimos —quiero imaginar— que el universo es musical. Y que ese cielo soleado que nos amparó esa tarde, era éste y todos los cielos del mundo. El aire fue, entonces, música: fuimos con ella y en mi caso logré sentir lo que había dentro de él, porque lo dejé entrar en mi ser y su espíritu fue como un rocío de luz: inundó todo, fue el absoluto. Paró todo su movimiento el universo. Escuché —como sucede ahora— que en las tres canciones había una gramática. En unas más que en las otras, es posible percibir no solamente la gramática sino también una sintaxis muy clara, una narrativa y una poética. Es en la canción “Europa” donde mejor se siente —y al sentirla se ve, se palpa—, su escritura que es obviamente, musical. Hay, pues, una historia sin historia: su narrativa de algún modo invisible. Pero está, como el viento que nos toca el rostro… Ahora mismo voy hacia ese aire. Sólo una vez he visto y escuchado —en vivo— a Carlos Santana. Pero una vez, en el año de mil novecientos ochenta y nueve, del radio despertador que me levantaba a las seis de la mañana, de pronto surgieron las notas de “Europa”: fue entonces que alcancé a percibir la íntima escritura de la melodía. De entre sus ramificaciones logré encontrar una veta que es a la vez visible e invisible: la melodía tiene una profunda raíz erótica que se hace sentir. Esa mañana, entonces, me desperté con una erección provocada no por un cuerpo de mujer, sino por el corpus erótico de una melodía tan cadenciosa que va en crescendo y, luego, parte a otro lugar, para luego reencontrarse para lograr la concentración necesaria que debe tener toda obra sensual, sexual y, es claro, erótica. Nunca antes o después, con una canción tuvo mi cuerpo tal revelación, pero ocurrió —y seguramente volverá a suceder con “Europa” —quizás la Europa de Santana tiene la referencia de la mitología griega, aquella de la que Zeus quedó prendado cuando recogía flores en el campo y éste, como un dios libidinoso se tornó en hermoso toro que ella montó para viajar en sus lomos hacia Creta… Podría ser, pero es una suposición; lo único cierto fue que “Europa” me erotizó una mañana. Nosotros agarramos y lo hacemos universal El veinte de julio de dos mil uno vi por primera vez y única —hasta ahora— a Carlos Santana en su pueblo natal. Ofreció en agradecimiento un breve concierto en un tablado alzado sobre un pequeño campo. Había vuelto después de cuarenta y seis años y fue como ver a un dios. En El Mundo de Madrid, le preguntó José Manuel Gómez: —La música latina de California y la de Nueva York tienen tradiciones musicales separadas. Cuando hace su versión del “Oye como va” de Tito Puente consigue unir agua y aceite. No sé hasta qué punto fueron conscientes en Nueva York. —Nosotros agarramos y lo hacemos universal, y en Nueva York tocan música no más que para Cuba o Puerto Rico. Tienen una devoción increíble a la clave, si no tocas en clave [clap-clap-clap-pausa- clap clap] no vales nada. Bateristas como Buddy Rich o Tony Williams no saben nada de clave, pero es imposible pararlos. Y también hay muchos músicos que vienen de Cuba y no saben tocar James Brown, ni Sly Stone, porque, si no hay clave, se pierden. El lenguaje de EEUU es multidimensional. Si vienes y no quieres aprender algo y compartir, mejor ni vengas. Necesitas oír con otro oído. Ni Billie Holiday, ni Coltrane tenían clave. ¿Cómo vas a medir a la gente su forma de respirar? Mucha gente viene a EEUU a imponer su cosa y no a aprender. Yo vine a aprender. El veinte de julio vi tocar a Carlos Santana, faltaba un mes y medio para la tragedia del 11 de Septiembre en Nueva York. © Victor Manuel Pazarin |
Víctor Manuel Pazarín
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June 2020
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