Las lavanderas
Víctor Manuel Pazarín Nunca he pretendido que el verano fuese el paraíso, o que esas vírgenes fueran virginales; en sus bandejas de madera están los frutos de mi conocimiento, radiante de morbo, y te ofrecen esto, en sus ojos de almendras marinas maduras, los pechos de arcilla brillando como lingotes en un horno. Derek Walcott Un zancudo patón se paró en la membrana del agua del arroyo. Yo veía venir la veloz corriente desde el recodo y fue que, ante mis ojos, sus patas se posaron sobre el agua en el pequeño remanso donde las lavanderas se inclinaban sobre las pulidas piedras para tallar la ropa que sacaban de un canasto. Bajo los frondosos árboles, desde donde se filtraban los rayos del sol de las doce, este mundo era uno muy distinto al que antes había visto. Una ventisca suave meneó al insecto que se eternizó con serenidad. Oí, de pronto, el movimiento de los carrizos y el canto de un agua que se abismaba de entre las rocas más grandes. Era allí donde la fuerza del arroyo se detenía y justo en ese lugar estaba yo. El agua me cubría el cuerpo hasta la barbilla. De pronto vi al zancudo. Grande. Patón. Su lento detenerse me sorprendió. Era como si no pesara, y como si rompiera todas las leyes de la Física. Pero en ese tiempo yo no sabía nada de Física ni que existía cualquier tipo de leyes. Mucho tiempo después me enteré que el efecto del zancudo lo había estudiado la ciencia. Y determinado que ese principio de flotación se podía explicar con las teorías del griego Arquímedes (La fuerza de flotación es igual al volumen de líquido expulsado); si no sabía eso, menos sabía que los zancudos de agua científicamente se llamaban Cimex lacustris Linnaeus. Lo que yo hacía entonces era ver con enorme curiosidad al zancudo, hasta que algo me distrajo, y abandoné por completo esa visión por otra, también nueva. La corriente de agua bajaba con fuerza desde las montañas y seguía un sinuoso camino hasta llegar al recodo, donde se alzaban árboles enormes que daban una sombra y una frescura que contrarrestaba el calor del verano, que ese año era intenso. Bajaba serpenteando; en algunos parajes lograba una velocidad vertiginosa, luego se detenía en los estanques donde lograba serenarse y ofrecer tranquilidad a la mirada. Fue en una de esas represas que un día vi a un hipopótamo bañarse. En ese arroyo que ya no existe, pero una vez existió. ¿Cuántas cosas, por cierto, ya no están y no obstante viven en mi memoria después de tantos años? Sigue ese temblor en el agua, pero el que digo no es el del zancudo de enormes patas, sino ese temblor que se mostró de pronto en el espejo del agua detenida. Era el reflejo de las mujeres el que acababa de descubrir. El temblor de los enormes senos de las lavanderas logró por vez primera llamar mi atención. Era un movimiento que hizo que todo cambiara. Fue ese vaivén y ese escándalo en el agua del arroyo que me indujo hacia otra manera de ver el universo, un escalofrío me recorrió y ya no hice sino mirar y mirar. Me deleité la mirada. Las ropas de las mujeres se humedecieron y, lúbricamente, yo miré cómo sus pezones se hincharon. Eran enormes. Magistrales. Y su ir y venir me atrajo profundamente. No pude dejar de mirarlas. Las lavanderas dejaron de ser lo que eran y se volvieron el imán, el amuleto que me transformó. Mi mirada de niño fue hacia otra parte: esa que logra que el cuerpo se tense, se haga de una sola pieza y la sangre hierva. Esa agua que antes era fría, se entibió. Y en lugar de espuma fueron burbujas que se alzaron por los aires y me elevaron. Entonces comenzó mi vuelo. Fui hacia las copas de los árboles y las miré desde lo alto. Las mujeres fregaban la ropa. La golpeaban contra las piedras. Y el jabón, su espuma, se convirtió en un chisporroteo. En seguida volví al agua del arroyo, y me humedeció. Macizos, los senos de las lavanderas se abrieron para mí. Ellas hablaban y reían. Se mojaban. Se desplegaban como alas, como dos enormes montañas pegadas a sus cuerpos. Yo sentí que mi cuerpo se tensó. Me avergonzó sentir. Y ese sentir me volvió otro, el mismo y otro. Sus “pechos de arcilla brillando como lingotes en un horno” me turbaron. Una intensa agitación se apoderó de mí. Bebí el agua del arroyo para calmarme. Nada. Dejé de respirar para encontrar la calma. Me toqué por debajo de la corriente para sentirme. Me sentí y el ardor se hizo un fuego de dragones. El dragón me levantó y, luego, me sumergió hasta el fondo. Había pequeños peces (o eso es lo que creí ver). Aparecieron, de súbito, las lavanderas. Eran sirenas de pechos bronceados por el sol. Desnudas como estaban, las faldas se convirtieron en escamas. Eran un deleite sus gruesas piernas. Vi cómo se despojaban de sus ropas y nadaron desnudas. Sus brazos me alcanzaron. Me cubrieron hasta rodearme. Bailaron en las aguas y yo —al centro de su danza— me cubrí de vergüenza y de ardor. Salí a flote. Respiré. Me quedé sin aliento. El viento, antes fresco, fue como un infierno donde las llamas eran de agua. Me sentí. Me volví a adentrar en las aguas para volver a mirar a las lavanderas. Pero ellas estaban allí, junto a las piedras. Se lanzaban agua con las manos. Sus enormes senos eran un delicioso temblor. Agitadas como estaban, las encontré desnudas. Sus bocas eran profundos abismos. Sus labios carne delicada y atrayente. De pronto, en su juego, una tomó la espuma del jabón y fue hacia las otras y la untó en sus cuerpos. Estallaron, otra vez, en risas. Se tocaron unas a otras con la espuma. Se acariciaron, sentí, y yo también imaginé hacerlo. Las vi brillar con los rayos del sol que apareció, repentino, entre el follaje de los árboles. El sol las volvió otras. Eran cinco pero yo creí ver a una multitud. Mi respiración se volvió más intensa y mi cuerpo se transformó, alcanzó una especie de madurez. Fui un botón maduro a punto de estallar. Me hundí en las aguas para traer la calma. Vi el fondo y había (o maginé) unos pequeños peces. Nadé hacia la orilla. Evité sus miradas. Me cubrí con las manos. Y me sentí desnudo. Recorrí con la mirada a cada una de las lavanderas. Reían y jugaban. Salí a toda prisa de las aguas del arroyo. Me sentí mirado. Las lavanderas se concentraban, otra vez, en su labor. Yo no existía, ellas no existían. Nadie existía. Ni el agua, ni el viento, ni los árboles. Fui a esconderme entre el follaje. Me perdí. Me encontré. El sol entró en mis ojos y me cegó… © Víctor Manuel Pazarín
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