El drama de Bruno
Víctor Manuel Pazarín Estaba, entonces, El sorprendente Hombre araña, publicado por La Prensa; sin embargo también había historietas de lujo que describían las aventuras en Ciudad Gótica de El Hombre murciélago. Pero esas no las podía comprar, ni alquilar en el quiosco del portal Hidalgo o el Iturbide, donde una mañana —ya lejanísima— me encontré un compendio de biografías de pintores del mundo (editado por Selecciones del Reader’s Digest) en el que, por cierto, incluían a José Clemente Orozco. En realidad las historietas de Batman eran obras norteamericanas traducidas al castellano (o en inglés), con impecables páginas a todo color y magistralmente dibujadas. De las que estoy hablando, no se podían conseguir en Zapotlán. No obstante, una mañana me encontré una enorme pila en una casa antigua en el centro de Zapotlán, ubicada en las inmediaciones del Palacio de los Olotes. Casa de niños ricos, tenía un espacio dedicado exclusivamente a ellos, fue allí donde vi alteros enormes de historietas que, desde que las descubrí, me sedujeron. La vez primera que las vi, me entretuve un largo tiempo en sus páginas y, al mismo tiempo, hice un apartado de los ejemplares que más me habían gustado. Las escondí para, con el tiempo, sacarlas de ese deslumbrante lugar. Aún recuerdo esa mañana cuando extraje los primeros ejemplares. Me recuerdo temblando de miedo y emoción. Las manos y la frente me sudaban. Las piernas me trastabillan, pero se volvían fuertes en su andar. Me urgía, en todo caso, salir de esa casa. Alejarme de allí a toda prisa. Desaparecer… Con el tiempo me hice de una buena colección de lujosas historietas. Yo en lo personal y con mis propios peculios hice que creciera aún más. Las mías eran baratas, populares, pero muy apreciables. Ya no podría nombrar a cada una ni tampoco a todos los superhéroes de los que tenía yo conocimiento a través de sus aventuras. Podría hacer una larga lista, con la que podría llenar varias páginas. Diré solamente que mi infancia y adolescencia estuvo poblada de esos personajes y que pasé hermosas tardes solitarias leyendo una y otra vez las que más me gustaban. Fueron cientos de personajes, pero siempre se quedó uno, el principal, el más impresionante de ellos: Batman. De los superhéroes surgidos al final de la década de los años treinta del siglo pasado, casi todos ligados de alguna manera a la guerra mundial, sin duda el más interesante desde muchos puntos de vista es Bruno Díaz, es el hombre murciélago, es Batman. Si como (casi) todos se comenzamos a leer historietas en la infancia, es seguro que la historia del pequeño Bruno nos impactará. Niño rico, sí, pero niño. Bruno vive un drama que a cualquiera le toca. A nadie le es indiferente que a un niño le asesinen a sus padres. Y a mí —como a la mayoría— esas muertes me dolieron y, de algún modo, me siguen lastimando. De ese posible drama real aparece el enganche al personaje: el pequeño Bruno es como cualquiera de los niños del mundo. Todos estamos expuestos —lo sabemos— a sufrir ese dolor. Y es el dolor de la muerte de los padres el que llama en primer lugar la atención a cualquier lector. El comienzo de la historia del hombre murciélago de Ciudad Gótica plantea un drama universal: la muerte. La ciudad es otro punto a mirar. Es Nueva York, pero no es Nueva York. Es cualquier otra gran ciudad. Ciudad Gótica es un invento certero: se acerca y se aleja de la realidad. Está la muerte de los padres, sí, pero no en una ciudad real, sino creada y muy particular. De las particularidades nace la novedad. Y la historia de Batman es —y será siempre— una novedad ya que, luego de crecer y convertirse en hombre, el niño huérfano busca vengar la muerte de sus padres y a la vez hacer justicia. Venganza y justicia se unen. Es entonces Batman un personaje que se involucra con la sociedad. Hay en este espacio uno que implica a la política. Bruno Díaz un empresario importante ligado a la alcaldía de Ciudad Gótica. Tiene esta historia un acercamiento a la realidad aunque sea ficticia. Eso no ocurre en otras historias de superhéroes. Bruno Díaz no es, por otra parte, sin la máscara, sin el disfraz. Está eso también. Se tiene que transformar para ser otro y el mismo. Y no tiene súper poderes, no. Es tan humano como cualquiera aunque tiene habilidades y trucos que lo hacen distinto. Y está la noche. Es de la oscuridad y a la noche profunda va este ser extraño. Se tiene que enmascarar, travestir para estar acorde al paisaje de la ciudad. La máscara es significativa. No es cualquier máscara. Es de la de un animal poco apreciado. Y la máscara, luego entonces, pone a Batman dentro del campo de la antropología. Geneviève Allard y Pierre Lefort, en su libro La máscara (FCE, 1988), dicen: “El hombre no es el único en utilizar (o hacer la comedia de la máscara), pues también el animal puede, instintivamente, hacerlo. Gracias a la movilidad de las máscaras surge una asombrosa analogía entre el hombre y el animal, pues éste último piensa, aunque sin saberlo..., pero es el mismo instinto, el del hombre y el animal, el que une sus máscaras psicológicas...”, ya que “El portador de una máscara se identifica siempre (o tiende a identificarse) con lo que representa. El disfraz es una imitación, y por tanto adopción de una apariencia definida o engañosa; en el hombre se trata de una metamorfosis. La razón esencial de una máscara es tomar un rostro, adaptarlo al propio comportamiento y hacerse pasar por otro. Se crea así una ilusión, se quiere ser otro o bien se hace pasar por otro...”. Tenía yo la edad de Bruno Díaz cuando leí por vez primera su drama. Ya han pasado más de cuarenta años de que en esa casa de niños ricos me encontré con él. Desde entonces no se ha separado de mi vida y fue allí donde reafirmé mis deseos de leer, y, sin saberlo —y junto a las radionovelas que escuchaba con mi padre todas las mañanas— también las ganas de narrar historias, de ser escritor. © Víctor Manuel Pazarín
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