Dos escritores centroamericanos en México
Por Víctor Manuel Pazarín I Ernesto Cardenal El memorioso Arreola se encargó de recordarnos que el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal (1925), durante su estancia en México (tiempo de sus estudios en letras en la Universidad Autónoma de México), tradujo poemas de Catulo y Marcial; y un repaso somero por la historia de su país, nos indica su posición destacada como hombre revolucionario y en contra de Somoza en los años cincuenta: ante un fallido golpe de Estado, durante el cual fueron asesinados muchos de sus compañeros de lucha, Cardenal decide viajar a Estados Unidos y abandonar las palabras durante su estancia en el monasterio trapense Getsemaní; pronto viaja a Cuernavaca, como sabemos, y estudia teología para, al tiempo, en una isla conformar una comunidad cristiana. Lo anterior lo supe hace veinticinco años de labios de los integrantes de Casa de Nicaragua (hasta hace poco abierta en Guadalajara), ahora son datos localizables en internet; lo cierto es que me enteré de la poesía de Cardenal por mis amigos justo el 19 de julio de 1979, cuando la revolución le daba el triunfo a Daniel Ortega; en ese año nos preparamos —ilusos y jóvenes—, también para una nueva revolución en México; nos preparamos porque creímos que ese entusiasmo llegaría hasta Zapotlán: hicimos ayunos prolongados, ya que intuíamos debían ser nuestros preliminares, pues consideramos inminente la “posibilidad”; escribimos sendas cartas a Ortega y, ya enterado de la existencia del poeta, me di a la personal tarea de enviarle mis letras (mensajes llenos de faltas de ortografía, pero emocionados): estoy seguro nunca le llegaron; al triunfo de la revolución, Ernesto Cardenal realizó una jornada cultural (ambiciosa como la de Vasconcelos) que aplaudimos en su momento y, luego, criticamos: propuso que todo el pueblo (incluidos los policías y soldados) escribiera poesía; nos preguntamos, entonces: ¿los milicos-poetas dejarán de matar a sus semejantes? Veintiocho años después tuve la oportunidad de hacerle la pregunta a Ernesto Cardenal, durante la feria del libro en Guadalajara...; quiero decir tuve la oportunidad, pero no fue posible: unos minutos antes del súbito encuentro había comprado los Epigramas; los leí apresuradamente y emocionado como era de esperarse; luego caminé y se me apareció: hablaba con alguien a quien no reconocí; dije su nombre y le mostré el libro; intenté conversar con él, pero lo que hizo fue tomar el cuadernillo de pastas doradas, extraer su fina pluma fuente y estampar su nombre; luego volví a dirigirme a él, no me miró —nunca lo hizo—: se volvió a alojar en su charla y yo esperé por largo tiempo, hasta saber de mi inexistencia para él; salí de la feria molesto; luego ya la lectura de sus versos me reconcilió con el definitivo universo. Salvo algunos cuantos poemas del (casi) total de su obra, Epigramas (1961) —lo vuelvo a saber ahora que he revisado su trabajo—, me sigue pareciendo su mejor poemario; Cardenal después de traducir en nuestro país (para editoriales españolas) a Marcial, Catulo y Propercio, lo llevaron a lograr sus quizá más exquisitos y breves poemas, los más revolucionarios y desde la palabra, no desde la lucha en los campos de batalla: Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña. Los he escrito sencillos para que tú los entiendas. Son para ti solamente, pero si a ti no te interesan, un día se divulgarán tal vez por toda Hispanoamérica Y si al amor que los dictó, tú también lo desprecias, otras soñarán con este amor que no fue para ellas. Y tal vez verás, Claudia, que estos poemas, (escritos para conquistarte a ti) despiertan en otras parejas enamoradas que los lean los besos que en ti no despertó el poeta. Contrario a sus posteriores textos, en los incluidos en Epigramas hay una sobriedad y una economía del lenguaje, amén de una postura política bien clara; después Cardenal alongaría sus poemas y se abriría a la épica cercana a la obra de Whitman y con dejos de la lírica de algunos poetas norteamericanos actuales; iría hacia temas como la “Oración por Marilyn Monroe” —tan celebrada—; hacia los cantos con temas míticos mesoamericanos; nunca más volvió a la concentración de estos deliciosos epigramas en que lo encuentro entero y netamente revolucionario… II Augusto Monterroso A Monterroso, de quien todo lector debería colocar más de uno de sus libros en la canasta básica, lo encasillamos durante cuarenta años como un escritor de “prosa impecable”, llena de “inteligencia” y dueño de un “inusual y depurado humor”; no obstante ser verdad lo anterior, él mismo se encargó de salir, buscar nuevos caminos y demostrar que habían otros paraderos desde dónde también cantar. El lugar común es recordarlo como el autor del cuento más breve del castellano, algo de menor importancia si no se han leído sus Obras completas (y otros cuentos) (1959), Movimiento perpetuo (1972), La palabra mágica (1983) y La letra e: fragmentos de un diario (1987). Autor de un aparente “breve trabajo literario”, incursionó también en la novela (Lo demás es silencio) y reavivó la fábula en nuestro idioma (La oveja negra); y casi al final de sus días nos entregó quizás su mejor obra: Los buscadores de oro (1993). Perdido y luego encontrado gracias a una persona que se deshizo de parte del acervo de su biblioteca personal —que imagino desbordada—, volví a encontrarme a mí mismo leyendo, echado al borde de la cama, encantado. Hacía mucho no me acontecía. Los buscadores de oro es como uno de esos arroyos encontrados de pronto después de una larga caminata por los campos (o las faldas de altas cumbres); es un exquisito material germinado desde la memoria, la imaginación y la inteligencia. Escritura distinta a la encontrada en el resto de sus textos publicados antes y después, lo ofrecido en este cuaderno de memorias. El manantial de donde mana esta agua cristalina, se aleja de las concluyentes definiciones que sobre el autor nacido en Tegucigalpa en 1921, y crecido entre ciudades de Honduras y Guatemala, han vertido sus lectores y la crítica, ya que el lirismo de la prosa depositada en Los buscadores de oro es otra y la misma, es nueva y es antigua, es universal y particular. Rara belleza la de este libro. Curiosa la forma de contarnos parte de una vida. Sustraídos en su lenguaje —donde el canto es visible—, ya no importa (aunque esté, claro) la inteligencia, pues es el corazón de donde surge la voz: se escucha el palpitar de ese niño narrado y descrito. Se abre a las múltiples posibilidades: es a la vez un texto de memorias, un cuaderno de poemas en prosa, una novela sin tiempo, nacida de la experiencia del tiempo detenido por siempre en un punto: la vida. Las memorias de Monterroso se abren en una fecha fija: el miércoles 23 de abril de 1986. Viajero incansable como fue el escritor, se hallaba en la Universidad de Siena, ante un auditorio que lo escuchaba a las cuatro y media de la tarde. Luego se describe a sí mismo recorriendo con la mirada el paisaje de la Toscana, en un trayecto hacia otra parte de Italia. ¿A dónde iba Monterroso? ¿Hacia su infancia? ¿Hacia la vida? Seguramente a ninguna parte y a todas. Hacia el lenguaje, para desde ese punto ir hacia el fondo de su persona y contarse y contarnos ciertas partes de su historia… Augusto Monterroso había nacido en otra parte, pero fue en México donde se hizo hombre de letras en los años cincuenta. Pero, ¿de dónde fue exactamente?, ¿cuál fue su verdadera patria? No hay patrias fijas: parece decirnos en alguna parte. No hay fechas ciertas, ni fijezas. Hay Historia y lenguaje. ¿Fue el idioma castellano su verdadera patria? Todo es incierto: aprendió a contar con los poetas y prosistas del Siglo de Oro español; aprendió a pensar con los escritores latinos y griegos; su humor es muy cercano a los ensayistas ingleses, y su escritura mantiene la herencia alfonsina… Hay un misterio en el nombre de Los buscadores de oro. ¿Qué es lo que buscaban? ¿Qué encontraron los gambusinos? Si en alguna parte se dice, lo olvidé. Si está entrelíneas, no lo vi; si se halla en la breve extensión de tiempo entre 1921 y 1936 —cuando para el niño Augusto acabó su tiempo de infancia—, no me enteré. Yo estoy en que ese oro de los buscadores está en otra parte: en la belleza de la prosa, en su lirismo, en su intimidad compartida. El oro es el canto. Porque en verdad, en este poema, en esta novela, en estos ensayos, en esta serie de cuentos o de fábulas, se escucha cantar el rumor de una agua límpida que fascina… © Víctor Manuel Pazarín
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