Un poeta de provincias
Y pasarás, y al verte se dirán: “¿Qué camino va siguiendo el sonámbulo?...” Desatento al murmullo irás, al aire suelta la túnica de lino, la túnica albeante de desdén y de orgullo. Enrique González Martínez En la actualidad resulta extravagante recordar que el poeta tapatío Enrique González Martínez hubiera sido postulado al Premio Nobel de literatura en 1949 (propuesto por Antonio Castro Leal), año en el que le fue otorgado al narrador norteamericano William Faulkner. El dato ofrece, además de una sorpresa tardía, la justa estatura de la poesía de un poeta de provincias, que fuera parte —y es— de uno de los movimientos más importantes de la literatura hispanoamericana: el modernismo. De hecho la tradición cultural le confiere haber clausurado esa corriente, que proclama a Rubén Darío como su más alto exponente (en la poesía) y a José Martí (en la prosa), con su soneto “Tuércele el cuello al cisne”, hoy uno de sus textos mejor conocidos. Sin embargo, José María Valverde, en su Historia de la literatura latinoamericana, ya dispone una larga controversia que se antoja eterna, pues declara que no fue precisamente Darío quien inicia el modernismo, sino un mexicano cuyo lustre nunca alcanzará, por distintas razones, la trascendencia que Rubén Darío. Se trata de Manuel Gutiérrez Nájera. Valverde expone: “La consideración del modernismo ha de tener su centro, por supuesto, en Rubén Darío, pero hay algunos poetas que, aun siendo coetáneos suyos, deben ser recordados antes que Rubén…” En México —afirma el historiador y traductor español—, ante todo, llega a haber un amplio grupo de escritores del nuevo estilo antes que éste haya encontrado su epónimo en Rubén Darío… Y logra disponer los motivos de su aseveración al recordar que Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) “establece un nuevo clima literario” centrado en la Revista Azul (1894-1895), “cuyo manifiesto inicial ofrecía líricas justificaciones sobre su título, sin mencionar, no obstante, las que parecían obvias: el Azul… de Rubén Darío y la Revue Bleu de París”. De acuerdo con José Emilio Pacheco, en su ensayo introductorio a su Poesía modernista. Una antología general, el posible comienzo de la corriente modernista se da en el encuentro de José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera en el antiguo centro de la Ciudad de México, en 1876. El encuentro entre el adolescente Gutiérrez Nájera, quien apenas tenía diecisiete años, y un José Martí apenas alcanzando la edad adulta con veintitrés, se antoja mítico. José Emilio Pacheco y todos en Hispanoamérica nos quedaremos con los inmensos deseos de saber algo sobre la conversación que sostuvieron por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México, quedará en una incógnita sepulcral, pues nadie fue testigo, en apariencia, de lo que hablaron. Lo único a nuestro alcance —dice Pacheco en su ensayo— son los artículos publicados en los periódicos mexicanos de entonces. Martí y Gutiérrez Nájera ensayaron en sus páginas una prosa española nunca antes escrita. En 1974 se editó una selección los escritos de José Martí, publicados en México, bajó el título Martí en México, que disfrutaron los miles de capitalinos, usuarios del Metro. Hasta ahora, por cierto, el texto sobre la corriente del modernismo, de José Emilio Pacheco, es considerado por los críticos el más lúcido y descriptivo que hay sobre el tema. Trata los puntos histórico-literarios que dieron oportunidad de su existencia, expone las ideas centrales y declara, en definitiva, la dificultad de una concreta definición de los que es —y será por siempre— el modernismo, porque “no tenemos, y quizás no habrá nunca, una definición satisfactoria…”. Ante el caso es bueno recordar algunos antecedentes que crearon al movimiento, pues resulta fundamental para la historia y formación de los más cercanos integrantes de la corriente literaria, en cuya nómina destacan los nombres de José Martí (Cuba), Salvador Díaz Mirón (México), Manuel José Othón (México), Manuel Gutiérrez Nájera (México), Julián del Casal (Cuba), José Asunción Silva (Colombia), Rubén Darío (Nicaragua), Ricardo Jaimes Freyre (Perú), Amado Nervo (México), Enrique González Martínez (México), José Juan Tabalada (México), Guillermo Valencia (Colombia), Leopoldo Lugones (Argentina), José María Eguren (Perú), José Santos Chocano (Perú), Julio Herrera y Reissing (Uruguay), Porfirio Barba Jacob (Colombia), y Delmira Agustini (Uruguay), la única mujer en la lista de ese grupo de varones. La línea directa que logró los fundamentos para que se diera el modernismo, siguiendo las palabras de Pacheco, fue el liberalismo hispanoamericano que fue “una tentativa de romper con tres siglos de humillación y aspirar a un desarrollo semejante al de las metrópolis”; y eso ya va, de algún modo, concluyendo bases para el mejor entendimiento de lo que es este modernismo y su poesía y prosas. Si agregamos que “el modernismo en sus grandes poetas nunca se estereotipa ni se vuelve dogmático ni convencional”, y aspiró desde su inicio ser una “literatura urbana”, y “sólo comienza cuando previamente ha empezado la transformación de la ‘gran aldea’ en los pequeños ‘París de América’”, ya tendremos un panorama más cierto e inteligible. Sin embargo, aunque nunca hubo postulados o manifiestos, por ello no es “un dogma ni escuela”, hay una influencia natural que cada uno de los poetas inmersos en esta corriente tenían como educación poética, cuyas fuentes provenían de las escuelas parnasianas y simbolista decadente. Están los nombres de Victor Hugo, Théophile Gautier y, sobre todo, Charles Baudelaire. En todo caso Octavio Paz tenía razón al afirmar: “Los modernistas se apropiaron de la cultura literaria internacional del fin de siglo”. Para ello invirtieron lo que tenían a la mano, y lo más cercano fueron los periódicos de la época, y se lanzaron hacia el periodismo, cuyos trabajos, en casi todos los que lo ejercieron, lograron piezas hoy aún vitales, pues “fue el gran campo experimental del movimiento renovador”. Donde “nuestras sociedades han fracasado, nuestros poetas no”, afirma José Emilio Pacheco. Y aclara, contundente: “En veinte años de trabajo los modernistas han hecho más de lo que se hizo en tres siglos anteriores del continente…”. En 1905, las voces habían madurado y se conseguían un prestigio cada una en lo particular, de tal modo que cada poeta mantenía “su propio modernismo”. De entre esas voces, resonaba ya la de un poeta provinciano, quien resistiéndose aabandonar la región, se había trasladado de su natal Guadalajara a Mazatlán, Sinaloa, donde la imprenta Retes, en 1903, dispuesto en la portada de un libro de poemas, Preludios, el nombre de un nuevo autor: Enrique González Martínez. ¿De la provincia a la provincia? El poeta nació en Guadalajara el 13 de abril de 1871 (en la antigua calle de Parroquia, entre Madero y López Cotilla, como lo recuerda en sus memorias Emmanuel Carballo) y, desde muy joven, fue instruido por su padre que era maestro de escuela; de éste había recibido las primeras enseñanzas hasta lograr entrar a muy temprana edad (a los diez años) a la Preparatoria, luego siguió su ingreso al Seminario Conciliar (que marcaría a toda su poesía con un sello, de algún modo, católico), para luego ser parte de una de las instituciones con mayor prestigio de la época: el Liceo de Varones del Estado de Jalisco. Se debatió, entonces, entre las letras y la medicina y ya en ese tiempo, como lo recuerda Wolfgang Voght, en su estudio “Literatura y prensa, 1910-1940” (incluido en la enciclopedia Jalisco desde la Revolución), ya publicaba sus primeros versos en el periódico El Regional de Guadalajara. El diario tapatío fue pieza importante en la difusión de la obra de los poetas de la época, entre sus páginas se pueden encontrar los primeros poemas de Ramón López Velarde, Francisco González León, el padre Alfredo R. Plascencia, y González Martínez. La formación esencial de Enrique González Martínez fue el periodo en el que dominó la dictadura de Porfirio Díaz, y la circunstancia lo circunscribió, como a otros grandes poetas de su tiempo, a las posibilidades encontradas en su momento histórico. El 7 de abril de 1893, “seis días antes de que cumpliera los veintidós años”, nuestro poeta obtuvo el título de médico, cirujano y partero, nos indica Jaime Torres Bodet en un ensayo introductorio a la antología Tuércele elcuello al cisne y otros poemas, del rapsoda guadalajarense, preparada por el poeta de la generación agrupada en torno a la revista Contemporáneos, en cuyos poetas, la lírica de González Martínez logró una aceptación importante que originó de cierta manera la continuidad de la tradición poética nacional. Su inclusión en la rigurosa Antología de la poesía mexicana moderna, preparada por Jorge Cuesta, dan el singular cierre a una carrera trascendente a Enrique González Martínez y su aceptación definitiva en las nuevas generaciones. “Su retórica, de planos muy simples y sólidos; la pureza abstracta de su lenguaje, más lineal que pintoresco; la elevación de su generosidad artística y, casi continuamente, la majestad de su pensamiento, aseguraron a González Martínez un puesto de honor en el grupo de los poetas mayores de nuestra literatura”, así se refiere Cuesta en la ficha de entrada a la selección de sus poemas. La vida del poeta se había desarrollado en una ciudad de provincia. Y por un relativo tiempo siguió desarrollándose en esos territorios… Sin embargo, tras dos años de prácticas profesionales en la medicina, se trasladó de Guadalajara a otra ciudad del interior del país. Se estableció en Mazatlán, Sinaloa, donde se desempeñó como Prefecto político y sirvió, además, como Secretario General de Gobierno; fue allí donde escribió y publicó sus primeros libros de poemas. Voght, en su estudio, refiere cómo el modernismo “se desarrolla plenamente bajo el gobierno de Porfirio Díaz.” Muchos poetas —afirma— ocupan puestos oficiales bajo la dictadura, lo cual no les causa ningún conflicto personal pues su obra es apolítica; porfirismo y modernismo armonizan muy bien, incluso podemos notar ciertas semejanzas entre la poesía modernista y la arquitectura. La poesía —declarara el estudioso alemán, avecindado en Jalisco desde 1976—, y la arquitectura de esta época, se caracterizan por el eclecticismo. “El gusto modernista no se extingue con la Revolución, persiste junto con los brotes de innovación literaria. Durante la Revolución, el modernismo es, en Guadalajara, la corriente literaria más representativa, pues la poesía tradicional ya está agotando sus últimos recursos y la vanguardia no tiene la fuerza suficiente para imponerse.” Durante tres años vive González Martínez en el vecino estado de Sinaloa, habita Mazatlán y, luego, Mocorito, donde realiza más que trabajos relacionados a su carrera de médico, actividades en el gobierno que lo relacionan con políticos porfiristas, y sobre estas bases decide abandonar la provincia e ir a vivir a la capital mexicana, lugar donde se desempeña en diversas actividades, sobre todo dentro del campo periodístico y la docencia. Ya durante el movimiento revolucionario de 1910, a pesar de que tuvo algunos inconvenientes por su filiación con la gente cercana al dictador, logra salvarlos y la resolución lo llevaría a ocupar distintos cargos diplomáticos, donde quizás el más importante para su carrera diplomática y poética, fue haber sido embajador mexicano en Madrid. Pese a que sus primeros libros publicados en provincia tuvieron escasa difusión, la reedición en 1915 de su libro Los senderos ocultos, con un prólogo de Alfonso Reyes, le ofrece el reconocimiento dentro de algunos importantes círculos literarios de la Ciudad de México. Su tercer libro Silenter le sirvió como ingreso a la Academia Mexicana, y en su estancia primera en México capital, es invitado a formar parte del célebre Ateneo de la Juventud, del cual en 1912 llega a ser su presidente. Ese mismo año funda la revista literaria Argos y se vuelve editorialista del periódico El Imparcial. En 1915 también aparece un libro fundamental para Enrique González Martínez, La muerte del cisne, si bien como han dicho los críticos no es el mejor, en sus páginas se imprimió un poema que aún hoy resuena y es punto de referencia cuando se habla del movimiento modernista, pues como se apuntó al comienzo de este texto, la controversia sobre el mismo ha venido resultando intensa e interesante dentro de la historia de la literatura hispanoamericana. Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje que da su nota blanca al azul de la fuente; él pasea su gracia no más, pero no siente el alma de las cosas ni la voz del paisaje. Huye de toda forma y de todo lenguaje que no vayan acordes con el ritmo latente de la vida profunda. . . y adora intensamente la vida, y que la vida comprenda tu homenaje. Mira al sapiente búho cómo tiende las alas desde el Olimpo, deja el regazo de Palas y posa en aquel árbol el vuelo taciturno... Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta pupila, que se clava en la sombra, interpreta el misterioso libro del silencio nocturno. Uno de los siete dioses mayores de la lírica mexicana La importancia de la obra de Enrique González Martínez logra que uno de los críticos más acertados de América Latina lo declare como uno de los siete dioses mayores de la lírica mexicana, la afirmación se debe al crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), quien lo conoció bien y mantuvo una relación muy estrecha durante largos años, en su estancia en México. Para Henríquez Ureña, en sus Estudios mexicanos, la obra del poeta tapatío resultaba fundamental, en 1915, cuando escribió su ensayo. Interesantísima —dice al inicio de su texto—, para la historia espiritual de nuestro tiempo, es la formación de la corriente poética a que pertenecen los versos de Enrique González Martínez. Luego declara que en la obra del poeta hay un “culto que suscita entre los jóvenes. Aunque muchos en América no lo conocen todavía, González Martínez es en 1915 el poeta a quien admira y prefiere la juventud intelectual de México; fuera, principia a imitársele en silencio.” Sin embargo, a lo largo del tiempo nuevos críticos han revisitado la obra de González Martínez y sostienen —como es el caso de José Joaquín Blanco en su Crónica de la poesía mexicana —, un punto de vista contrario a muchos de los admiradores de su obra y trayectoria. Blanco vuelve al poema de “Tuércele el cuello al cisne”. Afirma el crítico mexicano: que el poeta-pensador “tuvo un prestigio desmesurado; su culto al silencio, a la naturaleza pura, a la introspección estetizada, a la serenidad pragmática y completamente prefabricada, lo configuraron como el ‘hombre del búho’: el pensador, opuesto al cisne sensual rubendariano que él creyó meramente decorativo y excesivamente sensual”. Para en seguida referir que lo que para Tablada fue “el comienzo de la audacia, para González Martínez es el colmo de la frivolidad”, ya que arguye Blanco: “…desde el primer libro se siente inhibido y molesto por la sensualidad frívola de los ‘cisnes amanerados’ y busca formas más austeras, púdicas y mentales que desarrolla entre 1909 y 1921”, en sus libros de esos años (Silenter, Los senderos ocultos, La muerte del cisne, El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño, Parábolas y La palabra del viento), donde la meta fue “que tu verso sea tu propio pensamiento/ hecho ritmos y luces y murmurios y aromas.” Más delante, en su artículo, abunda José Joaquín Blanco: “El problema es que el pensamiento de González Martínez nunca fue variado ni inteligente, y su expresión poética conocía muy bien sólo unas cuantas formas y trucos retóricos. De este modo, su obra es una reiteración infinita de una idea banal expresada con los mismos instrumentos combinados de una misma manera.” La idea banal es ésta —describe Blanco—: “el hombre es esencia y accidentes, pureza y frivolidad, silencio y ruido y debe renunciar a accidentes (pasiones, aventuras), a la frivolidad (todo lo que no sea profundidad espiritual, aérea) y al ruido (expresiones festivas, orgiásticas y declamatorias), para ser desnudamente él mismo: ‘y llegues, por fin, a la escondida/ playa con tu minúsculo universo,/ y que logres oír tu propio universo,/ y que logres oír tu propio verso/ en que palpita el alma de la vida.’” José Joaquín Blanco vuelve al multicitado poema de González Martínez “Tuércele el ello al cisne…”. Declara, entonces, que “es autor de un solo poema, mediocre aunque célebre, estúpido aunque concretamente cabal al personaje de su autor y a toda su obra”. Blanco afirma que hay en el poema —y en todo la obra de González Martínez— “todos los elementos de la inocencia mistificadora”; todos los dispositivos “que equivale, se pretende, a una sabiduría natural, franciscana, de hablar con los pajaritos, la lluvia, los árboles, la brisa, en una comunicación espiritual íntimamente silenciosa”. Encuentra el origen de “Tuércele el cuello al cisne…” en un poema de Verlaine, que es una sola frase: “Prendsl’eloquence et tords-lui son cou”, que utilizó en contra de “la elocuencia fácil de los imitadores de Victor Hugo, contra la poesía-de-declamación”. Y reclama que el poeta de Guadalajara: “¡González Martínez la usa para reinstaurar la declamación contra la rigurosa, atrevida, inteligente estética de Rubén Darío!” Contra el argumento de Blanco se encuentra la explicación de José Emilio Pacheco, donde aclara lo siguiente: “Cuando González Martínez en 1911 se dice a sí mismo ‘Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje…’, no está reaccionando contra el modernismo, como afirman tanto manuales: se despide de los elementos parnasianos y opta por los rasgos simbolistas.” La ya célebre querella ha olvidado toda la obra de Enrique González Martínez y sus poemas mejor conocidos y leídos por un amplio sector de lectores. Uno de los más bellos poemas de González Martínez, que es poco citado y menos estudiado, es aquel que bajo el nombre de “La cautiva”, nos lleva hacia caminos distintos a casi toda la obra del autor, pues se desdobla hacia los caminos del horror clásico. Cautiva que entre cerrojos, frente a la angosta ventana dejas espaciar los ojos por la campiña lejana, ¿de qué te sirve tener en el pecho un ansia viva, si eres libre para ver, y para volar cautiva? Siento mayor la amargura de tu mal cuando te veo con las alas en tortura y en libertad el deseo... Finalmente José Emilio Pacheco tiene razón al afirmar: “La literatura es, será y debe ser polémica”. © Víctor Manuel Pazarín
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