Tarde de tele
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez. Se está tan bien en casa. Qué agradable resulta llegar cansado del trabajo, abrir el refrigerador y sacar un refresco bien frío; sentarse en un sillón y prender la tele, encender un cigarrillo y mirar cualquier basura que distraiga al tiempo, que le haga volver la vista y dejar de mirarlo a uno con esos ojos tan fríos como el refresco que uno toma. Así se puede pasar la vida entera, en esa sospechosa comodidad en la que inevitablemente el tiempo volverá su vista y uno se dará cuenta de que ya se habrá aburrido de la viejísima película que se contempla, de cómo Sara García, brumosamente joven, se asoma por la ventana para mirar un futuro lleno de Pedros Infantes y "Tucitas" y "Mantequillas"; que se habrá aburrido de ver los mismos anuncios cada seis o siete minutos; de la absurda sempiterna trama de su vida. ¿Se está tan bien en casa? Por pensar así, poca gente se explica que un buen día uno se decidiera a no volver a ver la televisión, ni a tomar refrescos fríos, ni a perderse en ese laberinto cotidiano que habrá de sobrevivir hasta ese día. Uno quisiera ir entonces en compañía de dos o tres amigos a un pueblo desconocido y descubrirlo bebiendo cerveza por sus calles; llegar borrachos a la plaza central y burlarse alegre y sanamente de las muchachas y muchachos que dan y dan vueltas al parque, hasta ser descubiertos por la cándida y malvaviscosa mirada de una hermosa damita y hacerle la corte hasta que aparezcan sus hermanos. Luego, puede uno ir con sus amigos a la zona roja y asomarse al congal más ruidoso, pedir una botella de ron y unos refrescos, y lanzarse al ruedo con alguna puchacha antojadiza —con la que tenga cara de más pecadora— hablarle de religión y de enfermedades venéreas y escuchar sus preocupaciones imaginarias por los seis o más hijos que dejó encargados con la vecina. Bailar uno que otro danzón de a "cartoncito de cerveza" y luego meterse con ella a un cuarto para culminar con esa noche de deseo. Después, con el chorro de agua caliente en el pecho, a uno le da por recordar a los hijos propios, a la señora y a la oficina. Uno hace cuentas. Generalmente le da por añorar aquellas tardes intertminables y descansadas en las que se ve la tele y se toma un refresco bien frío, recién sacado del refrigerador. Se sigue viendo la tele. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez
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Revelación
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez. Abre los ojos: El tema de conversación en el almuerzo son los sueños y su significado. Que si soñar oro trae la pobreza, o que si sueñas con carbón te vuelves rico o te casas o se muere alguien. "Yo nunca sueño" —les dice— "ni a colores ni en blanco y negro". Para él, soñar es un acto desagradable propio de flojos: "Los sueños no tienen ningún significado, no se hagan pendejos. Como ustedes no trabajan, sus cabezotas están activas mientras duermen; en cambio yo descanso de todo lo que hago en el día". Abre los ojos: La misma mujer de la noche anterior; delgada y rubia. Su cuerpo es perfecto, la mano derecha sonrosada, los pechitos reposan su ternura en el aire, el diamante oscuro que corona sus piernas, la piel toda en calma, sin frío. El pelo le oculta la cara, pero él sabe que es ella. La misma de anoche, de todas las noches. Le besa el hombro. Abre los ojos: —No puede ser; debo estar soñando. Su esposa al lado, dormida. Sus hijos en una cama enfrente de él. "Esta no es mi casa". Se pone en pie de un brinco: "Debo estar soñando". La luna brilla a través de la ventana. Se pellizca el brazo y trata de recordar su nombre. El esfuerzo es estéril; Arturo siente ahumada la memoria. Descubre que se encuentra desnudo y regresa al lecho. Su mujer ronca levemente. Distingue un olor agrio en el ambiente. Se pellizca el otro brazo. Alza la mirada para ver un foco que cuelga triste del techo. Voltea a su izquierda y, al no descubrir la puerta del baño, se contagia de unas ganas irresistibles de orinar. La boca le sabe a metal. "¿Qué horas serán?" Empieza a recordar: "fui a la cantina con unos amigos —¿quiénes?—, tomé mucha cerveza". Adivina en la oscuridad el camino hacia la puerta de la calle. No distingue el nombre en la placa de la esquina mientras orina en la banqueta. Mira el número de su casa: "122"; "es el número de mi casa". Cierra la puerta y el calorcito le da al ambiente un aire de familiaridad que siente por primera vez. "Debo estar despierto", dice. A menos que se hubiera orinado en la cama y Julieta lo despertara a gritos, como lo hace ahora, diciendo "¡mira nada más que porquerías, Arturo, a tus años y con estas cosas, carajo!" Abre los ojos. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Pentatlón
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Nocaut A la olímpica luz, flameaban las banderas. El boxeador levantaba la mano y sonreía su posicionador bucal cuando se apagaron las luces. El estadio era una pura sombra con reflejos rosados y amarillos. El campeón gritó: "Ese manager, alguien se robó mi medalla de oro". Luego, se encendieron las luces. El respetable salió con orden del estadio, silbando cada cual una canción. Trivia. En 1928, Gedea Littleleg, vencida en el salto de altura, provocó serias discusiones en el Comité Olímpico, pues propuso que, ya que ella brincaba de frente, para su género debería haber tres grados de dificultad: copa A, copa B y copa C. Los jueces argüían en contra de Gedea la hipótesis de que estaba disgustada por cierta foto de perfil tomada al momento de la premiación y que había provocados algunas sonrisas intencionadas entre periodistas y gente del medio con relación a su opulento físico. Sesenta años después, Dick Fosbury cambió la manera al librar la valla, de espaldas. Las discusiones continúan. Maratonistas Las carreras de maratón ya no son lo mismo que antes. Eso de poner a competir corredores contra ciclistas... ¡Que se bajen de sus bicicletas y verán cómo les ganamos! —dicen aquéllos. Ahora los ciclistas hacen el uno-dos-tres individual cada año. El grupo de a pie siempre arriba en segundo lugar grupal: “¡Sin bicis qué nos duran, móndrigos!”, dicen a coro al llegar. Lo importante es competir. Discutían dos atletas en el comedor olímpico: "Valgo más yo, pues mientras la barra respeta la ley de la gravedad, yo la desafío firmemente sujeto de la pértiga, para después caer en dos pies, y tú en cambio, te persignas y te avientas un triple mortal de cabeza". "Sí, contestó el otro, pero yo sé nadar y del suelo sí paso, no que tú, ay sí, en colchoncito; además caes de sentón". Levantamientos El corpulento competidor se aproximó a la barra. La contempló y luego se miró las manos, como midiendo fuerzas. Levantó el tarro hasta ver una medalla dorada en el fondo, a la luz de la TV. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Neoplasia.
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez. El cirujano se toca los guantes de látex y reconoce sus manos: verticales, esterilizadas. Mira fijamente al médico Residente y ordena a la enfermera: — Bisturí. Ella se lo da, golpeando suavemente la palma de su mano. El ambiente frío, inmaculado; los mosaicos blancos en las paredes, el piso de hule negro limpísimo. El cirujano emplea el instrumento e incide suavemente pero con firmeza en el vientre del paciente. —Pinzas. Colocadas éstas, se descubre ante ellos un cuerpo abierto: plumas y alas se posan en mi mano con sus patas se aferran a mis dedos oigo un batir de alas silencio desiertos inmensos montañas gigantes de arena bosques cerrados musgo y hongos el mar gaviotas oleaje silencioso me veo correr por la playa los pies me arden nado boca arriba el agua juega con mi pelo las nubes flotan descubro mi vientre abierto el agua me golpea suavemente el estómago me duermo en mi cama los brazos cruzados sobre el pecho estoy vestido con un traje negro alguien solloza la luz es pálida me pongo melancólico y un gran peso de tierra me inmoviliza alguien sigue llorando allá afuera una lágrima resbala por mi sien me duermo El hábil movimiento de sus manos escarba entre intestinos viscosos hasta encontrar algo duro entre ellos, extirparlo y colocarlo sobre una charola de peltre. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Madrugada londinense
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Abrió los ojos y recordó que era día de Reyes, así que saltó de la cama y se dirigió al nacimiento. Ahí había dejado su zapato, pero ni se veía bien entre tantas cajas envueltas para regalo y se arrojó sobre ellas al tiempo que revisaba la limpia vacuidad del plato de queso que les había dejado la noche anterior. El meccano apareció al desgarrar una envoltura: “Es del número ocho” —exclamó (¡Había también una pijama de franela y un suéter y una caja de pañuelos, un carrito y algunos calcetines; pero el meccano, el Meccano!), levantó con cuidado la tapa para descubrir un mundo de tornillitos y desarmadores, laminillas metálicas y de mica, y un instructivo —en inglés— que despedía el aroma que luego reconocería en Londres, quince años después, donde por cierto trabaja como mecánico. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez De puerta en puerta
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez. Al abrir la puerta lo supe: habría algo más entre nosotros y no un simple comercio de vajillas con filito dorado. Ya tengo muchos platos, le dije, vivo solo; nadie llega a visitarme. En ese momento me miró de una manera distinta. Sus ojos se humedecieron. No desplegó la seguridad de los vendedores para convencer a los clientes. "No he vendido nada. He caminado durante todo el día" —me dijo. La invité a pasar. Le ofrecí un café y lo aceptó. Luego hicimos el amor sin amor, con una furia parecida al reencuentro, usándonos, advirtiendo lo efímero del encanto, como si ya tuviéramos muchísimo tiempo de conocernos. Se quedó conmigo esa noche. A ella tampoco la esperaba nadie — según me dijo—, vivía sola y acababa de sufrir una decepción amorosa: se había entregado, pura y casta, a un hombre que había venido engañándola desde el primer día de su matrimonio y luego olvidaba haberlo hecho, por lo cual su engaño era, de cierta manera, inocente (así nos dice Horacio, el poeta: el adúltero borra esos actos de su vida para mantener su conciencia tranquila). Cuando ella descubrió la vida real de su amado, el desengaño fue demoledor; acabó con toda su confianza en quien se le acercara. Se fue de su casa y empezó a trabajar en esto de las vajillas, para mantenerse con algo. Un silencio tenue era su rasgo característico, aunque me habló de su exmarido en el transcurso de la noche. Cuando amaneció, pude por fin ver sus ojos mirándome sólo a mí, y volvimos a hacer el amor, como si fuera la primera vez, entregados el uno al otro, no estaba con el ex, sino conmigo, sólo conmigo. Se fue como a las diez de la mañana, bañada y cargada de cajas de vajillas. Prometió regresar y nunca lo hizo. Hoy encontré un papelito abajo de la puerta: "Contigo encontré el amor verdadero, nunca me olvides, regresé con él". La recuerdo, claro; un tipo solitario vive intensamente estas experiencias; pero más allá del contacto con su cuerpo, tengo presentes unos ojos húmedos, su determinación y vida a la mañana siguiente al alejarse con sus cajas de vajillas con filito dorado y dejarme para siempre un poco menos solo. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Una fracción de segundo
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez El crimen, el hecho de ser criminal, se determina en una fracción de segundo. Alguien es inocente hasta que comete un crimen. Inocente y, una fracción de segundo después, culpable. No importa si hay o no premeditación; si el crimen no se ha cometido uno es inocente. Pasa igual con el héroe: una fracción de segundo antes era una persona común. Igual con el cobarde. Inocente y culpable, héroe y cobarde o sólo un ser humano común y corriente. Usted va para su casa, regresa de un día normal de trabajo. Es de noche y maneja su automóvil por una avenida ancha y oscura. Usted tiene hijos, esposa, papá y mamá, tíos, primos; parentela. Recuerda su jornada de trabajo y escucha música en la radio. En un parpadeo, no ve a la persona que cruza la calle. La atropella. El peatón da una vuelta en el aire y cae en la cajuela de su auto. Usted es un criminal. El susto apenas lo deja con tiempo de reaccionar y decide orillar su coche, estacionarlo y correr a ver al herido. Usted es un héroe. Lo observa con atención: el peatón no se mueve. Usted voltea nerviosamente, baja el cuerpo y echa a correr hacia su automóvil, enciende el motor y se escapa. Usted es un cobarde. Unos treinta minutos después, en su casa, cena con su esposa, le da besos a los niños y se queda en la sala a ver la televisión hasta las tres y media de la mañana. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez El científico Miguel Ángel Godínez Gutiérrez. Un hombre de ciencia propuso a los gobernantes más poderosos que anunciaran la construcción de un planeta en segura órbita cercana a la tierra; todos deberían participar en esta magna empresa y aportar mano de obra voluntaria, con equipo y material provisto por cada gobierno. Los Colones de este nuevo cuerpo celeste abordarían naves espaciales de tipo taxi para dirigirse en masa a la aventura de su degradada vida en la tierra. Una vez en el espacio exterior, los ilusionados constructores serían arrojados al vacío, de modo que flotaran para siempre alrededor de la tierra, solucionando así el problema de la sobrepoblación. Muchísimos años después, un rocío de ceniza de millones de seres humanos, polvo estelar, traza un anillo alrededor del planeta y lo baña lentamente. Los ciclos ecológicos acaban por colapsar; la muerte toma posesión de la vida. Del científico aquél no se acuerdan sino algunos jefes de Estado a quienes se ha transmitido el secreto y uno que otro estudioso de la historia. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez |
Miguel Ángel Godínez GutiérrezPatafísico. Nació de madrugada en el barrio de Tacuba de la Ciudad de México. Es profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Ha sido contador, subdirector, encargado, mesero, cleaner, jardinero, agricultor, secretario, presidente, vendedor de puerta en puerta, saltimbanqui y otras actividades lícitas y edificantes. Archives
September 2017
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