En la memoria del cuerpo
Tenía noción de que la esencia del universo era musical. H. A. Murena Una tarde de lluvia del año mil novecientos ochenta y siete, en cierta casa de Guadalajara, alguien puso a girar un negro disco. De las líneas, de los surcos, comenzó a escucharse la música más bella. No sabía de quién era, pero luego recordé que hacía muchos años yo había escuchado esos mismos acordes. Fui entonces hacia mi infancia y supe. En las vacaciones de la primavera de mil novecientos setenta y tres llegó el rumor de que un seminarista había sido expulsado de sus estudios y que venía a encontrarse consigo mismo al barrio. La primera vez que lo vi fue de lejos: estaba yo en lo alto de un promontorio de ladrillos y él, con su sotana negra caminaba en la acera de enfrente. Ignoro ahora, a esta larga distancia del tiempo, si era verdad que lo habían “expulsado” del Seminario de Zapotlán. Lo cierto: caminaba y se le notaba la paz en el cuerpo y en el espíritu. Lo miré con curiosidad. Y él sintió mi mirada. Volteó hacia mí y levantó la mano a manera de saludo. Vi en su moreno rostro una dulce y amable sonrisa. No tengo idea ahora de su edad, pero era joven. Yo levanté la mano y respondí el saludo. Luego se fue a perder en la entrada de una casa. No lo miré sino hasta tres días después, cuando conversaba con otros niños. Curioso como soy: fui. El seminarista les hacía la invitación para que acudieran esa tarde a escuchar las Sagradas Escrituras. Les invitaba, pues, a aprender rezos el Catecismo. Había yo hecho mi primera comunión no hacía mucho y en seguida y sin consultar a mis padres le dije Sí. Acudimos unos diez niños. En medio de un patio lleno de sol, pero cubierto por la sombra de un alto guayabo nos sentamos en esas sillas que les llaman “sillas chiquitas”. Ya en plena reunión, el seminaristas hizo un ritual y trajo en sus manos un libro gordo y comenzó —tenía una dulce voz, lo recuerdo— a leer. Escuchamos todos los de la reunión la Palabra. Luego el seminarista besó sus páginas y guardó el libro. Nos miró fijamente. Para, acto seguido, comenzar a ofrecernos una amplia explicación sobre la lectura. Yo me recuerdo embelesado. Yo iba y venía en sus palabras hacia todas partes. Yo me encontré —lo digo de verdad— muy bien esa tarde. Al siguiente día el mismo ritual, pero hubo —bien lo recuerdo— un agregado que, puedo decirlo ahora, me cambió la vida. El seminarista fue hacia el interior de la casa y trajo cargando un aparato. Luego supe que era un tocadiscos portátil. Lo puso en la pequeña mesa que le auxiliaba en sus charlas. Lo abrió y, también, vi que en su interior estaba un disco. Nos pidió que cerráramos los ojos. A mis oídos comenzó a llegar la más hermosa música. Nunca la había escuchado, sin embargo entró a mis oídos, a mi cuerpo y modificó todo lo que era yo a esa edad. Dejó rodar el disco —así lo imaginé— y lo que surgía se elevó hacia el cielo y luego bajó a mi cuerpo. Fui música. Me convertí en un ser musical. Me emocionó en su totalidad. De ese patío lleno de música salí para venir a este departamento. Ahora mismo escuchó la melodía que de niño escuché. No tenía idea de quién era. Solamente me dejé llevar y lo supe. Había ido y venido: la música me llevaba a la infancia y me trajo de nuevo aquí. No es necesario haber escuchado toda la obra de un músico para poder hablar de él. Si no ha escuchado con todo el cuerpo una obra musical se guarda en la memoria y logra uno saber todo. Supe yo que conocía a Bach. Era un ser cercano a mi espíritu. Era parte de mí y a una larga distancia de tiempo lo reconocí como a alguien que se estima y se ama. Ahora mismo me tiendo al centro de la sala del departamento y vuelvo al polvo del patio donde el sol brillaba con toda intensidad. Miro, entre las ramas del guayabo, la música de Bach. Me tiro al piso en el departamento en mil novecientos ochenta y siete para escuchar mejor. Escucha mi cuerpo. Siente. Vibra. Se estremece. Reconoce. Es la vuelta y el retorno. Es ser y dejar de ser. Ausencia y presencia. Mirada y ceguera. Vida y muerte. ¿Es verdad lo que dice Murena? ¿La esencia del universo es musical? Hay un patio de luz. Brilla con toda intensidad. La luz cae en mi cuerpo y me vuelve resplandeciente. Cae a mis oídos las palabras que ahora lee el seminarista. Su voz viene de lejos. Es dulce y amable. Miro su mano levantarse al otro lado de la calle y me saluda. Yo elevo el brazo y respondo. Hay mucha luz ahora mismo en el departamento. Se ha inundado de luz y de música. Escucho las palabras que surgen de las Escrituras. Soy escritura. Una y otra vez la tarde se repitió. Y escuchamos de nuevo las Sagradas Escrituras y nuevos discos. En la primavera de mil novecientos setenta y tres fui muchos y uno. ¿Estoy allí —ahora que escribo estas líneas— en el patio de sol? © Víctor Manuel Pazarín
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Víctor Manuel Pazarín
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June 2020
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