Hacia el jardín de las transformaciones
Víctor Manuel Pazarín I En aquel tiempo narciso miraba, al salir de la recámara, los ojos de Leda. Ahora la incertidumbre: ¿existió realmente Narciso? ¿O es una de las figuraciones de Jonás en el instante de su caída hacia las profundidades, en el encuentro con la oscuridad? La noche está aquí, en medio de las aguas, y se alimenta del tiempo transcurrido. Detiene, en una especie de limbo, la memoria y vuelve los hechos. Aquella vez Narciso lo tomó del hombro hasta llevarlo al Louvre. Cerca de allí había un jardín en donde las transformaciones eran necesarias: cruzar un sendero solitario, hasta llegar al edificio y, poco después, entrar: transitan un largo pasillo para encontrar, acto seguido, una sala. Las sombras en torno de las mesas son seres aguardando la sorpresa prometida: Leda con sus rasgados ojos y los cabellos negros sobre sus hombros blancos. Leda con el cuerpo desnudo a la espera de Jonás. Leda sola y callada. Su silencio inicial fue un misterio que enervó a Jonás. Pero no aparece Leda. Están únicamente las sombras. En las mesas se mueven. Lúbricas figuras, la noche las encapsula para detenerlas allí, como a la espera del tiempo. Brillan las pieles y luego las luces de la pista en la cual aparece una mujer, o mejor, lo que parece ser una mujer: su voz, ronca y baja por sobre el fingimiento, más parece la de un varón de bellas piernas: anuncia el festín de la noche. Narciso sostiene la promesa. Retiene a Jonás bajo la espera. La noche se detiene por un largo periodo, en ese tiempo perpetuo ocurre la fiesta desmesurada, salaz en su totalidad; en un momento determinado, ya Jonás está disfrutando. Abre las piernas la mujer ante azorados ojos. Levanta su falda para dejar visible la rajadura de su cuerpo: hace que el hombre a su lado, en el precipicio de un tiempo sin tiempo, de una forma clara vea las profundidades de su inquietud. De súbito la sensación se vuelve colectiva: ya los convidados están inmersos en la experiencia de la ebria figura, la cual —por su rostro cubierto de nada— es todos. Los todos están en el hombre y se emocionan ante la impudicia: los seduce la ebriedad al punto de llegar a celebrar el ritual que no les pertenece. II Nadie se vuelve todos, y el todo está en cada uno de los seres: lubrican hasta alcanzar a sentir que la vida les llega por doquier. Cada invisible se vuelve sombra; cada sombra en una corporeidad; cada corporeidad en una fuente de la cual manan las miradas: se realiza el milagro de estar todos en todos; la vida surge de un atisbo de suerte que a nadie pertenece, pero en la cual los participantes sienten estar. El toro mítico, la vaca mítica. La carne única a cuatro patas recorre el escenario preparado para el fornicio, clandestino y primigenio. Mueve las caderas la vaca y es embestida por la cornamenta que escurre. El cuerno único se arroja hacia lo profundo y, en apariencia, lo reciben para engendrar el deseo en los seres en la penumbra. De la sombra surge, entonces, la figura de Leda. Jonás la persigue hasta hacerla jadear. Ella abre las piernas y muestra sus grandes nalgas: las abre hasta dejar visible su negro orificio y la impostergable rajadura de la cual brota el agua de un río. El río es una flor de aguas cristalinas en donde nadan Narciso y Jonás. Caminan entre las sombras; vibran y, a su vez, son ríos de donde el agua vuelve a brotar. Jonás persigue a Leda. Narciso parece negarse a consentirlo; sin embargo, Leda, repentina, va hacia un camino y tras ella Jonás y se pierden por un largo momento hasta cerrar los ojos: se quedan en las aguas por tiempo indefinido; nada saben de sí. Para después volver a despertar de un sueño incierto en el cual aparecen juntos, dentro uno del otro. Los mece la tranquila luz, los moja la fina luz, surge de una oscuridad antes no descubierta; mas nada tiene que ver el sueño de Jonás con la vida: ahora la mirada de Leda mira el escenario y se borra: la vaca y el toro mítico se persiguen hasta alcanzarse y se ayuntan en fingimiento. Florece la luz de la realidad para encontrar a una multitud enfebrecida y dispuesta a compartirse en el recinto. Allí de nuevo la incertidumbre: ¿existe realmente Narciso? ¿La promesa en algún tiempo se cumple? Nada existe: los cuerpos, ante la sala, dispuestos para ser encontrados; ignorados; vistos; atraídos; deseados; poseídos, en cualquier instante. III Leda, lejana ya, se borra entre la carne; del río brotó para después fluir en un cauce: arroja ahora a Jonás, y en seguida a Narciso, hacia el jardín de las transformaciones. © Víctor Manuel Pazarín
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