Entrevista(s)
Víctor Manuel Pazarín Los asombros del aldeano PRIMERA El retorno a la aldea Martha Eva Loera Fotografía: Abraham Aréchiga Víctor Manuel Pazarín trata de atrapar la esencia de las cosas y da lectura a la realidad a través de la escritura. Por ello empezó a escribir poesía, pero a raíz de otras inquietudes y pasiones que no podían ser trasmitidas a través de este género, recurrió al cuento, la crónica, la novela, el teatro y el ensayo. Llegó al periodismo en 1987, cuando tenía veinticuatro años. El tiempo transcurrido le proporcionaron un cúmulo de conocimientos que buscó en dónde invertir, y encontró en el ensayo un recurso idóneo para ello. “Empiezo a escribir ensayos de manera constante en el suplemento o2 Cultura, de La gaceta de la Universidad de Guadalajara. En este medio me dieron libertad, y pude tratar los temas que quise, y ahora soy autor de siete libros (uno publicado y seis en preparación) que surgen, principalmente, a partir de esas colaboraciones, y que me llevaron a invertir trabajando sábados y domingos, durante diez años, sin descansos”. El primero de estos libros es La vuelta a la aldea (se publica bajo el sello de Keli ediciones. El libro contiene catorce textos, de los cuales siete fueron publicados en el suplemento o2 Cultural (entre el 7 de marzo de 2011 y el 21 de enero de 2013); además de “El infinito Arreola”, publicado en 1998, en la revista Tierra Adentro; “La muerte como recurrencia”, que apareció en el año 2000 en el mismo medio; “Rosas Moreno retorna a la aldea”, en el blog Barcos de papel, en 2010 y “Una prosa edificantes”, que tiene como tema central al escritor Guillermo Jiménez y su obra, en el Diario El Volcán, en 2016. Tres ensayos más: “Entre paisaje y la política”, “Un poeta de provincias” y “Nervo y sus circunstancias”, enfocados en los poetas Manuel José Othón, Enrique González Martínez y Amado Nervo, fueron escritos a petición del poeta y ensayista Rogelio Guedea para el libro Historia crítica de la poesía mexicana, con motivo del bicentenario de la Independencia de México y el centenario de la Revolución mexicana. “La muerte como recurrencia” es clave en el libro La vuelta a la aldea. En este texto, Pazarín combina seis crónicas más un ensayo. Cada uno, independiente, pero se enlaza con los demás en un mismo argumento: la muerte en la literatura. La estructura es similar a la utilizada por Juan Rulfo, en su novela Pedro Páramo. Esta forma de combinar los textos, se traslada a lo largo de los dos primeras partes del volumen, ya que hay grupos de dos o tres ensayos, con diversidad de voces que tratan el mismo tema, pero dan la impresión de que son una misma unidad. En el prólogo de La vuelta a la aldea hablas de las formas de la escritura y las calificas como huidizas. En ocasiones —afirmas—, las captas en la mirada de tu mujer, en el saludo de un amigo o en los ojos de los niños. Da la impresión de que es un fantasma, espíritu. Para ti, entonces, ¿qué es la escritura? La lectura de los objetos y seres a través del espíritu. Éste tiene muchos recovecos y entre éstos está el pensamiento. Yo creo que la imaginación y el pensamiento son muy importantes para un escritor. Uno puede llegar al pensamiento a través de la imaginación, es la manera de llegar a éste de manera natural. Y, ¿qué tratas de atrapar? Cada objeto tiene un lenguaje que el escritor intenta atrapar y descubrir. Eso nos lleva al misterio. La poesía es misterio, el ensayo de algún modo intenta describir, analizar o mirar qué es el misterio, cosa que es imposible. Por eso todo ensayo es un intento y es inacabado. Nunca termina uno de escribir sobre un autor o texto porque siempre dicen algo, y cada vez que uno “ lee” un material o ve la realidad, lo que se hace es hacer una lectura inmediata de las cosas, y uno ya no es el mismo que fue ayer, hace un instante o cuando comenzamos a dialogar tú y yo. Siempre somos distintos. Fluye el espíritu, el pensamiento y el ser, y uno nunca se baña en las mismas aguas, como dijo el filósofo griego Heráclito de Efeso. Para ti, ¿qué es el ensayo? El ensayo para mí es un diálogo entre la obra y el autor. Yo intento mantener esa charla para tratar de descifrar las cosas que estoy leyendo. Además el diálogo es conmigo mismo. Trato de responderme las preguntas que me surgen a partir de que veo una película o leo un libro o veo una obra pictórica. Entonces ese diálogo o monólogo, ese interrogarme y tratar de darme respuestas es el ensayo. Noto cierta hibridación en las dos primeras partes del libro. Es decir, mezclas la crónica, la entrevista, la semblanza, el punto de vista personal. ¿Por qué incluiste estos textos, que son once, en un libro de ensayos? Yo no hago ensayos clásicos. Lo que hago es escribir, y si en este caso, discuto o voy a casa de un autor y describo su mundo, de algún modo esa crónica se convierte en escritura ensayística, es decir, ofrece la oportunidad de conocimiento de algo. Entonces lo mezclo sin ningún tapujo porque también la crónica se convierte en ensayo. Ejemplo, muchas de las crónicas de Carlos Monsiváis son ensayos, entonces tú los puedes leer como el primero o segundo género porque tienen los elementos de la mayéutica socrática. Al leer tu libro noto dos autores muy distintos. En las dos primeras partes te involucras con el texto. Das tu punto de vista sobre las obras de los autores. Se nota tu presencia, pero en la tercera parte, cuando escribes sobre Othón, Amado Nervo y Enrique González Martínez se hace un lado Víctor Manuel Pazarín, ¿por qué tomaste esa decisión? Hay una razón pertinente. En el año 2010 yo iba a salir de viaje a Texas y me llegó un correo, de Nueva Zelanda, de parte de Rogelio Guedea, ensayista y poeta de Colima, el cual hacía dos tomos de la Historia crítica de la poesía mexicana, con motivo del centenario de la Revolución mexicana y bicentenario de la Independencia. Entonces, nadie quería hablar sobre estos tres autores, y me invitó a escribir un ensayo sobre los mismos. Me dieron un mes de plazo. Yo estuve dispuesto a escribirlos. Entonces fui a mi estudio y como magia formé dos alteros de libros sobre los autores que yo ya había leído, y entonces me propuse a jugar a que yo no estaba, pero sí como lector. Fue a propósito el ausentarme. Había premura para escribir. Tenía tantos pensamientos, que cualquier cosa que yo comenzara a meditar sobre Amado Nervo, Enrique González Martínez u Othón en un mes, era imposible. Entonces invertí la imaginación y comencé a jugar. Decidí que otros escritores hablaran por mí. Ahí estoy como lector. Es un juego de lecturas. El resultado fue una proeza: ensayos de quince cuartillas, casi imposibles en un mes. ¿Qué aprendiste de estos tres autores como escritor? Amado Nervo me enseñó que todo tema puede ser tratado en literatura porque lo mismo escribió novela, poesía y crónica, además me confirma que mi espíritu es cursi, y me gusta lo cursi, y que no hay nada malo en ello. La cursilería, estoy convencido, no demerita a la calidad literaria, pero sí lo hace la mala poesía; Othón me enseña que un paisaje íntimo y cercano se puede convertir en poema universal y Enrique González Martínez me muestra que la poesía se da a pesar de no se tenga un oficio vinculado de manera directa con la literatura, ya que él era médico. SEGUNDA Vivir en viaje es vivir en el asombro Víctor Rivera La línea inicial que se encuentra en el libro La vuelta a la aldea, define la vida de Víctor Manuel Pazarín: “A lo largo de treinta y cinco años he buscado las formas de la escritura”, son sus caminos, sus experiencias. Y en cierta forma, el libro publicado por Keli Ediciones en 2018, es una parte de sus andanzas, de sus experimentos literarios y de su mundo. Evoco la primera ocasión que vi a Pazarín; fue en una junta editorial del suplemento o2 Cultura de La gaceta de la Universidad de Guadalajara. Lo vi sentado en una silla, como si estuviese montado en un potro, en la esquina de la oficina. Portaba un sombrerillo tipo fedora y con dos dedos alzados al viento, dibujaba ondas descendentes en el espacio, explicando cómo las moscas caían batidas por el calor en el infierno veraniego de Sonora. También lo recuerdo esperando el tiempo. De vez en vez se detiene a los ritmos fugases de la vida para ser un testigo que mira personajes que nadie ve o que descubre las centellas en los cielos que como fruto encuentra los colores del firmamento. De hecho, eso mismo es lo que él concibió como poesía, hace muchos años, cuando el niño Víctor subió a la copa de un árbol y allá arriba, en la noche fresca de Zapotlán el Grande, vio cómo se elevaban por los cielos los cohetones de la feria y explotaban: ahí vio la lírica de Octavio Paz. Allí descubrió a su maestro colindante Juan José Arreola. Víctor Manuel Pazarín es un escritor errante que deambula de Tonalá a Guadalajara todos los días. Sus anécdotas han dado pie a su labor como poeta, narrador y periodista. A su vez, la libertad de crear y poder colaborar en medios como el Diario El Volcán, en Zapotlán el Grande; el periódico Ocho Columnas, el Diario NTR, y el suplemento o2 Cultura han dado pie a sendos textos que ahora conforman siete libros que hablan de literatura, cine, pintura, historia y crónicas. Seis inéditos y La vuelta a la aldea que es el primero de esta recolección de trabajo periodístico y se compone por diversos ensayos sobre literatura mexicana. Has tenido la ventaja del espacio, cuando el periodismo y más la sección cultural carecen de él. ¿Es el espacio una condicionante para un buen texto? Uno puede hacer un excelente ensayo en dos mil quinientos caracteres. Sin embargo, con mayor espacio tienes la oportunidad de que tú coloques información reflexionada y entonces, es verdad que el periodismo limita. Ya la gran época del periodismo terminó. Aunque hay espacios que aún permiten escribir sobre cualquier cosa que desees y yo los aprovecho para abordar mis pasiones: la música, el cine, la literatura, la historia, las crónicas de lo cotidiano. En diversos escenarios te defines como un aprendiz. ¿Qué le hace falta descubrir en la vida a Víctor Manuel Pazarín? Uno sigue aprendiendo y estoy aprendiendo a conocerme aún más, todavía no me conozco del todo. Esa es una emoción muy grande para mí porque aún no sé cuál es la magnitud de mi propia escritura. Yo trataré, hasta mi muerte, de ir hasta lo más lejos posible, pero aún no lo sé hasta dónde llegue. Estos textos son parte de mí, me apasionan y aprendo de ellos también porque hay pasión en ellos. Mis pasiones. Si no hay pasión no tiene sentido escribir sobre el tema. Esa es una de las faltas del periodismo actual, que el reportero va, te entrevista, o cubre el tema, pero no indaga. No hay pasión. Pasión es vida. Si no hay pasión no hay nada. Yo no escribo para ganar dinero. El pago es la satisfacción espiritual y que tú te permitas una vida espiritual. ¿A qué te refieres con espiritualidad? A esto no me refiero a lo religioso, sino a tener un mundo. En los espacios para los que se pensaron estos textos fue donde se me permitió mostrar mi mundo en escritura. Lo que más falta en esta vida es que las personas se permitan tener una vida espiritual y también intelectual por eso es el mundo de cada quien. Además, la vida intelectual es sumamente divertida. *** San Miguel de Allende hace más de treinta años debió haber sido un bello pueblo colonial escondido en Guanajuato. Hoy ese lugar es un punto turístico que se abarrota cada fin de semana y las haciendas y casonas se han convertido en hoteles boutique o restaurantes con ambientes Novo-hispánicos. Su público principal son estadounidenses y europeos que desean conocer el folclor de México. Un día, en una charla, Pazarín me sugirió visitar el destino y caminar hacia el monte, allá donde ahora suben los turibuses para ver la panorámica con la iglesia al centro. “Allí encontrarás los lavaderos de los indios, siguen igual que cuando el virreinato. Descubrirlos es viajar al pasado”, me diría. Los vi. También vi las pilas donde se abastecía el agua a todos los confines del pueblo. Y las grandes puertas de madera. No sé qué tanto uno lleva de su vida cargando a cuestas, pero Pazarín lleva ese lugar por doquier. Por eso es uno de los primeros ensayos —o crónica, o anécdota, o diario, o memoria— de La vuelta a la aldea. Cuando leí el texto imaginé a Pazarín cuando era el joven Víctor. Y lo vi en mi mente como un milenial imagina al pasado: en blanco y negro. Era el muchacho ese que he visto en las fotos de Víctor de antaño, el año de mi nacimiento él vagaba por su mundo: delgado, bajo de estatura, ojos de sorpresa, barba de nomo, sin sombrerillo. Lo vi caminar estupefacto. Llegué a pensarlo perdido. Aunque él siempre lo ha estado: se pierde en la cotidianidad para encontrarse. Es un trotamundos de lo ordinario. Allí comenzó su legado, conociendo a Daniel Sada. Viviendo con él un par de semanas y siendo testigo de la génesis de su obra. Le pregunté por aquella anécdota. Me respondió que él ha tenido muchos maestros: “Unos me conocen otros no, son maestros a la distancia. Por ejemplo, Arreola fue mi maestro en vida y en obra, lo conocí, él conoció a mi familia y fue determinante en la construcción de mi obra. Mi vida con Arreola es desde que yo era niño, con Amado Nervo es desde que yo era un adolescente. Todos los poetas de México para mí fueron fundamentales; Octavio Paz, por ejemplo, fue mi maestro a la distancia; lo fue Amado Nervo de quien conservo unos ejemplares que encontré en mi pueblo, de su obra. Sada también fue mi maestro y como me apasionaba su obra y su amistad, tuve que conocerlo de cerca y a la distancia.”. ¿Con qué te quedas de ese pasaje? Con el viaje. Para mí la literatura es un viaje. Para mí todo es un viaje. La amistad, el amor, levantarme todos los días, el llegar a Tonalá y descubrir que amo ese pueblo a pesar de muchas cosas. Yo viajo constantemente, no puedo pensar en las cosas si no me concibo viajando. Entonces La vuelta a la aldea es un viaje. Para conocer a Sada tuve que estar cerca y luego alejarme. Cuando uno está muy cerca de las cosas, pierde perspectiva. Al escribir de algo uno debe estar cerca y luego alejarse para ver los alcances. La última vez que entrevisté a Daniel Sada fue poco antes de su muerte, fue un texto para o2 Cultura… Percibo en el libro, entrelíneas, que es como un regreso… Es regresar también a los orígenes porque en este libro se habla de los autores de provincia o los pueblerinos. Es de algún modo volver: el eterno retorno. Es ir al pasado, como el buzo viaja al fondo del mar, para rescatar una perla. Siempre es la búsqueda del pasado, pero sin nostalgiarlo. Y más porque hay una visión distinta de una persona que nació en otra parte y llega a la ciudad. Por eso es el ir y venir. Es la visión de quien sale del pueblo y en este primer libro hay autores que se resistían a las grandes metrópolis. Quien nació en la ciudad no vive ese asombro —cuando me comenta esto baja el rostro y mira sobre el arco de los lentes. Le da unos golpes al escritorio que resuenan en la grabadora. Él me mira como maestro al educando y cuando me define el “asombro” yo veo en él al chiquillo trepado en la copa del árbol; lo imagino mirar la lírica de Paz, la Feria de Arreola—. Porque hay un asombro —me dice—. Vivir en viaje es vivir en el asombro. Es permitirse el asombro. Lo que yo hice pagando estas deudas es volverme a asombrar de lo que ya lo había hecho, límpidamente. Yo recojo estos materiales porque me siguen emocionando. Volver a leer un texto es hacer La vuelta a la aldea.
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